Al día siguiente, por la
mañana, Bianchon y Rastignac tuvieron que ir en persona a declarar la
defunción, cuya certificación quedó extendida a las doce. Dos horas después,
ninguno de los dos yernos había enviado dinero, nadie se había presentado en
nombre de ellos y Rastignac se había visto obligado a pagar los gastos del
sacerdote. Como Silvia había pedido diez francos para amortajar al difunto y
coserlo a una mortaja, Eugenio y Bianchon calcularon que si los parientes del
muerto se negaban a intervenir, ellos podrían sufragar apenas los gastos. El
estudiante de medicina se encargó, pues, de poner él mismo el cadáver en el
ataúd de pobre que mandó traer del hospital, donde le saldría más barato.
-Hazles una jugarreta a
esos pillos -le dijo Bianchon a Eugenio-. Anda a comprar un nicho en el
cementerio de Père Lachaise por cinco años, y encarga un entierro de tercera
clase. Si los yernos y las hijas se niegan a pagarte lo que hayas gastado, haz
grabar en su tumba este epitafio: “Aquí yace el señor Goriot, padre de la
condesa de Restaud y de la baronesa de Nucingen, enterrado a expensas de dos
estudiantes.”
Eugenio no siguió el consejo
de su amigo hasta después de haber estado infructuosamente en casa de los
señores de Nucingen y Restaud, cuyas puertas no pudo trasponer, porque los
conserjes, cumpliendo severas órdenes, le dijeron:
-Los señores no reciben a
nadie; su padre ha muerto y están sumidos en el más vivo dolor.
Eugenio tenía bastante
experiencia del mundo para saber que no debía insistir, y sintió oprimido su
corazón al ver que le era imposible hablar a Delfina, pero le escribió estas
palabras en la habitación del conserje:
“Venda usted una alhaja
para que su padre sea conducido decentemente a su última morada.”
Después de cerrar la
carta se la entregó al conserje del barón, rogándole que se la diese a Teresa,
para su ama; pero el conserje se la entregó al barón de Nucingen, que la arrojó
al fuego. Después de haber dispuesto lo necesario para el entierro, Eugenio
volvió a la pensión a eso de las tres y no pudo contener una lágrima al ver en
el portal el ataúd cubierto apenas con un paño negro y colocado sobre dos sillas.
Un mal hisopo, que nadie había tocado aun, permanecía sumergido en una fuente de
cobre plateada llena de agua bendita. La puerta no estaba ni siquiera cubierta
con un paño negro. Aquella era la muerte de los pobres, que no tiene fausto, ni
comitiva, ni amigos, ni parientes. Bianchon, obligado a ir al hospital, había
escrito cuatro letras a Rastignac dándole cuenta de lo que había hecho en la
iglesia. El interno le decía que una misa era muy cara, que era preciso
contentarse con un sencillo responso y que había enviado a Cristóbal con una
carta a las pompas fúnebres. En el momento en que Eugenio acababa de leer la
esquela de Biancho9n, vio en manos de la señora Vauquer el medallón de oro que
contenía los cabellos de las hijas del difunto.
-¿Cómo se ha atrevido
usted a tomar eso? -le preguntó.
-Hombre, ¿querrá usted
enterrarlo con él? Si es de oro -dijo Silvia.
-¿Y qué? -repuso Eugenio
con indignación-. Que lleve al menos consigo la única cosa que puede
representar a sus dos hijas.
Cuando el coche fúnebre
llegó, Eugenio ordenó a los mozos que subiesen el ataúd. Lo desclavó y colocó
religiosamente sobre el pecho del muerto una imagen que se remontaba a la época
en que Delfina y Anastasia eran jóvenes, vírgenes y puras, y no razonaban, como había dicho Goriot en
medio de sus gritos de agonía. Rastignac y Cristóbal, acompañados de dos
enterradores, fueron los únicos acompañantes del coche que llevaba al pobre
hombre a San Esteban del Monte, iglesia poco distante de la calle Nueva de
Santa Genoveva. Cuando llegaron allí depositaron el ataúd en una capillita
vieja y sombría, junto a la cual el estudiante buscó en vano a las dos hijas de
Goriot o a sus maridos. Estuvo solo con Cristóbal, que se creía obligado a
tributar los últimos honores a un hombre que le había hecho ganar algunas
buenas propinas. Al oír a los dos sacerdotes, el sacristán y el monaguillo,
Rastignac estrechó la mano de Cristóbal sin poder pronunciar palabra.
-Sí, señor Eugenio -dijo
Cristóbal-, era un hombre bueno y honrado que nunca decía una palabra más alta
que la otra, ni hacía daño a nadie.
Los dos sacerdotes, el
sacristán y el monaguillo tributaron al difunto las plegarias que se pueden
obtener por setenta francos en una época en que la religión no es lo bastante
rica como para rezar de balde. El clero cantó un salmo, el Libera y el De Profundis.
La ceremonia duró veinte minutos, y al terminar, sólo había un coche para el
sacerdote y el monaguillo, que consiguieron en recibir consigo a Eugenio y a
Cristóbal.
-Como no hay comitiva y
son ya las cinco y media, podremos ir más rápido para no retrasarnos.
Sin embargo, en el
momento en que el cuerpo fue colocado de nuevo en el coche fúnebre, dos coches
cuyas portezuelas ostentaban las armas de la nobleza, pero que estaban vacíos,
el del conde de Restaud y el del barón de Nucingen, se presentaron y siguieron
al cortejo hasta el cementerio de Père Lachaise. A las seis, el cuerpo de papá
Goriot fue colocado en su fosa, alrededor de la cual cual estaban los criados
de sus hijas, los que desaparecieron junto con el clero tan pronto como este
pronunció una corta plegaria pagada con el dinero del estudiante. Una vez que
los dos enterradores hubieron arrojado algunas paletadas de tierra sobre el
ataúd para enterrarlo, se irguieron, y uno de ellos, dirigiéndose a Rastignac,
le pidió la propina. Eugenio echó mano al bolsillo, lo encontró vacío y se vio
obligado a pedirle un franco prestado a Cristóbal. Este hecho, tan sencillo en
sí mismo, determinó a Eugenio un horrible acceso de tristeza.
El día empezaba a declinar,
un crepúsculo húmedo excitaba los nervios. Eugenio contempló la tumba y sepultó
en ella su última lágrima de joven, esa lágrima arrancada por las santas
emociones de un corazón puro, una de esas lágrimas que, desde la tierra donde
caen, rebotan hasta los cielos. Después se cruzó de brazos y contempló las
nubes. Al verlo de este modo, Cristóbal se decidió a dejarlo.
Una vez solo, Rastignac
dio algunos pasos hacia la parte alta del cementerio, y desde allí contempló
París tortuosamente extendida a lo largo de las dos orillas del Sena, a la hora
en que comenzaban a brillar las luces. Sus ojos se fijaron casi con avidez en
la columna de la plaza de Vendôme y los Inválidos, allí donde vivía aquel
hermoso mundo que tanto había deseado frecuentar. Dirigió a aquella bulliciosa
colmena una mirada con la cual parecía absorber de antemano su miel, y dijo
estas grandiosas palabras:
-¡Ahora nos veremos!
Y como el primer acto de
su reto que lanzaba a la Sociedad, Rastignac se fue a comer a casa de la señora
de Nucingen.
No hay comentarios:
Publicar un comentario