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“¡LEVÁNTENSE!
AUN DESPUÉS DE QUE
SE
DERRAME LA SANGRE”, DICE LA CONQUISTA,
NUESTRA
SEÑORA DE LOS CONQUISTADOS
Masacre
de los soñadores:
La
Madre Maíz (3)
Si
con el tiempo la perdiéramos, la volveríamos a imaginar
¿Saben que los sueños nocturnos a veces parecen ofrecer
información deslumbrante? Sí. Nos pasa a todos. Cuando hemos estado viajando o
pensando, aprendiendo o leyendo durante el día, de repente nuestros sueños
nocturnos parecen más vívidos de lo usual. Es como si nuestro inconsciente
escogiera algún detallito en el que hemos estado pensando o viendo con la
imaginación, y entonces el alma nos sueña el panorama más amplio, no para que
podamos con exactitud “saber” algo más allá de lo obvio, sino para recordar
algo importante para el alma; a veces el alma de un ser amado; a veces las almas
de una familia o tribu; a veces, quizás, el alma del mundo.
Algo así me ocurrió mientras manejaba por la Carretera Panamericana desde
Denver, Colorado, hasta la punta de la selva del Darién, en Panamá:
Había manejado mucho, deteniéndome, quedándome, prosiguiendo
mi camino. En realidad me estaba sintiendo muy triste de escuchar por semanas
tantas viejas historias con un trasfondo profundo acerca de una muerte grotesca
a manos de los conquistadores y
de los que vinieron con ellos y después para esclavizar y ocupar.
Así que, una noche, durmiendo justo a la orilla de los
maizales en las afueras de Cholula, maizales que olían tan vívidamente verdes, soñé
con el otro nombre de Xilonen, la Madre Maíz.
No sé si en realidad este era un nombre antiguo que el
sueño intencionado tradujo al español o un nuevo nombre que llegó a la tierra,
o un nombre abstracto al azar. Soñé que la Gran Mujer, Madre Maíz, también se llamaba Las Sedas, que
significaría algo así como “Cabello Sedoso…”.
En mi sueño, vi cómo Las Sedas envolvía con delicadeza su hermoso pelo
dorado y húmedo rodeando por completo cada cilindro de maíz dentro de sus hojas
verdes. Entendí en el sueño que su pelo de maíz sedoso era balsámico para los
tiernos granos, protegiéndolos. Ella mantenía los granos justo a la temperatura
correcta para que pudieran crecer, en lugar de quemarse por completo bajo el
sol ardiente.
Las Sedas, dulce madre sin duda para las formas más pequeñas de vida.
Una madre tierna que usaba su pelo sedoso para confortar y proteger lo jugoso,
lo que crece, lo inocente, las frutas que aun no están listas, así como
aquellas listas para la cosecha nutritiva.
En un momento de lucidez en el sueño pensé, Es justo como allá en casa. Allá donde crecí, un viejo
y entrecano granjero con camioneta dejaba que los niños corriéramos por sus
altos maizales. Pero nos advertía a los pilluelos que no peláramos las hojas de
las mazorcas o eso dañaría a las de la planta.
En mi sueño pude mirar hacia atrás en el tiempo a los
maizales de mi niñez: tallos de maíz con sus abriguitos verdes revestidos de
seda amarilla para evitar que los quemara el sol, pues esta era su única
protección para no transformarse, de dulces y tiernos, en secos y muertos.
Pero después, en mi sueño, vi a la dulce Xilonen, no tan
dulce, no tan fácil de mirar, sino que, en sus ojos, había cierta combinación
de amor y ferocidad ardiente.
Ella extendía su mano para mostrarme algo. “Acércate.” En
su palma había terrible belleza, un grano de maíz dorado que goteaba brillante
sangre roja.
Podía sentir cómo mi corazón saltaba de dolor, de
emoción, ambos. Comencé a entender esto: de alguna manera, aunque enormes
maizales se destruyeran en los incendios de la Conquista, incluidos los granos
de seres vivos que eran humanos y animales, incluidos los granos que eran
plantas y flores, aunque todos ellos fueron destruidos, mientras quedara un
grano final de maíz, ese último grano sería nutrido por la sangre misma de la
gente injustamente segada.
