El científico, explorador y humanista alumbró la idea de que la
naturaleza es un todo del que formamos parte. Su legado cobra pleno sentido cuando
se conmemoran 250 años de su nacimiento.
Humboldt no era nada corriente. Desde luego. “El
hombre más grande desde el diluvio”, lo definió, poniéndose algo estupendo, el
rey Federico IV de Prusia. Observas la larga (89 años) y prolífica vida del
sabio prusiano Alexander von Humboldt —el 250º aniversario de cuyo
nacimiento se cumplió el pasado día 14—, sus viajes, sus exploraciones, sus
aventuras, sus relaciones con los grandes personajes de su tiempo, sus
actitudes, sus teorías; te asomas a sus escritos y a lo que otros han escrito
de él, y no puedes sino asombrarte de lo que hizo y de lo que pensó, con tanta
intensidad, y de cómo se adelantó en tantas cosas a su época —la naturaleza
como un todo interactivo, conectado y como un organismo vivo, el cambio
climático, la idea de especie clave, incluso el nature writing—, marca distintiva
de los verdaderos genios. Se ha dicho que plantó las semillas de nuestro mundo
y, tan amante de las plantas, sin duda no le disgustaría la imagen. En este Año
Humboldt se le está recordando y reivindicando; se le dedican libros,
exposiciones, conferencias, conciertos e incluso un musical. Entre lo que más
se valora ahora de su legado está, además de su visión holística, el que hace
ya dos siglos advirtiera el cambio climático provocado por el ser humano y alertara
sobre el fenómeno. Se dio cuenta en Venezuela, en el lago de Valencia o
Tacarigua, de cómo la deforestación provocada por los europeos alteraba la
climatología y provocaba catástrofes. La humanidad estaba cambiando el clima.
Fue un ecologista avant la lettre, con actitudes
insólitas para su tiempo. También era un adelantado del trabajo en red, como
decimos nosotros: no tenía Internet, claro, pero se mantenía al día de todos
los descubrimientos y debates científicos mediante un uso increíble de la
correspondencia y de los contactos internacionales con otros científicos de su
época. Creía en el flujo libre de ideas e informaciones y en que no había
fronteras para la ciencia, incluso entre países en guerra.
Personaje fáustico,
sediento de conocimientos, estudioso interdisciplinar de todo, de los volcanes
a los insectos y las orquídeas; capaz de extasiarse con un basalto y con el ala
de una mariposa, y de jugarse el tipo por una observación termométrica,
Humboldt (Tegel, cerca de Berlín, 1769-Berlín, 1859) es casi inabordable en su
totalidad, en su plenitud, como lo es la naturaleza cuyas fuerzas intentó
descubrir y medir echándole un pulso ciclópeo. Daba sentido mayúsculo a la
palabra “polímata” (persona con grandes conocimientos en materias científicas y
humanísticas). Juntaba el empirismo y la subjetividad, la razón y el
sentimiento, las ciencias y las letras, en una mezcla que era deudora del
romanticismo alemán y del idealismo de Kant (las leyes de la naturaleza solo
existen porque nuestra mente las interpreta) y que hoy resulta muy seductora:
la necesidad de la imaginación y el sentimiento en el conocimiento, la
capacidad de ver la naturaleza con la cabeza y con el corazón. “El mundo físico
se refleja en lo más íntimo de nuestro ser con toda su verdad viviente”,
escribió. También era capaz de un pragmatismo exacerbado: era un obseso de las
mediciones y los instrumentos de precisión, y hablando de los otomacos de las orillas
del Orinoco que describe como comedores de tierra apunta que sería “muy
importante analizar los excrementos de hombres y animales que usan tal
alimento”. Su afán por la experimentación tenía asimismo (era la época) un
punto a lo Frankenstein: cuando se enteró de que a una pareja la había matado
un rayo, adquirió los cadáveres y los diseccionó, observando que el peor daño
lo habían sufrido en los genitales. “No puedo vivir sin experimentos”, decía.
Su principal método era la comparación, y el eje de su pensamiento, el concepto
de sistema.
En las expediciones
por Sudamérica recolectó 2.000 especies de plantas y revolucionó la cartografía
Era un tipo que
trataba de tú a tú con Goethe, al que deslumbró; que inspiró a Darwin; que influyó personalmente en
Simón Bolívar y al que Napoleón envidiaba (y odiaba; hay una escena maravillosa
de su primer encuentro en la que el corso trata de ningunearlo: “¿Le interesa
la botánica? Ya, mi mujer también se dedica a ella”). Intimó con reyes y
presidentes de EE UU —fue amigo de Jefferson— sin perder el sentido
común. Lord Byron lo menciona en sus versos y
Julio Verne le hizo homenajes en sus novelas: no es el menor que en la
biblioteca del capitán Nemo en el Nautilus estuvieran las obras completas de
Humboldt. Darwin, que lo conoció en Londres en 1842, le consideraba el mayor
viajero científico y afirmaba que embarcó en el Beagle tras su estela.
