1ª edición / Caracol
al Galope 1999
1ª edición WEB /
elMontevideano Laboratorio de Artes 2018
PARTE
2
16
Se llevó el tenedor a la
boca y fue mordiendo despacio, con dedicación y empeño, sabiendo que ella lo
miraba. En los últimos días no le sacaba un ojo de encima. Entonces todo tenía
que ser calculado hasta en el más mínimo detalle: se sentaba y se levantaba de
la mesa junto con los otros, armaba su plato para que pareciera que se había
servido una porción habitual, masticaba lo más rápido posible y trataba de no
demorar demasiado en tragar. “Ella lo sabe” se repetía sin parar. “Ella lo supo
desde el principio. Que algo no andaba bien”. Después de comer intentaba
distraerse sin mirarla directamente, participando de vez en cuando en la
conversación y fingiendo entusiasmarse con detalles de su propia vida que ya ni
recordaba, como si fueran de otro. A veces se despertaba de un salto, creyendo
haber hablado dormido y pensando que Ester podía estar sentada allí, al pie de
su cama, vigilante y tratando de averiguar lo que de todas formas no
entendería.
Ayudó a levantar y a
amontonar en la pileta platos, vasos y cubiertos. Se quedó un rato frente a la
ventana hasta que ellos terminaron de acomodarse en el living y de golpe
levantó su mano y la vio temblar, atacada otra vez por la contracción. Al
final, pensó, Ella había vencido Lo pensó resignado pero también rabioso y con
la vaga ilusión de que la trayectoria de su agonía fuera corta. Entonces la
mano, su mano, se extendió hasta las hornallas. Ella se lo ordenó, lo dirigía
con maestría y perspicacia, como si les estuviera hablando en el oído: “Es
ahora, vamos, es ahora o nunca, la oportunidad de terminar con todo, vamos”.
Fue al living y se sentó
a esperar en el sofá, con los pies de su madre cubiertos por la frazada
apoyados en sus rodillas. Miró la televisión sin prestar la menor atención y
respiró lenta y pesadamente, como queriendo captar las primeras señales, pero
fue su padre el que se sacó la pipa de la boca y entró a la cocina sin que él
se diera cuenta. Y después llegó el grito:
-EL GAS!
Corrieron todos y
encontraron al hombre con la mano sobre las perillas. Ester abrió inmediatamente
la ventana y el viento frío pareció inmovilizar a las cuatro figuras.
-¿Quién dejó el gas
abierto?
-Yo me acuerdo muy bien
de haberlo cerrado -dijo Ester. -Es muy raro.
-Yo no lo toqué para nada
-dijo Cristina.
Ángel hizo un gesto vago.
-Dios del cielo -suspiró
Ester. -¿Se imaginan lo que hubiera pasado si nos vamos a dormir sin darnos
cuenta?
-Bueno -contestó don Octavio,
poniéndole una mano en el hombro. -No pasó nada, por suerte. La próxima vez hay
que tener mucho más cuidado.
-Claro -dijo Cristina.
-Claro -dijo Ángel.
Cuando salieron de la
cocina su hermana se apretó contra él, todavía envuelta en la frazada, y la
sintió temblar. La acompañó a acostarse y la arropó con la manta ajedrez igual
a la suya.
-¿Nos podríamos haber
muerto todos, verdad? -preguntó ella.
-Es posible, quién sabe.
-¿Y si yo no hubiera
tenido tiempo ni para rezar?
-¿Te parece tan
importante rezar?
-Hay que cuidar el alma.
Para eso es que se reza.
-Ah -le acarició la cabeza.
-Tu alma. Hay tanta gente que no tiene tiempo para eso. Pero tu alma está bien
cuidada, no te preocupes. Y ahora habría que dormirse.
Cris le agarró la mano
mientras él alisaba la frazada.
-Estoy contenta de que
hayas venido.
-Yo también.
-¿Te acordás de las
historias que me contabas antes de dormir?
-Claro.
-Contame una ahora. Por
favor.
-Bueno -levantó la cabeza
y sintió el viento allá afuera. -¿Qué tipo de historia? ¿Alegre?
-Una de verdad. No como
esas que pasan por televisión.
