En plena polémica por la condición millenial, por el estatus social y político de
las nuevas generaciones, adelantamos en exclusiva las
primeras páginas de 'La verdadera vida.Un mensaje a los jóvenes' (Malpaso), el nuevo libro
de Alain Badiou, uno de los últimos grandes filósofos franceses.
En sus páginas, el pensador se dirige a los jóvenes a propósito de lo que la
vida puede ofrecerles, de las razones por las que cuales debe necesariamente
cambiarse el mundo y de los riesgos que tal operación
implica]
Ser joven hoy en
día: sentido y sinsentido
Comencemos por las realidades: tengo
setenta y nueve años. Entonces, ¿por qué diablos me ocupo de
escribir sobre la juventud? ¿Por qué esta preocupación
adicional de hablarle a los propios jóvenes? ¿Acaso no les toca a ellos hablar
de su experiencia de jóvenes? ¿Acaso vengo a ofrecer lecciones de sabiduría,
como un anciano que conoce los peligros de la vida y le enseña a los jóvenes a
desconfiar y a quedarse tranquilos, dejando el mundo tal como está?
Lo que busco, como espero pueda
observarse, es lo contrario. Me dirijo a los jóvenes a propósito de lo que la
vida puede ofrecer, de las razones por las cuales debe necesariamente cambiarse
el mundo, razones que, por lo mismo, implican tomar riesgos.
Pero voy a comenzar bastante lejos,
por un episodio muy conocido relacionado con la filosofía: Sócrates, el padre de todos los filósofos, fue condenado a muerte
bajo el cargo de “corromper a la juventud”. La primerísima recepción
oficial de la filosofía tomó la forma de una acusación muy grave: el filósofo
corrompe a la juventud. Entonces, adoptando este punto de vista, diría
simplemente que mi objetivo es corromper a la juventud.
¿Pero qué quiere decir “corromper”, y
qué quiere decir en la mente de los jueces que condenaron a muerte a Sócrates
bajo el cargo de corromper a la juventud? No puede tratarse de
“corromper” en un sentido ligado al dinero. No se trata de un
“escándalo” en el sentido en que hoy en día hablan los diarios: unas personas
que se enriquecen utilizando su posición en tal o cual institución del Estado.
Sin lugar a dudas esto no es lo que los jueces le reprochan a Sócrates.
Recordemos que, por el contrario, uno de los reproches que Sócrates hacía a sus
rivales, conocidos como los sofistas, era precisamente que recibían un pago.
Sócrates, si se me permite decirlo, corrompía a la juventud de manera gratuita,
con lecciones revolucionarias, mientras que los sofistas recibían una generosa
retribución por las lecciones que ofrecían, que además eran lecciones de
oportunismo. Por ende, “corromper a la juventud”, en el sentido socrático, no
es para nada un asunto de dinero.
Tampoco se trata de corrupción moral, y menos aun de
esas aventuras más o menos sexuales de las que también hablan los diarios. Por
el contrario, en Sócrates puede verse, o en Platón cuando
transmite —¿o inventa?— el punto de vista de Sócrates, una concepción
particularmente sublime del amor, una concepción que no lo separa del sexo,
pero que lo va desprendiendo poco a poco de él en favor de una especie de
ascensión subjetiva. Desde luego, esta ascensión puede, e incluso debe,
iniciarse mediante el contacto con cuerpos bellos. Pero este contacto no se
reduce a la excitación sexual, pues es el punto de apoyo material de un acceso
a lo que Sócrates denomina la idea de lo Bello.
De tal forma, el amor es sin duda la creación de un nuevo pensamiento que brota
no solo de la sexualidad, sino de lo que podría llamarse el amor
sexuado-pensado. Y este amor-pensado es un componente de la construcción
intelectual y espiritual de uno mismo.
