1ª edición WEB: Axxón / 1992
2ª edición WEB: elMontevideano Laboratorio de
Artes / 2019
UNO / 1
El doctor Pigot llevó dos cajones de plástico y
los encimó junto al muro que separaba el extenso patio de su casa del extenso
patio de la casa lindera. Alzando la cabeza, su nariz tocó el borde del muro;
alzó el largavista y se puso a observar la cochera. Había cuatro autos, uno al
lado del otro y el vecino observaba cómo un lacayo les tiraba agua con una
manguera. Correteaban por allí un par de perros de mixtura genética, que el
hombre usaba para entretener a los hijos. Observó con qué ropas se vestía el
hombre, y esperaba avistar también la actitud y vestimenta del resto de la
familia. La casa, como los autos, no había sufrido modificación desde la semana
anterior. Con alivio, Pigot no pudo contabilizar ni una sola adquisición considerable…
De repente, el doctor saltó al suelo, soltando el largavista, que le golpeó
fuertemente el pecho hasta quedar suspendido de la correa. Tomó un cajón en
cada mano y huyó furtivamente hacia el cobertizo más cercano. Luego, sacando la
cabeza, oteó el cielo. No tardó en vislumbrar un inmenso helicóptero de
vigilancia con los soldados, sus largavistas y las ametralladoras pesadas. El
aparato sobrevoló el patio durante unos minutos y luego desapareció lentamente
dando un gran giro hacia la intersección de los canales Copérnico y Galileo,
hacia la zona del Gran Pulmón.
Cuando el doctor entró a la cocina, la sirvienta
terminaba de lavar la vajilla. Él retiró su placa de encima de la congeladora,
la abrió sobre la mesa y comenzó a hacer cálculos. Le temblaban las manos. Ni
siquiera vio a su mujer cuando entró a la cocina, reprendió a la sirvienta y le
comunicó con pesadumbre:
-¡Los de al lado de compraron la casa!
El doctor miró de reojo a su hermosa y joven
mujer.
-¿Cuánto les costó? -dijo, después de introducir
unos dígitos en la computadora.
-No lo pude saber, pero no se quedaron con la
que me ofrecieron durante el verano… Demasiado para ellos.
Hubo un largo silencio, mientras la mujer cambió
de lugar los tiestos de flores sobre la ventana que daba al patio. El doctor
siguió calculando, angustiado por el temblor que sentía en el cuerpo y el ruido
de aspas que aun restallaban en sus oídos.
-Claro, no interesa -dijo la mujer en voz baja,
y quebrada por el pesar-. Tampoco te interesa que nos hayan quitado la lista de
compradores privilegiados del Supermercado. Que los infames figuren entre los
cincuenta mejores del mes.
La casa de fin de semana tenía dos plantas, en
medio de un espacio de verde artificial y algunos árboles de plástico de
primera calidad. Era de un símil de ladrillos rojos, con ventanas pintadas de
verde, con el techo de tejas marrones brillantes y una chimenea con una veleta
oxidada en la punta. La habían copiado fielmente del catálogo de casas de campo
inglesas.
-Hace más de dos años que no nos mencionan en
Ricos y Famosos en Marte -agregó la mujer-. Si estuviéramos en la Tierra no me
importaría. Sería difícil… claro. ¡Pero acá!
“La casa de la metrópoli. La casa del campo -repasaba
el doctor en la pequeña pantalla-. El consultorio. Tres automóviles. Dos
poderosas máquinas mentalizadoras de ayuda para acelerar y desacelerar. Dos
heladeras en cada casa. Tres microondas. Una batería completa de consoladores psíquicos
de última generación. Cinco computadoras. Siete televisores, incluyendo el de
la sirvienta y los lacayos. Ocho tapices símil Persia, sin incluir el que
arruinó el perropanda de probeta. Cinco estéreos. Cuatro masajeadores. Una
docena de filtros de conformidad. Tres perros con genes retocados, dos
perrospanda para entretenimiento de niños. Dos solarios familiares con
masajista incorporado…” El doctor se quedó con la mirada perdida en el rojizo
horizonte que atisbaba por la ventana.
