lunes

PETER BROOK - EL ESPACIO VACÍO (23)


EL TEATRO SAGRADO (6)

Colocábamos a un actor frente a nosotros, le pedíamos que imaginara una situación dramática que no requiriese ningún movimiento físico, e intentábamos comprender en qué estado de ánimo se encontraba. Naturalmente, era imposible, y este era el objeto del ejercicio. El siguiente paso consistía en descubrir qué era lo mínimo que necesitaba para poder comunicarse. ¿Un sonido, un movimiento, un ritmo? ¿Eran intercambiables esos elementos o cada uno tenía su fuerza particular y sus limitaciones? Por lo tanto trabajábamos imponiendo drásticas condiciones. Un actor debe comunicar una idea -al principio siempre ha de ser un pensamiento o un deseo lo que debe proyectar, pero sólo tiene a su disposición, por ejemplo, un dedo, un tono de voz, un grito o un silbido.

Un actor se sienta en un extremo de la sala, de cara a la pared. En el extremo opuesto, otro actor concentra su mirada en la espalda del primero, sin que se le permita moverse. El segundo actor ha de hacer que el primero le obedezca. Como este se halla de espaldas, el segundo sólo puede comunicarle sus deseos por medio de sonidos, ya que no se le permite usar palabras. Esto parece imposible, pero se puede hacer. Es como cruzar un abismo sobre un alambre: la necesidad origina de repente extraños poderes. He oído decir de una mujer que levantó un enorme automóvil para sacar de debajo a su hijo herido, proeza técnicamente imposible para sus músculos en cualquier situación. Ludmila Pitoeff caminaba en escena con su corazón latiendo de tal manera que, en teoría, hubiera debido morir cada noche. Muchas veces en nuestro ejercicio observábamos un resultado igualmente fenomenal: un largo silencio, una gran concentración, un actor que recorría experimentalmente toda una gama de silbidos o murmullos hasta que de pronto el otro actor se levantaba y con absoluta seguridad realizaba el movimiento que el primero tenía en la mente.

De manera similar, estos actores hacían experimentos de comunicación mediante el ligero golpeteo de una uña: partían de una acuciante necesidad de expresar algo, sirviéndose de nuevo de un solo instrumento. En este caso se trataba del ritmo; en otro, los ojos o la nuca. Un valioso ejercicio consistía en pelear, dando golpes y contestando a ellos, pero con la prohibición de tocar y sin mover en ningún momento la cabeza, los brazos y los pies. Dicho con otras palabras, lo único que se permitía era el movimiento del torso: no puede haber contacto real y, sin embargo, física y emocionalmente se libra una pelea a fondo. Tales ejercicios no están pensados como gimnasia -la liberación de la resistencia pulmonar es sólo un subproducto-, sino con el propósito de aumentar la resistencia, limitando las alternativas, y luego emplear esta resistencia en la pugna por alcanzar una verdadera expresión. El principio en que se basa es el mismo que el de frotar dos palos. Esta fricción de polos opuestos produce fuego, y por el mismo modo pueden obtenerse otras formas de combustión. El actor veía entonces que para comunicar sus invisibles significados necesitaba concentración, voluntad, debía apelar a todas sus reservas emocionales, necesitaba valor y claridad de pensamiento. Pero el resultado más importante era el de llegar inexorablemente a la conclusión de que necesitaba la forma. No era suficiente sentir apasionadamente; requería un salto creativo para acuñar una nueva forma que pudiera ser recipiente y reflector de sus impulsos. Eso es lo que se llama con exactitud “acción”. Uno de los momentos más interesantes acaeció durante un ejercicio en el cual cada miembro del grupo debía representar a un niño. Naturalmente, uno tras otro “imitaron” la conducta infantil, se agacharon, corrieron en zigzag, cogieron una rabieta; el resultado fue penoso. Luego, el más alto del grupo se adelantó y, sin cambio físico alguno, sin intento alguno de imitar la charla infantil, ofreció perfectamente y a plena satisfacción de todos la idea que le habían propuesto transmitir. ¿Cómo? No puedo describirlo; surgió por comunicación directa, sólo para los que estaban presentes. Esto es lo que algunos teatros llaman magia, mientras que otros lo califican de ciencia, aunque es la misma cosa. Una idea invisible quedó perfectamente mostrada.

Digo “mostrada” porque cuando un actor hace un gesto crea para sí mismo, de acuerdo con sus necesidades más recónditas, y al mismo tiempo para otra persona. Resulta difícil comprender el concepto verdadero de espectador, de alguien que está y no está, ignorado y sin embargo necesario. El trabajo del actor nunca es para un público y, no obstante, siempre es para alguno. El espectador es un socio que ha de olvidarse y, al mismo tiempo, tenerlo siempre en la mente: un gesto es afirmación, expresión, comunicación y privada manifestación de soledad, es siempre lo que Artaud llama una señal a través de las llamas, pero también implica una participación de experiencia en cuanto se realiza el contacto.

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