(Diario de Seymour / 2)
Esta
tarde no conseguimos el permiso inmediatamente después de la retreta, porque
alguien dejó caer el rifle mientras el general británico de visita pasaba
revista. Perdí el de la 5.52 y llegué una hora tarde a la cita con Muriel.
Comida en el Lun Far, en la Cincuenta y ocho. M. irritable y llorosa durante la
comida, auténticamente perturbada y dolida. Su madre cree que tengo una
personalidad esquizoide. Parece que le habló de mí a su psicoanalista y él está
de acuerdo con ella. La señora Fedder le pidió a Muriel que averiguara
discretamente si en la familia no ha habido locos. Sospecho que Muriel tuvo el
candor suficiente para contarle de dónde salen las cicatrices que tengo en las muñecas,
pobre tesoro. Pero por lo que dice M., a su madre esto no le molesta tanto como
otro par de cosas. Otras tres cosas. Una, me distancio y no consigo establecer
contacto con la gente. Dos, parece que algo no anda bien en mí porque no he
seducido a Muriel. Tres, evidentemente la señora Fedder se ha pasado días
enteros obsesionada por la observación que hice una noche de que me gustaría
ser un gato muerto. La semana me preguntó en la cena qué pensaba hacer cuando
saliera del ejército. ¿Pensaba volver a la enseñanza en la misma facultad?
¿Volvería simplemente a enseñar? ¿Estudiaría la posibilidad de volver a la
radio, posiblemente como “comentarista” de algún tipo? Le contesté que tenía la
impresión de que la guerra podía seguir siempre, y que sólo estaba seguro que
si alguna vez volvía la paz me gustaría ser un gato muerto. La señora Fedder pensó
que estaba haciendo alguna broma disparatada. Una broma sofisticada. Según
Muriel, cree que soy muy sofisticado. Pensó que mi comentario, totalmente
serio, era el tipo de broma que hay que acoger con una carcajada ligera,
musical. Supongo que al reírse ella yo me distraje un poco y me olvidé de
explicárselo. Anoche le conté a Muriel que en el budismo zen le preguntaron una
vez a un maestro cuál era la cosa más valiosa del mundo, y el maestro contestó
que un gato muerto, porque nadie podía ponerle precio. M. quedó aliviada, pero
vi que apenas podía esperar a llegar a su casa para garantizar a su madre la
inocuidad de mi observación. Vino conmigo a la estación en el taxi. Qué dulce
estaba, y de mucho mejo humor. Trataba de enseñarme a sonreír, estirándome los
músculos de alrededor de la boca con los dedos. Qué hermoso es verla reír. Ah,
Dios, soy tan feliz con ella. Si por lo menos ella pudiera ser más feliz
conmigo. A veces la divierto, y me parece que le gustan mi cara y mis manos y
mi nuca, y le da una gran satisfacción decir a sus amigos que está comprometida
con el Billy Black que estuvo años en Los
niños sabios. Y
creo que en general siente una inclinación ambigua, maternal y sexual, hacía
mí. Pero en conjunto no la hago feliz. Oh, Dios, ayúdame. Mi único consuelo
terrible es que mi querida siente un amor inquebrantable, sin fisuras, por la
institución del matrimonio en sí mismo. Tiene un verdadero apremio en jugar a la
mamá permanentemente. Sus objetivos matrimoniales son tan absurdos y
conmovedores… Quiere ponerse bien morena y acercarse al mostrador de la recepción
de un hotel muy elegante y preguntar si su marido no ha recogido aun la
correspondencia. Quiere salir a comprar cortinas. Quiere salir a comprar
vestidos premamá. Quiere irse de la casa de su madre, lo sepa o no, y a pesar
de su afecto por ella. Quiere tener hijos, hijos guapos, con sus rasgos, no los
míos. Tengo también la impresión de que quiere tener sus propios adornos del
árbol de Navidad, no los de su madre, para sacarlos todos los años de sus
cajas.
Hoy
ha llegado una carta muy divertida Buddy, escrita justo después de salir de las
cocinas del ejército. Pienso en él mientras escribo sobre Muriel. La despreciaría
por los motivos por los que quiere casarse que he explicado. Pero ¿son desdeñables?
En cierto modo deben de serlo, pero a mí me parecen tan humanos y hermosos que
no puedo pensar en ellos aun ahora en que escribo esto, sin sentirme profunda,
hondamente conmovido. Buddy desaprobaría también a la madre de Muriel. Es una
mujer irritante, empecinada en sus opiniones, un tipo que Buddy no soporta. No
creo que la viera como es. Una persona desprovista, de por vida, de toda
comprensión o gusto por la principal corriente de poesía que fluye en las
cosas, en todas las cosas. Podría estar muerta, y sin embargo sigue viviendo,
deteniéndose en los almacenes finos, viendo a su psicoanalista, consumiendo una
novela por noche, poniéndose la faja, conspirando contra la salud y la prosperida
de Muriel. La quiero. La encuentro increíblemente valerosa.
Toda
la compañía está acuartelada esta noche. Hice cola una hora entera para poder
usar el teléfono de la Sala de Recreo. Muriel parecía más bien aliviada de que
yo no pudiera ir esta noche, lo cual me divierte y me encanta. Otra chisa, si
quisiera de veras estar una noche libre de la presencia de su novio, daría por
teléfono todas las muestras de pesar. M. exclamó sólo “Ah”, cuando se lo dije.
Cómo adoro su simplicidad, su terrible honestidad. Cómo confío en ella.
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