-Lobo. En esta hjstoria
hay un lobo, el más malo de todos. Y estaba enfermo, muy enfermo. No hay que
olvidarse que los lobos no tienen médico ni hospital ni remedios para poder
curarse, y lo único que hacen es comer algunos yuyos que ellos conocen muy bien
pero que en este caso ya no servían de mucho. El lobo igual seguía saliendo
como podía a asustar a la gente del pueblo, aunque con gritos cada vez más
cortos y afónicos y después volvía arrastrándose a descansar en su cueva el resto
de la noche. Los otros lobos estaban contentos con la noticia porque todos
querían ser dueños de aquella cueva y de aquella región donde había un pueblo
grande y tantos animales para atacar. Pero el lobo malo hizo un esfuerzo
supremo y una noche de mucha nieve y mucho frío, utilizando sus últimas
energías bajó al pueblo y empezó a atacar las granjas, matando sin placer
ovejas, gallinas y cabras, y hasta asustando a algunos hombres que volvían a
sus casas. Él sabía que era una noche ideal, y que los hombres no tendrían más
remedio que perseguirlo, congelados y furiosos. Hasta que los cazadores
terminaron por incendiarle la cueva y él salió y los enfrentó, y llegó a morder
dos o tres piernas antes que lo mataran a balazos y a hachazos. Y cuando ya
estaba desfalleciendo alcanzó a ver que el fuego era tanto y tan terrible que
la guarida se desmoronaba, transformándose en montones de tierra que ya no
servirían para nada. Y ahora también sabía que la gente estaría más atenta y
vigilante que nunca, y que a los otros lobos les iba a ser muy difícil
acercarse a aquel pueblo.
Ella se había dormido. Sentía
su respiración joven contra la mejilla, y le pasó la mano por la frente y por
la espalda, percibiendo la oscilación de sus pulmones. “Sin abejas” se dijo. “Porque
las tengo todas yo. Sólo yo”.
Después se abrigó y bajó
hasta el pueblo, sintiendo que ahora podía identificar la pureza de su rabia,
impotencia, resolución y desesperación con la de los terroristas que conocía
por las noticias de los diarios. Se detuvo al llegar a la puerta de los
Carvallo y entonces empezó a cruzar agazapado el pasto irregular en línea recta
hasta la pequeña hondonada donde divisó la casa de los Martínez y contorneó los
troncos de la cerca para llegar al cobertizo que había del otro lado, las
piernas enredándose en los pastos altos del baldío. Sintió el olor a bosta y
enseguida el olor del animal, que ocupaba casi todo el cubículo como una mancha
negra. Un movimiento agitado y un relincho encubierto le indicaron que el
caballo lo había oído. Fue tanteando hasta encontrar el gancho de madera y
empujó la puerta sin hacer ruido. Hincándose sobre la paja, esperó. Lo vio
estirarse, descontraer el pescuezo y patas como si estuviera inflándose y
ganando volumen, hasta que se sentó y enseguida quedó de pie, agitando la
melena y apuntándole con la flecha de su cabeza contorsionada, como si hubiese
estado desarmado en el rincón y poco a poco hubiese juntado y articulado los
huesos que terminaron de reagruparse con un chasquido y un reflejo azul.
Después el animal inclinó el cuello y sus ojos perdieron brillo cuando avanzó,
agitado, pateó la paja e inclinó la cabeza sobre la figura que todavía lo esperaba
arrodillada.
-Tranquilo, caballo,
tranquilo -murmuró, acariciándolo con los ojos cerrados. -Es Ella la que te
quiere. Ella la que lo está haciendo, no yo.
Y al fin y al cabo, ¿qué
importa? pensó. Si estamos a la deriva en el tiempo y podemos irnos o pasar en
cualquier momento, en cualquiera de los minutos traicioneros como si hubiera
algo que no sabemos y que nos resguardará después, como nos resguardaba antes
de venir aquí. Y entonces fue soltando su aliento sobre el animal y era como si
le soltara las abejas por la garganta, mantuvo el impulso de la expiración
hasta que los ijares se estremecieron imperceptiblemente entre sus manos y todo
el perfil del volumen negro se contorsionó y fue arrastrado por una especie de
onda subterránea, la cabeza endurecida replegándose sobre sí misma y el cuerpo
entero desarmándose de atrás para delante, primero las ancas, desinflándose
como si de repente se hubieran desmoronado o desatado la estructura que las
mantenía erectas, después el pecho contrayéndose, encogido y doblándose en un
gesto manso que atrajo las piernas igual que si fuera un insecto entrando en su
capullo, y por fin la cabeza, débil y escorada hacia la derecha, apenas
aguantada por sus manos hasta que él la soltó, formando una única sombra a sus
pies y en reposo.
Todavía arrodillado lo miró
pensando que tal vez fuera eso lo que Dios había sentido al crear las cosas
vivas, según se decía que sucedió, y tal vez lo que sintiera al matarlas cuando
tenían que morir. Al salir del cobertizo tembloroso y con las piernas muy
flojas volvió a subir, arrastrándose entre las matas salvajes agitadas por el viento
hacia las luces de la calle que brillaban en lo alto.
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