Graham Greene ha
hecho en La Habana una escala de veinte horas, a la cual le han dado toda clase
de interpretaciones los corresponsales locales de la Prensa extranjera. No era
para menos: llegó en un avión ejecutivo del Gobierno de Nicaragua acompañado
por José de Jesús Martínez, un poeta y profesor de matemáticas panameño que fue
uno de los hombres más cercanos al general Omar Torrijos, y fueron recibidos en
el aeropuerto por funcionarios del protocolo dentro de la mayor discreción, de
modo que ningún periodista se enteró de esa visita sino después de que había
terminado. Fueron conducidos a una casa de visitantes distinguidos reservada,
en general, para los jefes de Estado de países amigos, y pusieron a su
disposición un solemne Mercedes Benz negro de los que sólo se usaron durante la
sexta reunión cumbre de los países no alineados, hace
cuatro años. No lo necesitaban, en realidad, pues no salieron de la casa, donde
los visitaron algunos viejos amigos cubanos, que se enteraron de la noticia
porque el mismo escritor la hizo saber. El pintor René Portacerrero, que es su
amigo desde los tiempos en que Graham Greene pasó por aquí para estudiar el
ambiente de Nuestro hombre en La Habana, recibió
el recado demasiado tarde y cuando llegó a la visita el escritor ya se había
marchado por donde vino. Apenas si comió una vez en aquellas veinte horas,
picando un poco de todo como un pajarito mojado, pero se tomó en la mesa una
botella de buen vino tinto español y durante su estancia fugaz se consumieron
en la casa seis botellas de whisky. Cuando se
fue, nos dejó la rara impresión de que ni él mismo supo a qué vino, como sólo
podría ocurrirle a uno de esos personajes de sus novelas, atormentados por la
incertidumbre de Dios. Pasé por su casa dos horas después de la llegada, porque
me hizo llamar por teléfono tan pronto como supo que estaba en la ciudad, y
esto me produjo una muy grande alegría, no sólo por la antigua e inagotable
admiración que le tengo como escritor y como ser humano, sino porque habían
pasado muchos años desde la última vez en que nos vimos. Había sido -como él
mismo lo recordaba- cuando ambos viajamos a Washington en la delegación panameña
a la firma de, los tratados del canal. Algunos periódicos especularon entonces
que la invitación había sido una maniobra de Torrijos para adornar su
delegación con los nombres de dos escritores famosos que nada tenían que ver
con aquella fiesta. En realidad, ambos habíamos tenido que ver con las
negociaciones del tratado mucho más de lo que suponía la Prensa, pero no fue ni
por aquello ni por esto por lo que el general Torrijos nos invitó a acompañarlo
a Washington, sino porque no pudo resistir a la tentación de hacerle una burla
cordial a su amigo el presidente Jimmy Carter. El caso es que a Graham Greene y
a mí -como a tantos otros escritores y artistas de este mundo- se nos tiene
prohibida la entrada a Estados Unidos desde hace muchos años por razones que ni
los propios presidentes han podido explicar nunca, y el general Torrijos se
había empeñado en resolvernos el problema. Les planteó el asunto a muchos de
los funcionarios de alto rango que lo visitaron por aquellos tiempos, y por
último lo llevó hasta el propio presidente Carter, quien le manifestó su
sorpresa y prometió resolverlo a la mayor brevedad, pero se le acabó el tiempo
de su poder antes de dar una respuesta. Cuando estaba integrando la delegación
para ir a Washington, a Torrijos se le ocurrió la idea de meternos de
contrabando en Estados Unidos a Graham, Greene y a mí. Era una obsesión: poco
antes, le había propuesto, a Greene que se disfrazara de coronel de la Guardia
Nacional, fuera a Washington en misión especial ante el presidente Carter, sólo
por hacerle a éste una de sus bromas habituales. Pero Graham Greene, que es más
serio de lo que pudiera parecer por algunos de sus libros, no quiso prestar su
cuerpo glorioso para un episodio que, sin duda, hubiera sido uno de los más
divertidos para sus memorias. Sin embargo, cuando el general Torrijos nos
propuso asistir a la ceremonia de los tratados con nuestras identidades propias
pero con pasaportes oficiales panameños e integrados a la delegación de ese
país, ambos aceptamos con un cierto regocijo infantil. De modo que llegamos
juntos a la base militar Andrews. Ambos con pantalones de vaqueros y camisas de
mezclilla en medio de una delegación de caribes vestidos de negro y aturdidos
por el estampido de veintiún cañonazos de júbilo y las notas marciales del
himno norteamericano, que parecían formar parte de la burla. Consciente de la
carga literaria del momento, Graham Greene me dijo al oído cuando bajábamos por
la escalerilla del avión: "Dios mío, qué cosas las que le suceden a
Estados Unidos", el propio Carter no pudo menos que reír con sus dientes
luminosos de anuncio de televisión cuando el general Torrijos le contó su
travesura.
