martes

EL VIENTO DE LA DESGRACIA (SIDA + VIDA) - DANIEL BENTANCOURT (33)


1ª edición / Caracol al Galope 1999
1ª edición WEB / elMontevideano Laboratorio de Artes 2018

PARTE 2

16

Se llevó el tenedor a la boca y fue mordiendo despacio, con dedicación y empeño, sabiendo que ella lo miraba. En los últimos días no le sacaba un ojo de encima. Entonces todo tenía que ser calculado hasta en el más mínimo detalle: se sentaba y se levantaba de la mesa junto con los otros, armaba su plato para que pareciera que se había servido una porción habitual, masticaba lo más rápido posible y trataba de no demorar demasiado en tragar. “Ella lo sabe” se repetía sin parar. “Ella lo supo desde el principio. Que algo no andaba bien”. Después de comer intentaba distraerse sin mirarla directamente, participando de vez en cuando en la conversación y fingiendo entusiasmarse con detalles de su propia vida que ya ni recordaba, como si fueran de otro. A veces se despertaba de un salto, creyendo haber hablado dormido y pensando que Ester podía estar sentada allí, al pie de su cama, vigilante y tratando de averiguar lo que de todas formas no entendería.

Ayudó a levantar y a amontonar en la pileta platos, vasos y cubiertos. Se quedó un rato frente a la ventana hasta que ellos terminaron de acomodarse en el living y de golpe levantó su mano y la vio temblar, atacada otra vez por la contracción. Al final, pensó, Ella había vencido Lo pensó resignado pero también rabioso y con la vaga ilusión de que la trayectoria de su agonía fuera corta. Entonces la mano, su mano, se extendió hasta las hornallas. Ella se lo ordenó, lo dirigía con maestría y perspicacia, como si les estuviera hablando en el oído: “Es ahora, vamos, es ahora o nunca, la oportunidad de terminar con todo, vamos”.

Fue al living y se sentó a esperar en el sofá, con los pies de su madre cubiertos por la frazada apoyados en sus rodillas. Miró la televisión sin prestar la menor atención y respiró lenta y pesadamente, como queriendo captar las primeras señales, pero fue su padre el que se sacó la pipa de la boca y entró a la cocina sin que él se diera cuenta. Y después llegó el grito:

-EL GAS!

Corrieron todos y encontraron al hombre con la mano sobre las perillas. Ester abrió inmediatamente la ventana y el viento frío pareció inmovilizar a las cuatro figuras.

-¿Quién dejó el gas abierto?

-Yo me acuerdo muy bien de haberlo cerrado -dijo Ester. -Es muy raro.

-Yo no lo toqué para nada -dijo Cristina.

Ángel hizo un gesto vago.

-Dios del cielo -suspiró Ester. -¿Se imaginan lo que hubiera pasado si nos vamos a dormir sin darnos cuenta?

-Bueno -contestó don Octavio, poniéndole una mano en el hombro. -No pasó nada, por suerte. La próxima vez hay que tener mucho más cuidado.

-Claro -dijo Cristina.

-Claro -dijo Ángel.

Cuando salieron de la cocina su hermana se apretó contra él, todavía envuelta en la frazada, y la sintió temblar. La acompañó a acostarse y la arropó con la manta ajedrez igual a la suya.

-¿Nos podríamos haber muerto todos, verdad? -preguntó ella.

-Es posible, quién sabe.

-¿Y si yo no hubiera tenido tiempo ni para rezar?

-¿Te parece tan importante rezar?

-Hay que cuidar el alma. Para eso es que se reza.

-Ah -le acarició la cabeza. -Tu alma. Hay tanta gente que no tiene tiempo para eso. Pero tu alma está bien cuidada, no te preocupes. Y ahora habría que dormirse.

Cris le agarró la mano mientras él alisaba la frazada.

-Estoy contenta de que hayas venido.

-Yo también.

-¿Te acordás de las historias que me contabas antes de dormir?

-Claro.

-Contame una ahora. Por favor.

-Bueno -levantó la cabeza y sintió el viento allá afuera. -¿Qué tipo de historia? ¿Alegre?

-Una de verdad. No como esas que pasan por televisión.

