8 / TEORÍA DE LA TACHANKA
El estado mayor me envió un cochero, un conductor, como solemos decir entre
nosotros. Su nombre es Grischuk. Tiene treinta y nueve años.
Ha pasado cinco años prisionero en Alemania. Hace pocos meses logró
evadirse. Atravesó Lituania, el noroeste de Rusia y llegó a Volinia. En Belev,
ya cerca de su casa, fue detenido por una fanática comisión de reclutamiento y
devuelto al servicio militar. Para llegar a Krementski, su distrito natal,
donde tiene a su mujer y a sus hijos, le faltaban apenas cincuenta verstas. Hace
cinco años y dos meses que no los veía. La comisión de movilización lo
convirtió en mi conductor y yo dejé de ser un paria entre los cosacos.
¡Tengo entonces una tachanka (6) con cochero y todo! ¡Una tachanka!
Esta palabra forma la base del triángulo que funda nuestra existencia: sable-tachanka-sangre.
El vulgar carricoche del pope o del asesor letrado se convirtió, por los
caprichos de la guerra civil, en un arma de circunstancia, en un instrumento de
combate peligroso y móvil que ha creado una estrategia y una táctica nuevas.
Alteró la faz habitual de la guerra y engendró a los héroes y los genios de la tachanka.
Unos de ellos fue Majnó. (7) que hizo de la tachanka ele eje de una
estrategia astuta y misteriosa que suprimió la infantería, la artillería y
hasta la caballería y los remplazó por el método de atornillar una
ametralladora a trescientos carricoches en lugar de aquellas pesadas masas. Así
fue aquel Majnó, proteiforme como la naturaleza. Unos carros de heno, en
formación de combate, conquistaban ciudades. Un cortejo nupcial, deteniendo sus
vehículos en la puerta del Comité Ejecutivo del distrito, de pronto abre un
fuego nutrido y un pequeño pope enclenque, agitano la bandera negra de la
anarquía, exige a las autoridades que le entreguen a los burgueses y también a
los proletarios, además de vino y música.
Un ejército de tachankas dispone de una libertad inusitada de
maniobra.
Budionni lo ha demostrado tan bien como Majnó. Si es difícil destruir a
sablazos a un ejército como ese, capturarlo es impensable. Una vez que la
ametralladora ha sido puesta bajo una rueda de molino y la tachanka ha
sido guardada en el granero, dejan de ser elementos de combate. Esos elementos
ocultos, que se sospechan pero no se ven, forman, sumados, el retrato de la
aldea ucraniana como ha sido siempre: feroz, rebelde y codiciosa. Sólo una hora
necesitaba Majnó para poner en pie de guerra a este ejército escondido; y
precisaba menos tiempo todavía para desmovilizarlo.
Entre nosotros, en la caballería regular de Boudionni, la tachanka no
reina en forma tan exclusiva. Sin embargo, todos nuestros equipos de
ametralladoras se desplazan en esos coches. El genio inventivo del cosaco
distingue dos suertes de tachankas: el tipo colonizador y el tipo
judicial. Y no es un invento: esa clasificación existe realmente.
Los coches judiciales, estos vehículos inseguros, construidos sin amor y
sin imaginación, zarandean por las estepas de trigo de Kubán a miserables
funcionarios, un montón de muertos de sueño de nariz roja que se apresuran a
abrir una sucesión o atender investigaciones judiciales. Las tachankas de
colonos nos llegan de las riberas de Samara, de los Urales y del Volga, de las
feraces colonias alemanas. En una tachanka colonial, en el amplio
respaldo de roble, suele haber pintadas en forma casera, unas guirnaldas de rosadas
flores germanas. El sólido fondo está hecho de hierro. Los ejes están colocados
como resortes. Yo presiento el ardor de muchas generaciones en esos resortes
que se golpean ahora por los desvencijados caminos de Volinia.
Siento el entusiasmo de la primera posesión. Cada día, después de la
comida, enganchamos el carro y Grischuk saca los caballos del establo, que
están recuperándose día a día. Yo reconozco con orgullosa alegría el lustre
mate de sus limpios flancos. Frotamos las hinchadas patas de los animales, les
recortamos las crines, echamos sobre sus lomos los arneses cosacos, esa
revuelta y enredada red de tiras finas, y salimos del patio al galope. Grischuk
va al lado, en el pescante. Mi asiento está forrado con un abigarrado lienzo de
cáñamo y una paja que huele a perfume y a sosiego. Las ruedas altas crujen
sobre la gruesa arena blanca. Grupos de amapolas en flor decoran el campo y las
iglesias en ruinas resplandecen sobre las elevaciones del paisaje. En lo alto,
al costado del camino, en un nicho destrozado por una bala de cañón, hay una
estatua oscura de Santa Úrsula con los rollizos brazos desnudos. Unas letras
estrechas y antiguas tejen una cadena desigual sobre el oro ennegrecido del
frontón: “A la gloria de Jesús y de su divina Madre…”
Aldeas judías, sin vida, aparecen al pie de los dominios señoriales. En los
cercos de ladrillo brilla el profético pavo real, impasible por encima de los
espacios azules. Tapada por los techos escalonados de las casitas, la sinagoga
está agachada sobre la tierra reseca, con los ojos apagados y la piel marcada,
redonda como el sombrero de un jasídico. Judíos de espaldas estrechas
permanecen con aire melancólico en las esquinas. Y se enciende en la memoria la
imagen de los judíos meridionales, joviales, barrigones, espumosos como un vino
barato. Sería imposible compararlos con la soberbia amarga de estos espinazos
largos y huesudos, con estas barbas trágicas y amarillentas. En los rasgos
apasionados, cincelados dolorosamente, no hay ni grasa ni la cálida pulsación
de la sangre. Los gestos de los judíos de Galitzia y de Volinia son bruscos e
insultan el buen gusto, pero la fuerza de su aflicción se llena de una sombría
majestad, y el desprecio que alimentan en secreto hacia los señores no tiene límites.
Al verlos, comprendí la historia ardiente de estos confines, los relatos sobre
los talmudistas que arriendan cabarets, sobre rabinos usureros y muchachas
violadas por mercenarios polacos y por quienes se batían a duelo los magnates.
Notas
(6) Carro liviano armado con una ametralladora.
(7) Nestor Ivanovich Majnó. Ver nota 3.
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