por Justo Navarro (*)
Anthony Burgess
copió el principio de sus memorias o confesiones (también imitó a Rousseau) de
las primeras líneas de Goldfinger: no está
como James Bond en el aeropuerto de Miami, sino en un hotel neoyorquino
esperando la hora de ir al aeropuerto, y no piensa en la vida y en la muerte
como el agente 007, sino sólo en la muerte, para hablar largamente de la vida.
Pero los novelistas, advierte el novelista Burgess, son gente sin interés: han
vertido su vida interior en lo ya publicado y su vida exterior se limita a
sentarse a escribir. Mucho más atractiva es la vida de un taxista. ¿Por qué
insiste uno entonces y sigue escribiendo? Por dinero. Y en ese momento Burgess
confiesa una razón más íntima: “La esperanza sin esperanza de dominar por fin
el idioma, ese enemigo intratable”.
Por agonía verbal y
dinero escribió toda su vida como una fábrica, con verdadera prisa ante la
muerte. A sus cuarenta y dos años, en 1959, después de cuatro lustros entre el
ejército y el servicio colonial británico, profesor de idiomas en Gibraltar,
Malasia y Borneo, el aburrimiento inmenso lo derribó en mitad de una clase. Le
diagnosticaron un tumor cerebral. Decidió convertirse en escritor profesional
para dejarle algo de herencia a su mujer, y escribió cinco novelas y media en
el año que los médicos le dieron de vida. La muerte es el motor de la
literatura. La segunda frase de sus confesiones —“Cogidos como estamos entre
dos eternidades de ocio, no hay excusa para permanecer ociosos ahora”— es menos
dramática y más sombría que su modelo nabokoviano: “Nuestra existencia sólo es
una rendija de luz entre dos eternidades de oscuridad”.
No se murió, pero
una de las cinco novelas y media con vocación de póstumas se llamó La naranja mecánica. Luego
escribió otras treinta novelas, y estudios sobre la lengua y la literatura
inglesa, e hizo música, y un musical sobre el Ulysses de
Joyce, y traducciones, guiones, biografías, miles de artículos. Temeroso de las
pesadillas, nunca quería acostarse. Escribía tanto que necesitaba más de una
firma. Su segunda mujer, la traductora italiana Liliana Macellari, lo conoció
cuando en 1962 felicitó a los dos escritores ingleses que más le habían
interesado ese año: el autor de A Clockwork Orange,
Burgess, y el de Inside Mr Enderby, Joseph Kell: los
dos eran Anthony Burgess. Ávido y confeso lector de novelones de amores y
crímenes, su literatura parecía envidiar el exhibicionismo sentimental y
megalómano de las orquestas románticas y las películas de Hollywood con grandes
personajes históricos como Napoleón, Moisés, Jesucristo, Shakespeare. O él
mismo.
Lo esencial era
divertir al público. Burgess descubrió en el lenguaje un espectáculo dramático,
musical, cómico, acrobático, arriesgado y fantástico. Manipulaba sus sonidos
como esos músicos que alteran los pianos para extraerles posibilidades
imprevisibles. No le bastaba el idioma materno, ni los muchos más que conocía,
e inventó lenguas pasadas y futuras: el ulam de los neandertales de la
película En busca del fuego, y el nadsat de los drugos en La naranja mecánica, ciencia-ficción sobre la facultad
humana, don divino, de elegir entre el mal y el bien. Católico carnal,
retrógrado paradójico, Burgess parecía compartir el criterio del criminal
quinceañero de su novela famosa: “La maldad pertenece a la personalidad (…) El
gobierno, los jueces, la iglesia y la escuela no permiten el mal porque no
permiten la personalidad”.
Cuanto más
ambicioso era, con mayor condescendencia lo trataban los críticos, que, en sus
momentos de máxima generosidad, le atribuyeron fracasos gloriosos. Fue un
escritor horrorshow, palabra que, en nadsat, expresa a la
vez horror y admiración. A pesar de su gusto por las cataratas de palabras y
las novelas de mil páginas, compuso el relato de ciencia ficción más breve que
conozco: “Ese día el sol salió por el Oeste”. Esas pocas sílabas plantean una
meditación sobre la literatura y la verdad. No funcionarían como relato si
hubieran dicho la verdad, lo obvio: el sol salió por el Este.
(*) Justo Navarro (Granada,
1953) ha publicado recientemente El espía (Anagrama.
224 páginas. 18 euros; electrónico: 13,99).
(EL PAÍS - España/ 17-10-2012)
(EL PAÍS - España/ 17-10-2012)
No hay comentarios:
Publicar un comentario