Al cabo de tantos
años me encontré con un Graham. Greene rejuvenecido, cuya lucidez sigue siendo
su virtud más sorprendente e inalterable. Hablamos, como siempre, un poco de
todo. Pero lo que más me llamó la atención fue el sentido del humor con que
evocaba los cuatro juicios que debe enfrentar esta semana en distintos
tribunales de Francia, como consecuencia del folleto acusatorio que publicó
contra la mafia de Niza. Para muchos
conocedores de los bajos fondos de la Costa Azul, las revelaciones de Greene no
decían nada nuevo. Pero los amigos del escritor temimos por su vida. Él no se
inmutó, sino que siguió adelante con su denuncia. "Para morir de un cáncer
en la próstata", dijo, "prefiero morir de un tiro en la cabeza".
Yo dije entonces, no recuerdo dónde, que Graham Greene estaba jugando a
la ruleta literaria, como jugó en su juventud con un
Smith y Wesson calibre 32, según lo había contado en sus memorias. El recordó
esta declaración mía durante la visita y la tomó como punto de partida para
contarnos los pormenores de sus cuatro procesos judiciales.
Hacia la una de la
madrugada pasó a visitarlo Fidel Castro. Se conocieron al principio de la
revolución, muy al principio, cuando Graham Greene asistió a la filmación
de Nuestro hombre en La Habana. Se volvieron a ver
varias veces, en los viajes periódicos de Graham Greene pero, al parecer, no se
habían visto en los dos últimos, porque esta vez, cuando se dieron la mano,
Graham Greene dijo: "No nos veíamos desde hace dieciséis años", ambos
me parecieron un poco intimidados y no les fue fácil empezar la conversación.
Por eso le pregunté a Graham Greene qué había de cierto en el episodio de
la ruleta rusa que él ha contado en sus memorias.
Sus ojos azules, los más diáfanos que conozco, se
iluminaron con los recuerdos. "Eso fue a los diecinueve años", dijo,
"cuando me enamoré de la institutriz de mi hermana". Contó que, en efecto,
había jugado entonces al juego solitario de la ruleta
rusa con un viejo revólver de un hermano mayor, y en cuatro
ocasiones diferentes. Entre las dos primeras hubo una semana de intervalo, pero
las dos últimas fueron sucesivas y con pocos minutos de diferencia. Fidel
Castro, que no podía pasar por alto un dato como ese sin agotar hasta las
últimas precisiones, le preguntó para cuántos proyectiles era el tambor del
revólver. "Para seis", le contestó Graham. Greene. Entonces, Fidel
Castro cerró los ojos y empezó a murmurar cifras de
multiplicación. Por último, miró al escritor con una expresión de asombro y le
dijo: "De acuerdo con el cálculo de las probabilidades, usted tendría que
estar muerto". Graham Greene sonrió con la placidez con que lo hacen todos
los escritores cuando se sienten viviendo un episodio de sus propios libros, y
dijo: "Menos mal que siempre fui pésimo en matemáticas". Tal vez
porque se hablaba de la muerte. Fidel Castro se fijó de pronto en el semblante
juvenil y saludable del escritor, y le preguntó qué ejercicios hacía. Era una
pregunta que no podía faltar, porque Fidel Castro considera la cultura física
como una de las claves de la vida. Hace varias horas de ejercicios todos los
días, con las mismas proporciones descomunales de todo lo que emprende, y les
aconseja un régimen semejante a sus amigos. Sus condiciones físicas son
excepcionales para un hombre de 56 años y a ellas atribuye su buena salud
mental. Por eso se sorprendió tanto cuando Graham Greene le contestó que nunca
había hecho ningún ejercicio en toda su vida, y, sin embargo, se sentía muy
lúcido y sin ningún trastorno de salud a los 79 años. Además, reveló que no
tenía ningún régimen de alimentación especial, que dormía entre siete y ocho
horas diarias, cosa que también era sorprendente en un anciano de costumbres
sedentarias, y además se bebía, a veces, hasta una botella de whisky al día y un litro de vino con cada comida,
sin haber padecido nunca la servidumbre del alcoholismo.
Por un instante,
Fidel Castro pareció poner en duda la eficacia de su régimen de salud. Pero muy
pronto comprendió que Graham Greene era una excepción admirable, pero nada más
que una excepción. Cuando nos despedimos, ya me estaba inquietando la
certidumbre de que aquel encuentro, tarde o temprano, iba a ser evocado en el
libro de memorias de alguno de nosotros tres, o quizá de los tres.
(El País . España / 23-6-1983)
(El País . España / 23-6-1983)
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