-Lobo. En esta hjstoria hay un lobo, el más malo de todos. Y estaba enfermo, muy enfermo. No hay que olvidarse que los lobos no tienen médico ni hospital ni remedios para poder curarse, y lo único que hacen es comer algunos yuyos que ellos conocen muy bien pero que en este caso ya no servían de mucho. El lobo igual seguía saliendo como podía a asustar a la gente del pueblo, aunque con gritos cada vez más cortos y afónicos y después volvía arrastrándose a descansar en su cueva el resto de la noche. Los otros lobos estaban contentos con la noticia porque todos querían ser dueños de aquella cueva y de aquella región donde había un pueblo grande y tantos animales para atacar. Pero el lobo malo hizo un esfuerzo supremo y una noche de mucha nieve y mucho frío, utilizando sus últimas energías bajó al pueblo y empezó a atacar las granjas, matando sin placer ovejas, gallinas y cabras, y hasta asustando a algunos hombres que volvían a sus casas. Él sabía que era una noche ideal, y que los hombres no tendrían más remedio que perseguirlo, congelados y furiosos. Hasta que los cazadores terminaron por incendiarle la cueva y él salió y los enfrentó, y llegó a morder dos o tres piernas antes que lo mataran a balazos y a hachazos. Y cuando ya estaba desfalleciendo alcanzó a ver que el fuego era tanto y tan terrible que la guarida se desmoronaba, transformándose en montones de tierra que ya no servirían para nada. Y ahora también sabía que la gente estaría más atenta y vigilante que nunca, y que a los otros lobos les iba a ser muy difícil acercarse a aquel pueblo.

Ella se había dormido. Sentía su respiración joven contra la mejilla, y le pasó la mano por la frente y por la espalda, percibiendo la oscilación de sus pulmones. “Sin abejas” se dijo. “Porque las tengo todas yo. Sólo yo”.

Después se abrigó y bajó hasta el pueblo, sintiendo que ahora podía identificar la pureza de su rabia, impotencia, resolución y desesperación con la de los terroristas que conocía por las noticias de los diarios. Se detuvo al llegar a la puerta de los Carvallo y entonces empezó a cruzar agazapado el pasto irregular en línea recta hasta la pequeña hondonada donde divisó la casa de los Martínez y contorneó los troncos de la cerca para llegar al cobertizo que había del otro lado, las piernas enredándose en los pastos altos del baldío. Sintió el olor a bosta y enseguida el olor del animal, que ocupaba casi todo el cubículo como una mancha negra. Un movimiento agitado y un relincho encubierto le indicaron que el caballo lo había oído. Fue tanteando hasta encontrar el gancho de madera y empujó la puerta sin hacer ruido. Hincándose sobre la paja, esperó. Lo vio estirarse, descontraer el pescuezo y patas como si estuviera inflándose y ganando volumen, hasta que se sentó y enseguida quedó de pie, agitando la melena y apuntándole con la flecha de su cabeza contorsionada, como si hubiese estado desarmado en el rincón y poco a poco hubiese juntado y articulado los huesos que terminaron de reagruparse con un chasquido y un reflejo azul. Después el animal inclinó el cuello y sus ojos perdieron brillo cuando avanzó, agitado, pateó la paja e inclinó la cabeza sobre la figura que todavía lo esperaba arrodillada.

-Tranquilo, caballo, tranquilo -murmuró, acariciándolo con los ojos cerrados. -Es Ella la que te quiere. Ella la que lo está haciendo, no yo.

Y al fin y al cabo, ¿qué importa? pensó. Si estamos a la deriva en el tiempo y podemos irnos o pasar en cualquier momento, en cualquiera de los minutos traicioneros como si hubiera algo que no sabemos y que nos resguardará después, como nos resguardaba antes de venir aquí. Y entonces fue soltando su aliento sobre el animal y era como si le soltara las abejas por la garganta, mantuvo el impulso de la expiración hasta que los ijares se estremecieron imperceptiblemente entre sus manos y todo el perfil del volumen negro se contorsionó y fue arrastrado por una especie de onda subterránea, la cabeza endurecida replegándose sobre sí misma y el cuerpo entero desarmándose de atrás para delante, primero las ancas, desinflándose como si de repente se hubieran desmoronado o desatado la estructura que las mantenía erectas, después el pecho contrayéndose, encogido y doblándose en un gesto manso que atrajo las piernas igual que si fuera un insecto entrando en su capullo, y por fin la cabeza, débil y escorada hacia la derecha, apenas aguantada por sus manos hasta que él la soltó, formando una única sombra a sus pies y en reposo.

Todavía arrodillado lo miró pensando que tal vez fuera eso lo que Dios había sentido al crear las cosas vivas, según se decía que sucedió, y tal vez lo que sintiera al matarlas cuando tenían que morir. Al salir del cobertizo tembloroso y con las piernas muy flojas volvió a subir, arrastrándose entre las matas salvajes agitadas por el viento hacia las luces de la calle que brillaban en lo alto.

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+