Existe un
verdadero planeta Humboldt como existe
un planeta Shakespeare y cualquier intento de
cartografiarlo en extensión parece condenado al fracaso. ¿Quién era Humboldt?
Lo vemos en estatuas, en cuadros, en grabados. Tiene siempre, incluso en el
mármol, un aspecto relajado y un semblante —era un hombre atractivo— que,
además de una cierta paz de espíritu, arroja una sensación de felicidad. Borracho
de amor a las ciencias, lo describió alguien. No era una persona atormentada,
aunque sí una mente inquieta, un individuo empujado por una de las más notables
virtudes humanas: la curiosidad. Todo le interesaba, de todo hablaba y
discutía. Un contemporáneo le recuerda en una cena explicando cosas sobre las
cabezas reducidas, pero cuando se despistó un momento para coger la sal, Humboldt
ya había pasado a la escritura cuneiforme de los asirios. Era también valeroso,
como atestiguan sus exploraciones, dignas de un Fawcett y un Indiana Jones, y
el que no dudara en meterse en una campana submarina para descender al fondo
del Támesis.
Alexander Humboldt
nació en el seno de una familia de la pequeña nobleza prusiana imbuida de los
valores de la Ilustración. Tuvo preceptores privados y estudió en las grandes
universidades de su país geografía, meteorología, botánica, astronomía e
ingeniería. Parecía destinado a una carrera como funcionario del Estado y de
hecho trabajó de inspector de minas, pero el contacto con personajes como el
naturalista del capitán James Cook, el gran Joseph
Banks —con el que desarrolló una intensa amistad (luego conocería también al
explorador Louis Antoine de Bougainville)—, propulsó su vocación de explorador
científico y su pasión por los viajes. En 1798, tras desbaratársele otros
planes, se plantó en Madrid y logró que Carlos IV le autorizara a viajar con
enorme libertad a las colonias de Sudamérica. Eso marcó su destino. En los
cinco años de expediciones (1779-1804) en el continente americano, en las que
recolectó 2.000 especies nuevas de plantas para la ciencia y revolucionó la
cartografía, Humboldt descubrió cómo todas las fuerzas de la naturaleza están
entrelazadas y entretejidas. De camino subió al Teide. Las montañas y los
volcanes le llamaban como si fuera un Lérmontov de
la ciencia. Le cautivaron en Venezuela los Llanos y el Orinoco —por no hablar
de lo que puede entusiasmar a un alemán un papagayo—, aunque su epifanía y su
nirvana científico le llegaron sobre todo en los Andes, en la ascensión en 1802
al Chimborazo, un volcán en el actual Ecuador que entonces
se creía que era la montaña más alta del mundo (6.400 metros). No llegó a la
cumbre, pero aun así subió a más altitud (5.917 metros) de lo que lo había
hecho antes nadie. Y, sobre todo, observando la montaña, comparándola con los
Alpes que había recorrido, viendo cómo se distribuían la flora y las
formaciones rocosas en ella, de la base a la cima, de la vegetación tropical a
los líquenes, entendió el entrelazamiento de la naturaleza y su unidad
esencial, el secreto de la vida. Plasmó esa idea de totalidad en su Naturgemälde, una representación que incluía junto a la
pintura precisa de todas las especies los datos, con tablas y estadísticas, de
a qué altura exacta y en qué lugar se encontraban.
Posteriormente
viajaría ocho meses por Rusia y Siberia, más de 15.000 kilómetros, hasta la
frontera china, escoltado por cosacos. Al final de su vida residía en un
apartamento en Berlín con un camaleón y un globo terráqueo, añadiendo volúmenes
a su obra magna y en parte póstuma, Cosmos (1845-1862),
y tratando de administrar una correspondencia monstruosa que ríete tú de
Facebook y Twitter.