Al final, la corrupción de la
juventud por un filósofo no es cuestión ni de dinero, ni de placer. ¿Acaso se
tratará de una corrupción por el poder? Sexo, dinero, poder… Es una especie de
trilogía: la trilogía de la corrupción. Decir que Sócrates corrompe a la
juventud equivaldría a decir que aprovecha la seducción de sus palabras para
obtener cierto poder. El filósofo estaría utilizando a los jóvenes en pos de un
poder, de una autoridad. Los jóvenes estarían sirviendo a su ambición. Desde
esta perspectiva, habría corrupción de la juventud en el sentido de que se
estaría integrando su ingenuidad en algo que podría llamarse, siguiendo a Nietzsche, una voluntad de poder.
Pero yo diría, una vez más: ¡por el
contrario! Hay precisamente en Sócrates, visto por Platón, una denuncia muy
explícita del carácter corruptor del poder. Es el poder lo que
corrompe, y no la filosofía. Hay en Platón una violenta crítica
a la tiranía, al deseo de poder, a la cual no hay nada que agregar, que es de
cierto modo definitiva. Contiene incluso la convicción opuesta: lo que el
filósofo puede aportar a la política no es en absoluto la voluntad de poder,
sino el desinterés.
Así, llegamos a una concepción de la
filosofía por completo ajena a la ambición, a la lucha por el poder. Sobre este
tema, me gustaría citar un pasaje de la traducción un tanto particular que hice
de La República' de Platón. La portada presenta la siguiente información:
'“Alain Badiou” (nombre del autor) y, abajo, “La República de Platón” (título del
libro).1 De esta forma no se sabe quién escribió el libro. ¿Platón? ¿Badiou?
¿Tal vez Sócrates, de quien se dice nunca escribió nada? Reconozco que es un título orgulloso. Pero el resultado
es, quizá, un libro con más vida, más accesible para los jóvenes actuales que
una traducción estricta del texto de Platón.
Lo que voy a leerles se ubica en el
momento en que Platón se plantea la siguiente pregunta: ¿cuál es exactamente la relación entre poder y filosofía, entre
poder político y filosofía? Aquí uno puede darse cuenta de la
importancia que el autor le otorga al desinterés en política. Sócrates le habla
a dos interlocutores, dos jóvenes, precisamente, y aquí puede notarse que
seguimos en el mismo tema. En la versión original de Platón, son dos chicos, Glaucón y Adimanto. En mi versión, evidentemente más
moderna, hay un chico, Glaucón, y una chica, Amaranta. En la actualidad, cuando
se habla de los jóvenes, o a los jóvenes, lo menos que puede hacerse es incluir
a las chicas tanto como a los chicos. He aquí el diálogo:
SÓCRATES. Si encontramos,
para aquellos a los que les ha llegado el turno de asegurar una parte del
poder, una vida muy superior a la que les propone ese poder, entonces tendremos
la posibilidad de que exista una verdadera comunidad política. Porque solo
llegarán al poder aquellos para quienes la riqueza no es el dinero, sino lo que
la felicidad requiere: la verdadera vida, plena de ricos pensamientos. Si se
precipita a los asuntos públicos, en cambio, gente hambrienta de ventajas
personales, gente convencida de que el poder favorece siempre la existencia y
la extensión de la propiedad privada, no es posible ninguna comunidad política
verdadera. Esa gente se pelea con ferocidad por el poder, y esa guerra, en la
que se mezclan pasiones privadas y poderío público, destruye, junto con los
pretendientes a las funciones supremas, al país entero.
GLAUCÓN. ¡Repugnante
espectáculo! Sócrates. Pero dime, ¿conoces una vida capaz de engendrar el
desprecio al poder y al Estado?
AMARANTA. ¡Desde luego! ¡La
vida del verdadero filósofo, la vida de Sócrates!
