La pulpería
(8)
Paró y echó mano a la
pistola. Descubría por la puerta el asomo de unas cuantas cabezas.
-¡Para dentro, caracho!
Quedó un momento cabeceando.
Y continuó:
-Bueno, pomgamé atención:
la orden es que usté haga entrar, sin que nadie, entiendamé, ni los dependientes,
paren la oreja, a un soldado que voy a dejarles de Imaginaria. Y que lo esconda
como si fuera enchapado en oro y plata. Y, así, novedá que usté pesque, me le
pasa el dato, y él procederá según las órdenes que tiene. Ya sabe que usté es
responsable. Y debe saber, también, que el Comisario anda con una calentura como
para que se haga pororó el que lo toque; y que jura y perjura que no está
dispuesto a permitir que pase lo de otras veces, que el vecindario y los
pulperos agarren la tutoría del malevaje.
El pulpero se puso
colorado y, en seguida, con la palidez del muerto. Pero de falso que hasta con
él mismo era, pues nunca, nunca fue capaz de hacer ni una sola vez lo de todito
el mundo, siempre…
-Esté -tartamudeó- esté…
Ni el fugaz albor ni la demudación
tan intensa que lo siguió fueron advertidos. El Sargento Cuervo no estaba para
eso. Llegado a la parte de las instrucciones que el Comisario le impartió para
el propietario de “La Flor del Día”, se le despertó la vanidad. Ratos antes, en
la Comisaría, se había quedado pasmado al apreciar hasta dónde puede llegar una
inteligencia. Y, ahora, deseó hacer pasar aquellas sagacidades como recién
nacidas en su cabeza.
-Usté me retira de los
estantes las cajas de munición. Hasta las de cartuchos de chumbo, ¡ojo!,
porque, aunque no son material de guerra, viene un bruto que no entiende nada
de nada y, de bagual, chapa una escopeta y, si lo agarra de cerca a un militar
como nosotros, le hace un boquete que… ¡bueno! Y si le tira de lejos, con lezna
tienen tienen que pasarse las horas en la Comisaría sacándole los perdigones.
Ya sabe, esconda todo como debajo de tierra; y sea quien sea el comprador, usté
le contesta derecho que no le quedan ni las cásulas. Ahora, atiéndame bien, y
haga de cuenta que lo que le digo se lo entrego escrito en una piedra.
El pulpero adelantó un
paso para escuchar mejor. El Sargento continuó:
-Si usté observa que le
llega alguno muy mansito y hace su pedido con exageración, paselé el dato al
Imaginaria. ¿nunca lleva más de un quilo o quilo y medio de yerba y ahora se le
descuelga con una arroba? Al Imaginaria. ¿Nunca pide más de dos o tres paquetes
de tabaco o una miseria de peluquilla y ahora le sale comprando como pa ponerle
a usté una sucursal…? Al Imaginaria. Y la sal, sobre todo, ¿eh? Vigíleme el
despacho de sal. Que ahora, hasta a los que andan a monte ya se les hace cuesta
arriba revolver el asado en las cenizas.
-¡Tiene razón! No había
caído en la cuenta… ¡pero es claro!
-Al que le pida un
despropósito de sal, fileemeló bien, si no es cliente; sonsaquelé el nombre,
que es fácil… Y al Imaginaria, en seguida. Esto ya no es sospecha, es una
claridá que esa sal va a parar a yo sé cuáles maletas que deben estar rondando
cerca.
La imaginación del
pulpero, ajetreada en idas y venidas, ahora estaba clavada en el centro de
tremendo estupor. Y de allí, los ojos dilatados de admiración, él consiguió
salir, diciendo:
-¡Pucha que hay que tener
marote! ¡Sargento, lo que usté dice es soberbio!
El Sargento Segundo
retrocedió dos pasos a fin de facilitar la contemplación, feliz de sentirse
como estatua de plaza, de mirado de arriba abajo.
-Y… sin eso… ¡no hay
Autoridá!
-¡La fresca! ¡Qué cabeza!
-le daba hasta por el cuello, en gratas ráfagas-. Y eso de la sal… ¡Pero es
claro! Después que a uno se lo dicen. ¡Seguro! Eso de tener todavía en esta
época el asado en las cenizas… ¡Pero, pero eso es divino!