Este último grano de maíz era de alguna manera la Madre,
una semilla de maíz eterna y elemental que yacería en la tierra y sería
aplastada por soldados y aun así, desde ella, desde esta sola semilla, surgirían
diez mil semillas, y cada una de esas diez mil sería simiente de decenas de
miles más. Esta duplicación que produce nueva vida nunca cesaría.
La gente sería alimentada. La gente volvería a prosperar.
Lo que fue asesinado volvería en formas danzantes, ondulantes, florecientes y
plenas.
Todo esto por una semilla nutrida con la sangre de los asesinados.
Desperté reteniendo apenas lo que pensé que entendía de este sueño.
Solíamos hacer concursos de contar semillas en nuestras ferias agrícolas juveniles.
Sabía por mi crianza rural que cada mazorca tiene entre setecientos y ochocientos
granos, y hasta el maíz más pequeño y enano tiene por los menos cuatrocientos.
¡Imaginen lo que puede salir de una semilla de maíz que brote, si produce por lo
menos ocho mazorcas, o sesenta y cuatro mil semillas una sola planta en una
temporada de cultivo!
No olvidaría la historia sangrienta, la que el polvo mismo llevaba en
Tlaxcala, Cholula, Puebla. Pero en mi sueño, la Madre de tiempos inmemoriales
decía que hasta el derramamiento de sangre llevado a cabo para asesinar todo lo
sagrado nutriría a esta semilla milagrosa que a su vez alimentaría a la gente.
Podía ver de cierto modo cómo aplicaba esto a los lugares rotos de mi
propia vida también. Al mismo tiempo, pensaba qué pasaría si pudiéramos todos
ser un poco como Las Sedas: capaces de proteger, envolver con ternura lo
que queda de nosotros y de los demás después de largo penar, aun si nos queda
solo una lastimera semillita, y además cubierta de sangre.
Qué actitud tan brillante alejarse de las ruinas en algún momento bien
justificado y enfocarse en lo que queda ensangrentado. Pensé que Las sedas también
mostraba que el fundamento sobrevive a través incluso del derramamiento de
sangre, el corazón roto, quemaduras, abandonos, traiciones, ser segados. Como
los cimientos de los templos sobre los que se construyeron iglesias de la
conquista, siempre estará el fundamento; siempre estará la última semilla, pues
representa a Nuestra Madre, La Inextinguible.
Seguí rezando, preguntando: “¿No somos todos personas que han sido en algún
tiempo y lugar aplastados de una manera u otra, y que aun así hemos logrado
soportar que nos tumben hasta que resta solo un trocito sangriento de nosotros?
¿No hay “algún lugar” dentro o cerca de nosotros donde “algo” se alza para
proteger a esa última semilla que queda en nuestras almas?”.
Al siguiente día le conté a Asunción y sus comadres mi sueño de Las
Sedas. Estaban tan calladas, tan sombrías, que por un momento pensé que las
habían ofendido sin querer y que lo desaprobaban. No era eso. Estaban impactadas.
“¿Quién eres?”, preguntaron. “¿Quién eres, en realidad?”, y luego procedieron a
ignorar mis balbuceos mientras trataba de contestar una pregunta tan simple y
tan difícil. Ya estaban planeando un día de fiesta para Las Sedas.
Sabían justo las comidas perfectas: el maíz fresco cortado de la mazorca
con un cuchillo filoso, jugo de granada, algo de agradable chocolate, una rica masa
para preparar una especie de tamal con las hojas de Las Sedas.
Para la noche, ya me habían mandado con una oracionadora, una
rezandera, para hacer plegarias para La Fiesta de Las Sedas. Nuestra
oración iba más o menos así: “Santa Sedas, por favor ayúdanos a sentir
orgullo y dignidad por haber sobrevivido, sin importar cómo fue derramada
nuestra sangre; a contemplar la última semilla con claridad. Por favor ayúdanos
a multiplicar toda bondad, toda amabilidad, toda protección. Ayúdamos a
proteger la última cosa buena, que toda la dulzura pueda crecer desde una
semilla a muchas semillas, y nos ayude a todos”.
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