EL TEATRO SAGRADO (6)
Nuestro trabajo se
dirigía lentamente hacia diferentes lenguajes sin palabra: tomábamos un
acontecimiento, un fragmento de experiencia y realizábamos ejercicios que lo transformaban
en formas que pudieran ser compartidas con otros. Alentábamos a los actores a
no verse sólo como improvisadores, entregados ciegamente a sus impulsos
interiores, sino como artistas responsables de la búsqueda y selección entre
las formas, de manera que un gesto o un grito fuera como un objeto descubierto
e incluso remoldeado por el actor. En nuestra experimentación llegamos a
rechazar, por no considerarlo ya adecuado, el tradicional lenguaje de las
máscaras y el maquillaje.
Experimentábamos con el
silencio. Emprendimos la tarea de descubrir las relaciones entre el silencio y
su duración: necesitábamos un público ante el cual pudiéramos colocar un actor
silencioso, con el fin de cronometrar el tiempo de atención que era capaz de
imponer a los espectadores. Luego experimentamos con el ritual, en el sentido
de esquemas repetidos, para ver cómo es posible ofrecer más significado y más.
Rápidamente que por el lógico desarrollo de los acontecimientos. Nuestro
objetivo en cada experimento, bueno o malo, acertado o desastroso, era el
mismo: ¿puede hacerse visible lo invisible mediante la presencia del
intérprete? Sabemos que el mundo de la apariencia es una corteza: bajo la
corteza se encuentra la materia en ebullición que vemos si nos acercamos a un
volcán. ¿Cómo dominar esta energía?
Estudiábamos los
experimentos biomecánicos de Meyerhold con los que representó escenas de amor
en columpios, y en una de nuestras representaciones Hamlet arrojó a Ofelia a
los pies del público mientras que él se balanceaba en una cuerda sobre la
cabeza de los espectadores.
Negábamos la psicología,
intentábamos destrozar las divisiones aparentemente estancas entre el hombre
público y el particular, entre el hombre externo, cuya conducta está ligada a
las reglas fotográficas de la vida cotidiana, que ha de sentarse por sentarse y
permanecer de pie por permanecer de pie, y el hombre interno, cuya anarquía y
poesía suele expresarse sólo por sus palabras. El discurso no realista se ha
aceptado durante siglos, toda clase de público se tragó la convención de que
las palabras solían hacer las cosas más extrañas: en un monólogo, por ejemplo,
un hombre permanece quieto pero sus ideas pueden vagar donde quieran. El
discurso bien torneado es una buena convención, pero ¿hay otra? Cuando un
hombre pasa por encima de las cabezas de los espectadores sujeta a una cuerda,
cada aspecto de lo inmediato se pone en peligro y el público, que se encuentra
a gusto cuando el hombre habla, se ve lanzado a un caos. ¿Puede aparecer en
este instante de perplejidad un nuevo significado?
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