EL TEATRO SAGRADO (6)
Colocábamos a un actor
frente a nosotros, le pedíamos que imaginara una situación dramática que no
requiriese ningún movimiento físico, e intentábamos comprender en qué estado de
ánimo se encontraba. Naturalmente, era imposible, y este era el objeto del
ejercicio. El siguiente paso consistía en descubrir qué era lo mínimo que
necesitaba para poder comunicarse. ¿Un sonido, un movimiento, un ritmo? ¿Eran
intercambiables esos elementos o cada uno tenía su fuerza particular y sus
limitaciones? Por lo tanto trabajábamos imponiendo drásticas condiciones. Un
actor debe comunicar una idea -al principio siempre ha de ser un pensamiento o
un deseo lo que debe proyectar, pero sólo tiene a su disposición, por ejemplo,
un dedo, un tono de voz, un grito o un silbido.
Un actor se sienta en un
extremo de la sala, de cara a la pared. En el extremo opuesto, otro actor
concentra su mirada en la espalda del primero, sin que se le permita moverse.
El segundo actor ha de hacer que el primero le obedezca. Como este se halla de
espaldas, el segundo sólo puede comunicarle sus deseos por medio de sonidos, ya
que no se le permite usar palabras. Esto parece imposible, pero se puede hacer.
Es como cruzar un abismo sobre un alambre: la necesidad origina de repente
extraños poderes. He oído decir de una mujer que levantó un enorme automóvil
para sacar de debajo a su hijo herido, proeza técnicamente imposible para sus
músculos en cualquier situación. Ludmila Pitoeff caminaba en escena con su
corazón latiendo de tal manera que, en teoría, hubiera debido morir cada noche.
Muchas veces en nuestro ejercicio observábamos un resultado igualmente
fenomenal: un largo silencio, una gran concentración, un actor que recorría
experimentalmente toda una gama de silbidos o murmullos hasta que de pronto el
otro actor se levantaba y con absoluta seguridad realizaba el movimiento que el
primero tenía en la mente.
De manera similar, estos
actores hacían experimentos de comunicación mediante el ligero golpeteo de una
uña: partían de una acuciante necesidad de expresar algo, sirviéndose de nuevo
de un solo instrumento. En este caso se trataba del ritmo; en otro, los ojos o
la nuca. Un valioso ejercicio consistía en pelear, dando golpes y contestando a
ellos, pero con la prohibición de tocar y sin mover en ningún momento la
cabeza, los brazos y los pies. Dicho con otras palabras, lo único que se
permitía era el movimiento del torso: no puede haber contacto real y, sin
embargo, física y emocionalmente se libra una pelea a fondo. Tales ejercicios
no están pensados como gimnasia -la liberación de la resistencia pulmonar es
sólo un subproducto-, sino con el propósito de aumentar la resistencia,
limitando las alternativas, y luego emplear esta resistencia en la pugna por
alcanzar una verdadera expresión. El principio en que se basa es el mismo que
el de frotar dos palos. Esta fricción de polos opuestos produce fuego, y por el
mismo modo pueden obtenerse otras formas de combustión. El actor veía entonces
que para comunicar sus invisibles significados necesitaba concentración,
voluntad, debía apelar a todas sus reservas emocionales, necesitaba valor y claridad
de pensamiento. Pero el resultado más importante era el de llegar
inexorablemente a la conclusión de que necesitaba la forma. No era suficiente
sentir apasionadamente; requería un salto creativo para acuñar una nueva forma
que pudiera ser recipiente y reflector de sus impulsos. Eso es lo que se llama
con exactitud “acción”. Uno de los momentos más interesantes acaeció durante un
ejercicio en el cual cada miembro del grupo debía representar a un niño.
Naturalmente, uno tras otro “imitaron” la conducta infantil, se agacharon,
corrieron en zigzag, cogieron una rabieta; el resultado fue penoso. Luego, el
más alto del grupo se adelantó y, sin cambio físico alguno, sin intento alguno
de imitar la charla infantil, ofreció perfectamente y a plena satisfacción de
todos la idea que le habían propuesto transmitir. ¿Cómo? No puedo describirlo;
surgió por comunicación directa, sólo para los que estaban presentes. Esto es
lo que algunos teatros llaman magia, mientras que otros lo califican de
ciencia, aunque es la misma cosa. Una idea invisible quedó perfectamente
mostrada.
Digo “mostrada” porque
cuando un actor hace un gesto crea para sí mismo, de acuerdo con sus
necesidades más recónditas, y al mismo tiempo para otra persona. Resulta
difícil comprender el concepto verdadero de espectador, de alguien que está y
no está, ignorado y sin embargo necesario. El trabajo del actor nunca es para
un público y, no obstante, siempre es para alguno. El espectador es un socio
que ha de olvidarse y, al mismo tiempo, tenerlo siempre en la mente: un gesto
es afirmación, expresión, comunicación y privada manifestación de soledad, es
siempre lo que Artaud llama una señal a través de las llamas, pero también
implica una participación de experiencia en cuanto se realiza el contacto.
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