El Sargento Segundo
Cuervo esperó, siempre callado, haciendo así comodidad para que el pulpero
siguiera hasta que se cansara. Y cuando este calló, él, sin ganas ningunas,
recobró los dos pasos y le dijo:
-Bueno, don, esto está
muy lindo; pero usté se hará cargo, yo tengo que cumplir con mi deber.
Cualquier cosa de las que le expliqué se produce, y ya usté me le está pasando
el dato al Imaginaria, que es ese sin carabina, el de la panza salida, al que
todavía, como usté ve, no se le ha podido agenciar un uniforme completo.
Seguido por el pulpero,
que recién se había dado cuenta de la presencia del piquete marcial, se
adelantó hacia la enramada. Casi al lado de un grupo de cabalgaduras, y al
cobijo del solazo, los cinco milicos -cuatro de ellos en bandolera la carabina-
permanecían montados. Uno era el Recluta Carpincho.
-¡A ver, vos; echá pie a
tierra, maneá ese malacara, que es nerevioso, y te me ponés a las órdenes del
señor!
El que con algún desacomodo
descabalgó al punto, tenía hasta los ojos el quepis, al cual no seguía la
correspondiente chaquetilla sino un saco de particular tan rabón que dejaba ver
en todo su contorno al cinturón, del cual pendían una canana vacía y el sable
de vaina abollada y ferrugienta. De reglamento, sí, eran las bombachas y las
botas.
-¡Maneá de una vez, te
digo!
Estaba siendo bastante
estorbado por su arreo militar, el Recluta. Su total falta de costumbre hacía
que el sable se le metiera por delante al agacharse y pretender ceñir la manea
a su malacara. Se incorporó, al fin, soplándole las cejas, y se cuadró, bien
atrás la cabeza.
-Obedecelo al señor como
un jefe. Y si él te da algún aviso para la Comisaría, te vas, pero muy derecho,
sin contestarle a nadie ni a su “Buen día”.
Prominente el vientre por
el rígido erguimiento, el Recluta era todo oídos.
-No te preocupés si deshacés
el malacara. Tené entendido que nadie te lo va a echar en cara. Ahora no es
cuestión de eso sino de llegar como luz. Cuanto más ligero estés, más te vas a
lucir, tenelo presente.
El Sargento Segundo
Cuervo estribó y quedó en seguida hecho monumento. Y adrede permaneció un
momento así.
-¡Hasta más ver! -se
despidió cuando decidió encabezar la marcha. Y tomó al trote y, en seguida, al
galope.
Los soldados Comadreja,
Cigüeña, Guazubirá, Cuzco Bayo, recién se movieron cuando el superior iba ya a
media cuadra. Es que la idea de lo lindo que ante sus copas estarían los del
mostrador los había absorbido completamente.
También quedó un momento
inmóvil el pulpero. Luego, le hizo la señal al Recluta de que se dirigiera
hacia atrás de la casa y allí lo esperara. Y entró a su comercio.
Un silencio tan tenso,
tan tenso lo recibió, que hasta bien pudo escucharse el rumor de sus zapatillas.
-¡Con permiso! ¡Con
permiso! ¡Con permiso!
Mientras se abría paso,
al Vizcacha lo embargaba una sensación que no sabía de dónde le venía, pero que
obligaba a perder terreno a la imagen del Sargento para dejarle reinante nada
más que una de las cosas que este le revelara.
De pronto, riéndose solo,
se dijo en lo íntimo.
-¡Sí, esa casa sin Don Peludo
al frente, se va barranca abajo!
No advirtió en ese
placentero ensimismamiento que todas las miradas se le afirmaban e iban acercándole
los respectivos cuerpos. De rodeado con ansias, era ahora él como carozo en
sendero de hormigas.
-¡Qué esperanza,
caballeros! -marchaba respondiendo a diestra y siniestra y hacia su
retaguardia, también-. Completamente nada ha pasado, que yo sepa. El Segundo
Cuervo anda de recorrida, no más. Y como somos hermanos… ¡No, qué esperanza!
Demoramos hablando de cosas, solito…
Pero ni por los más en
tranca fueron aceptadas esas palabras.
Y sucedió lo de siempre
en casos semejantes desde que el mundo es mundo. Tal como en la noche van y
vienen y se borran y vuelven a presentarse los bichos de luz, así los nombres
del Peludo, de Don Juan y hasta el de la Mulita en seguida estuvieron en el
aire.
No hay comentarios:
Publicar un comentario