La forma más cómoda
hoy de acercarse a Humboldt es desde alguno de los magníficos libros recientes
que se han escrito sobre él: La invención de la naturaleza, de Andrea Wulf (Taurus,
2016), o Alexander von Humboldt, el anhelo por lo desconocido, de
Maren Meinhardt (Turner, 2018). Wulf, gran abanderada de la significación
ecologista de Humboldt, destaca la plena actualidad de la idea del naturalista
de que las cuestiones sociales, económicas y políticas están estrechamente
relacionadas con los problemas medioambientales. En todo caso, para captar a
Humboldt no hay nada como zambullirse en sus escritos, escucharle
directamente. Cuadros de la naturaleza, por
ejemplo (Los Libros de la Catarata, 2003). Era su libro que más amaba y uno de
los más leídos. Es difícil describirlo, Humboldt desbordaba los límites de lo
establecido cuando exploraba, pero también cuando escribía. En este caso creó
un género nuevo en el que se mezclaban los datos e informaciones científicos
con una forma de escribir, un estilo, increíblemente vivaz y rebosante de
lirismo. “Los bosques y los montes resuenan con el fragor de los saltos de
agua, los rugidos del jaguar y los aullidos sordos del mono barbudo, presagio
de la lluvia”.
En los Cuadros te das cuenta de la increíble variedad de
intereses de Humboldt y su capacidad para interrelacionar cosas y lugares,
utilizando el método de la geografía comparada. Aparecen en el libro las
estepas y desiertos de todo el mundo, la flora de América y la de Asia, los
rebaños, las palmeras, la fosforescencia en el mar, los brezos, los
petroglifos, la corriente del Golfo o las tradiciones de Samotracia.
En la sección De la vida nocturna de los animales en las selvas del Nuevo Mundo explica
cómo oían en la noche, en la confluencia del Casiquiaro con el Orinoco, el
grito de los “abigarrados jaguares”. Cómo se les acercaban los cocodrilos y los
delfines de agua dulce que pasaban formando grandes manadas. Y los monos.
Mientras, “ceñida la cola al tronco de algún árbol y arrollada sobre sí misma
se mantiene la boa tragavenados emboscada en la orilla, segura de su presa”.
Humboldt nos mete con él en la selva, nos hace vivir su aventura y la remata
así: “Todo anuncia un mundo de fuerzas orgánicas en movimiento. En cada
matorral, en la corteza agrietada de los árboles, en la tierra que cavan los
himenópteros, la vida se agita y se hace oír como una de las mil voces que
envía la naturaleza al alma piadosa y sensible del hombre”. Parece que
escuches, dos siglos antes, a Félix Rodríguez de la Fuente o a David Attenborough.
¿Qué ha pasado con
Humboldt? ¿Por qué es menos recordado que otros grandes personajes? El dominio
de la cultura anglosajona en nuestro mundo es un motivo; otro, la tendencia a
la especialización en la ciencia, sin olvidar el sentimiento antialemán que ha
dominado en buena parte del siglo XX, no sin razón. El historiador de la
ciencia, físico y académico José Manuel Sánchez Ron cree interesante poner un
sano contrapunto en estos días de elevación de Humboldt. “Su legado abruma”,
reflexiona, “es un hombre de saber universal o, mejor aún, de ambiciones
universales, pero como teórico no es un Newton, un Darwin, un Maxwell o un
Einstein. No creo que fuera muy consciente de lo que se desprendía de sus ideas
holísticas sobre la naturaleza. Era por encima de todo una extraordinaria
mezcla de explorador científico empírico y recolector de datos, pero no hace
avanzar significativamente la ciencia como los que he citado. Tenía una forma
de enfrentarse a la vida y a la historia deslumbrante, eso sí, y de su
increíble ambición de conocimiento da fe Cosmos”.
Humboldt tenía,
como todos, sus aspectos oscuros. Se declaró contra la esclavitud, lo que es un
puntazo a su favor, pero en sus escritos encuentras algunas descalificaciones
de los indios. De varias tribus amazónicas dice que “son la hez de la especie
humana” y de otras señala su “salvajismo animal”. Como persona, su biógrafa Andrea Wulf señala que no
es alguien a quien tendrías por amigo (imagino que a no ser que fueras Goethe).
Sánchez Ron añade que le parece simpático “para ser un noble prusiano”. Era en
general intransigente con los que no estaban a la altura de su genio (que somos
la mayoría). Tenía una lengua bastante viperina. En el terreno de los afectos
personales, nunca se casó ni se le conocieron relaciones con mujeres. Sí las
tuvo, a veces obsesivas, con hombres, y entre sus probables amantes se cuentan
el atractivo aristócrata Carlos Montúfar, el científico francés François Arago
y el físico, químico y aeróstata Louis Joseph Gay-Lussac. Tradicionalmente se
ha querido ver a Humboldt como asexual, algo que debía parecer más acorde con
la figura de un gran personaje prusiano. Humboldt murió siendo uno de los
hombres más conocidos y valorados del mundo. Numerosos lugares y especies
llevan su nombre (incluido un pingüino), por no hablar de la bahía y, claro, la
corriente de Humboldt…
(EL PAÍS España/ 22-10-2019)
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