SÓCRATES. (Encantado.) No
exageremos nada. Demos por sentado que no tienen que llegar al poder los que
están enamorados de él. En ese caso, tendríamos solo la guerra de los
pretendientes. He aquí por qué es necesario que se consagren a la guardia de la
comunidad política, por turno, todos los integrantes de esa inmensa masa de
gente a los que no dudo en declarar filósofos: gente desinteresada,
instintivamente instruida en lo que puede ser el servicio público, pero que
sabe que existen muchos otros honores que los que se obtienen en la
frecuentación de los despachos del Estado, y una vida sin duda preferible a la
de los dirigentes políticos.
AMARANTA. (En un murmuro.)
La verdadera vida.
SÓCRATES. La verdadera
vida. Que jamás está ausente. O jamás por completo.
Ahí está. La filosofía, el tema de la
filosofía, es la verdadera vida. ¿Qué es una vida verdadera? Esta
es la única pregunta del filósofo. Y, por ende, si es que hay corrupción de la
juventud, no es para nada en nombre del dinero, de los placeres o del poder,
sino para demostrar a la juventud que existe algo superior a todo eso: la
verdadera vida. Algo que vale la pena, por lo que vale la pena vivir, y que
deja muy atrás el dinero, los placeres y el poder.
La “verdadera vida”, recordémoslo, es
una expresión de Rimbaud. He aquí a un verdadero
poeta de la juventud, Rimbaud. Alguien que hace poesía a partir de su
experiencia total de la vida que comienza. Es él quien, en un momento de
desesperanza, escribe de manera desgarradora: “La verdadera vida está ausente”.
Lo que la filosofía nos enseña, o en
todo caso trata de enseñarnos, es que si bien la verdadera vida no siempre está
presente, nunca está completamente ausente. Que la verdadera vida está por lo
menos un poco presente es lo que busca demostrar la filosofía. Y esta corrompe
a la juventud en el sentido de que intenta demostrarle que existe una falsa
vida, una vida destrozada, que es la vida pensada y practicada como una lucha feroz por el poder, por el dinero. Una vida reducida,
por todos los medios, a la pura y simple satisfacción de las pulsiones
inmediatas.
En el fondo, dice Sócrates, y por el
momento no hago más que seguirlo, hay que luchar por conquistar la verdadera
vida contra todos los prejuicios, las ideas preconcebidas, la obediencia ciega,
las costumbres injustificadas, la competencia ilimitada.
Fundamentalmente, corromper a los jóvenes quiere decir una sola
cosa: intentar que no entren en los caminos ya trazados, que no se
consagren simplemente a obedecer las costumbres de la ciudad, que puedan
inventar algo, proponer otra orientación en lo que concierne a la verdadera
vida.
Por último, pienso que el punto de
partida es la convicción de Sócrates de que la juventud tiene dos enemigos internos. Son estos enemigos internos quienes
la conminan a alejarse de la verdadera vida, a no reconocer en sí misma la
posibilidad de la verdadera vida.
El primer enemigo es lo que podría
llamarse la pasión por la vida inmediata, por el juego, por el placer, por el
instante, por una melodía, por una aventura, por una fumada de mariguana, por un juego idiota. Todo esto
existe y Sócrates no pretende negarlo. Pero cuando todo esto se acumula, cuando
es llevado al extremo, cuando esta pasión organiza la vida día a día, una vida
suspendida en la inmediatez del tiempo, una vida en que el futuro es invisible
o, en todo caso, totalmente oscuro, entonces se alcanza una forma de nihilismo,
una forma de concebir la existencia sin ningún sentido unificado. Una vida
desprovista de significado y, por ende, incapaz de durar como una vida
verdadera. Lo que se denomina “vida” se convierte entonces en un tiempo
dividido en instantes más o menos buenos, más o menos malos, de modo que, a fin
de cuentas, lo único que puede esperarse de la vida es tener la mayor cantidad
posible de instantes más o menos aceptables.