-A ti te interesa hacerte implantes, inyectarte
drogas en la cara. Quitarte la grasa cada tres meses. Y te ves bien. Todos lo
dicen. Para tu edad. Hasta tienes alguna erección todavía… Pero, claro, que tu
familia no te importa demasiado. El nombre de tus hijos, tampoco. Es natural,
vives tu egoísmo y que tu mujer se… No me das dinero para implantes, pero tú si
los quieres, ¿he? -la mujer vocalizaba con la monotonía del rezo y ya no
parecía deprimida. Sonreía con los ojos extraviados.
-Pero no necesitas implantes -dijo el doctor en
voz baja, mirándola de reojo-. Te compré a los niños, para que no te
estropearas. ¿Qué más puedo?...
-¡Pero tú no necesitabas implantarte ojos
verdes! ¡No puedes disimular tu origen turco!... Es inevitable… ¡Un excelente
pedigree!
Pigot plegó la computadora, y, como hacía todos
los sábados, cuando sus hijos no estaban en la casa, dejó a su mujer exigiendo
en la cocina y se fue a dormir adentro de sus automóviles. A semejanza del
vecino, los había sacado de la cochera y los tenía alineados sobre el césped
como si sirvieran en una exposición. En su caso, sólo había traído el Rolls y
el alemán, ambos del siglo anterior. Entonces se sentó al volante de éste y se
puso a meditar. “Es verdad -pensó-, los fines de semana son muy melancólicos en
Marte. En la Tierra no eran así. Pero, no los puedo evitar. No está bien. No
puedo soñar con lo imposible.” Algo lo molestaba. No era la huida arrastrando
los cajones, ni el susto. “Es, concluyó, el asunto de los cuatro autos de este
insignificante molusco de al lado.” Suspiró. Luego se rio; le causaba gracia la
palabra “molusco”. Antes de dormitar, llegó a una aritmética definitiva:
enseñaría a un par de lacayos a manejar. Con sus influencias y amistades,
lograría los permisos, y entonces sí, el viernes al atardecer traería el Rolls,
su mujer conduciría el alemán, y los lacayos los otros dos coches. Entonces,
todo estaría emparejado. Se arrellanó y buscó un pensamiento más afectuoso.
Sonrió. Tuvo una eleve erección. (Aquellos medicamentos eran maravillosamente
efectivos.) El pantalón lo presionaba algo y lo aflojó en la entrepierna.
Siempre, el pensar en Meimi le producía el entumecimiento. Era algo muy grato,
muy refrescante. Recordó el día en que la había abordado con el *ultimátum*.
Había dicho con demasiado énfasis que se buscaría a otra secretaria… Había
trabajado con él dos años, y él… Así que… se lo dijo. O una cosa o la otra. Y
resultó bien. Ahora le daba cierto miedo, algo había ocurrido. Al principio se
sentía repugnada. Volvió a sonreír. No debía mostrarse débil, ella se estaba
apegando mucho. Demasiado. Debería ser algo rudo, quizá. No había mucho trabajo
en Marte, eso le daba cierta ventaja. No le gustó ser así, pero… Dormitó con
una tenue sonrisa, percibiendo cómo las válvulas se abrían y la sangre se
retiraba lentamente.
Quince minutos después se despertó y se sentó en
el otro automóvil. Bien encerrado, el vehículo mantenía un calor desagradable
con olor a cuero, pero eso a Pigot le producía una distensión aún mejor. Se
sentía feliz, encendió la pequeña placa y miró un partido de fútbol y un
programa de chistes sexuales salpicados con gruesas palabrotas trasmitido desde
la Tierra. Luego, tal vez, según cómo se sintiera, volvería al primer automóvil,
y así prolongaría su rutina de otro fin de semana feliz en familia.
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