Capítulo IV
La partida del Sargento Cimarrón (4)
¡Demasiado compartía el
Zorrino aquellas palabras! También él las hubiera dicho todas, sin faltar una
sola, de estar en la situación de Don Juan. Y habría agregado otras aun más
duras. Pero su posición era muy distinta. Él tenía que evitar peligros a su
primo, por lo menos hasta que se despejara el horizonte. A todo lo que él
decía, pues, le daba como ganas de patearlo en cuanto se le aparecía en el marote,
pero lo decía. Hasta que se dispuso a poner sobre el tapete una carta que se le
apareció sin saber cómo, y a la que juzgó un “triunfo”:
-¿Y la Mulita?
En ella había vuelto a
dar el pensamiento de Don Juan. Se sonrió, afectuosamente, pues, al advertir la
ocurrencia del Zorrino.
-Sí, mi primo -exclamó-.
Por cuidarla es que tendremos que andar midiendo los pasos… Solito por ella es
que…
Su cabeza se irguió con
fiereza. Después… volvió a bajarla envuelta en sombras.
¿Qué pie, por arrogante
que vaya, no afloja y se encoge al pisar una espina? ¿Qué brazo, el más
nervudo, no se estremece si es tocado en su herida? O, mejor todavía, ¿qué mano,
entre todas enérgica, revolviendo cenizas apagadas no se crispa si se da con un
ascua que despierta?
-Ahora, primo, me va a
llevar para su casa. Usté siempre, siempre con que yo lo visitara. No sé para
qué, me decía yo. ¡Si él me visita siempre! ¡Si nos encontramos en todos lados…!
¡Pues, ya ve, ahora usté mismito me lleva a su rancho!
Entró al rancho y retornó
con el apero entre los brazos. A un costado pendían las boleadoras. Debajo del
recado bajo el ombú, agarró el cabestro, y desapareció detrás de las casas.
Volvió trayendo el tostado de tiro. Lo situó a conveniente distancia del
cebruno. Con serena rapidez puso el freno y ensilló. No escapó al Zorrino que
Don Juan ajustaba la cincha más de lo habitual. Entonces,
-¡Previsor! -se dijo-.
Entre tantos peligros que se nos vienen encima, hay que ser advertido. Lo vio
regresar, siempre silencioso, al rancho, para aparecer emponchado.
Don Juan se quitó el
sombrero, le hizo pender el barbijo replegado en su interior y, al
encasquetarlo de nuevo, pasó la cinta bajo el mentón. Después, recogió el
poncho sobre los hombros. El brusco movimiento dejó ver tamaña pistola de dos
caños.
Casi al mismo tiempo los
primos estuvieron a caballo.
-¿Linda la mañanita, no?
Estupefacto, el Zorrino
no pudo contestar. Hacía ratos que aguardaba a que Don Juan hablara, pero
confiando en algo que saldría con algo que cayera más cerca del montón de
respuestas y argumentos que él tenía preparados. Habiendo ido su primo a parar
tan lejos de sus previsiones, el Zorrino se quedó como horno: con la boca
abierta y mudo.
Callados, pues, iniciaron
el trote. Fulguraba el sol. El montecito que acompañaba a una cañada a todo su
largo, era la meta. Sin meterse en él, marcharían un trecho oculto,
costeándolo. El Zorrino, de reojo, miraba con ternura a su primo Empezó a
sentirse feliz al comprobarse necesario en la vida de quien le era lo más
sagrado del mundo. Y en ese anhelo de ser dichoso que, quién más quién menos,
tenemos todos -o tuvimos antes, cuando no estábamos tan viejos-, él iba
imaginando en el inminente futuro una acción personal de mayor preponderancia,
al punto de que, en seguida, ya soñaba ser báculo de Don Juan, y libro abierto
y lanza de media luna y trabuco, todo junto.
-Si quieren tocarlo a él
-decíase entre el apagado redoblar de los cascos- van a tener que pasar por
arriba mío. Y para pasar por arriba mío… va a haber que pelear un ratito medio
largo. ¡Digo yo!
Inundado por un delirio
de felicidad, mientras el cebruno pedía riendas hollando un manso gramillal
moteado de chilcas, él se veía, un entrevero furibundo, raje y raje milicos a
punta de cuchillo. Y, como siempre en circunstancias parecidas, acarició el
mango de plata y oro, el Zorrino. Y habló a su daga:
-¡Compañera -susurró- la
convido para la defensa de Don Juan!
Pocas cuadras distaban
del monte, cuando, tiesas las orejas, los brutos alzaron la cabeza. Y fue
instintivo el tirón que de las riendas recibieron. Para mayor alarma de los
parientes, de inmediato una bandada de pequeños pájaros revoloteó entre las
ramas de los primeros árboles y se lanzó a campo traviesa, pasándoles a los
chistidos, por encima. Capaces de salir hechos luz a la menos insinuación de
sus dueños, el cebruno y el tostado ahora aguardaban inmóviles, tensos.
-¡Pucha, te estoy
comprometiendo!
Era rabioso el acento de
Don Juan; pero el Zorrino, por entre la fiereza con que había vuelto a fijar su
mirada en el monte, dejó escurrir una sonrisa. Y la apagó sin que por eso se atenuase
la satisfacción que le animara cuando, en bayo de gran alzada, surgió entre el
ceibal un “clase” -el Sargento Cimarrón-, seguido por un milico -el Soldado
Cuzco Overo-, y luego, por otro y por otro más: los Soldados Mao Pelada,
Avestruz, el cabizbajo entrerriano Vizcacha, y por otro, aun, ¡el joven
Asistente Macá! Todos de carabina en bandolera.
El jefe de la partida
debió de haber dado la voz de ¡Alto! al tornar con viveza la cabeza hacia sus
subordinados, porque estos, echando como él el cuerpo atrás, detuvieron en seco
sus cabalgaduras. Simultáneamente, las chatas, corvas, alguna herrumbrienta,
hojas de los machetes abandonaban sus vainas.
Don Juan, que los contó,
y que haciendo en al aire su plan observaba con muy especial atención el estado
de las cabalgaduras policiales, cruzó ante su primo para ir a situarse a pocos
pasos, en un espacio libre de chilcas.
Pensando que el desplazamiento
de Don Juan tenía por objeto elegirse para sí el mejor lugar,
-¡Previsor! .se dijo,
como ratos antes, el Zorrino, satisfecho.
En su generosidad y en su
cariño por Don Juan no midió que, de ser cierto lo que pensó, ello implicaba un
egoísmo de su primo. Por suerte, los hechos demostraron muy pronto que se
equivocaba el Zorrino.
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