Definitivamente, esta concepción
disloca la idea de la vida misma, la dispersa, y por ello esta visión de la
vida es también una visión de la muerte. Es una idea profunda, presentada con
mucha claridad por Platón: cuando la vida queda sometida a
la inmediatez temporal, se disloca a sí misma, se esparce, deja de
reconocerse, deja de estar ligada a un sentido sólido. Recurriendo al lenguaje
de Freud y el psicoanálisis, en torno al cual Platón
suele adelantarse en varios puntos, podría decirse que esta visión de la vida
ocurre cuando la pulsión de vida está secretamente habitada por la pulsión de
muerte. De manera inconsciente, la muerte se apodera de la vida
descomponiéndola, arrancándola de su posible significado. Este sería el primer
enemigo íntimo de la juventud, que inevitablemente atraviesa por esta
experiencia. La juventud debe pasar por la violenta experiencia del poder
mortal de lo inmediato. El propósito de la filosofía no es negar esta
experiencia viva de la muerte interna, sino superarla.
Por otro lado, la segunda amenaza
interna para un joven es aparentemente lo contrario. A saber, la pasión por el éxito, la idea de convertirse en alguien rico,
poderoso, con una buena posición. No ya la idea de consumirse en la
vida inmediata sino, por el contrario, de hallar un buen lugar en el orden
social existente. La vida se convierte entonces en una suma de ardides para
encontrar una buena posición, sin importar que, con tal de lograrlo, uno deba
someterse mejor que todos al orden existente. No es el régimen de la
satisfacción inmediata del gozo, sino el régimen del proyecto bien construido,
bien eficaz. Se comienza a estudiar desde el jardín de infancia y se
continúa en los mejores colegios, elegidos con todo cuidado. Se asiste, en
particular, a Henri IV, o a Louis-le-Grand, donde, por lo demás, concluí mis
estudios. Y se prosigue, cuando se puede, en este camino: las grandes universidades,
los consejos de administración, las altas finanzas, los poderosos medios de
comunicación, los ministerios, las cámaras de comercio, empresas startup
cotizadas en miles de millones en la bolsa…
En el fondo, cuando se es joven, uno
está expuesto, a menudo sin saberlo claramente, a dos posibles orientaciones de
la existencia, en ocasiones mezcladas y contradictorias. Estas dos tentaciones
podrían resumirse así: o bien la pasión de quemar la
vida, o bien la pasión de construirla. Quemarla equivale al culto
nihilista de lo inmediato. Esto bien podría ser el culto de la revuelta pura,
de la insurrección, de la insumisión, de la rebelión, de nuevas formas de vida
colectiva resplandecientes y breves, como la ocupación de plazas públicas
durante unas cuantas semanas. Pero, como podrá notarse, nada de esto tiene un
efecto duradero, no hay construcción, no hay un control organizado del
tiempo. Se avanza bajo el lema 'no future'. Y si, por el
contrario, la vida se orienta hacia la plenitud del futuro, el éxito, el
dinero, la posición social, el oficio rentable, la familia tranquila, las
vacaciones en las islas del Sur, ello da por resultado un culto conservador de
los poderes existentes, pues es de acuerdo con ellos como uno va a establecer
su vida en las mejores condiciones posibles.
Estas son las dos posibilidades
siempre presentes en el sencillo hecho de ser joven, de tener que comenzar y,
por ende, orientar la existencia propia. Quemar o construir.
O ambas cosas, aunque esto no sería fácil, pues implicaría construir el fuego,
y el fuego quema y relumbra, el fuego brilla, calienta e ilumina momentos de la
existencia. Sin embargo, es destructor, más que constructor.
Es porque existen estas dos pasiones que hay juicios tan opuestos sobre
la juventud, y no solo en la actualidad, sino desde hace mucho. Juicios muy
contrapuestos que van desde la idea de que la juventud es un momento
maravilloso hasta la idea de que la juventud es un momento terrible de la
existencia.
(El Confidencial / 18-6-2017)
(El Confidencial / 18-6-2017)
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