(Una historia de amor,
pasión y muerte, nacida en tiempos de la Patria Vieja)
Es el verano de
1811 y en Capilla de Mercedes todo parece mirar al río. Desde su diversidad
parecen mirarlo los umbrosos y polícromos montes, lo mismo que los algarrobos y
los espinillos, los ñapindá y las tinas de penca, que inclinadas y con sus
larguísimas uñas arañan la quietud de las orillas. Loros, patos silvestres,
martinetas, palomas, chimangos y hasta los venados que huyen del bochorno,
están pendientes del río. Miran al río
las barrancas de pedernal, las chácaras, las casas de paja, palo y pique, pero
también las más vistosas de azotea y ladrillo. Hasta el techo de tejuela de la
Iglesia y las cruces del camposanto, parecen querer, desafiando la lejanía,
mirar al río. Y en ocasiones también el viento lo mira, lo mismo que los
pobladores, hechizados, unos con la esperanza de que enfilando sus aguas atraquen
augurios de cambio, otros, espantados, con prevención y suspicacia. Los ardores
del verano alimentan otros ardores y por eso el antiguo apostadero naval
español adopta providencias.
Todo es
nerviosismo y expectativa. Las noticias que arriban son interpretadas y
repetidas. Las comentan las mujeres a la salida de la misa, las repiten sus
maridos en las faenas camperas y hasta son el corrillo de los más chicos. Nadie
a ciencia cierta conoce la procedencia de la información, pero todos dan por
cierto que un tal Martín Rodríguez está por irrumpir en cualquier momento con
un cuerpo de ejército. Y de ser así será el inicio de la guerra. Lo sabe
también el Alcalde, el Comandante militar español y los hombres de la
guarnición y por eso, ante la eventualidad, apuran los preparativos.
***
-Dispongan las cinco
plazas de artillería -brama el comandante, imperativo, a sus hombres. Mientras
ordena, los mira satisfecho. Había conformado la comitiva con los mejores
jóvenes del pago.
-Y están bien armados
-piensa para sí, con orgullo.
Entonces cae en la
cuenta que no hay con qué sostener los cañones.
-¡Improvisen
cureñas! -decide.
No pueden dejarse
sorprender. El comandante imparte órdenes a diestra y siniestra, camina,
rezonga, aventura posibles situaciones. Las gotas de sudor corren por sus cejas
y pestañas y le hacen arder los ojos. Mientras los seca con la manga del saco,
cae en la cuenta que las improvisadas cureñas de poco sirven, pero no está para
detalles.
-¡Incauten todos
los botes y canoas y pónganlos del lado del pueblo! ¡Que las custodie el cabo y
cuatro hombres! -quiere evitar que caigan en manos rebeldes o que sirvan para
que algún vecino huya a Buenos Aires.
***
Oculto entre los
pastizales Justo Correa mira los preparativos y piensa que hay que prepararse
para apoyar la llegada de los insurrectos. Y con ese pensamiento, emprende el
regreso al pueblo. Está en aquellos pagos por razones de salud, pero en
realidad la Junta Provisional le había encomendado desde el invierno anterior que
reuniera armas y gente y los remitiera a Buenos Aires a disposición de Don
Miguel de Azcuénaga. Está orgulloso de que hayan valorado su probidad y
disposición, virtudes reconocidas por su desempeño como Alférez de Blandengues,
hombres de la talla de Belgrano, Alberti y Moreno. Y no quiere fallarles,
aunque su estado de salud limite sus movimientos. De cualquier forma, aunque
esté forzosamente anclado en aquel lugar, colaborará en la medida de sus
fuerzas. Es por eso que se ha impuesto la tarea de vigilar al enemigo español y
de organizar a todos los que quieran enfrentarlo. Ante su paso estalla el
aleteo de los pájaros. Los conoce hasta por sus silbidos. Adonde empiezan a
amontonarse las casas, reconoce la tonada melancólica del chingolo, que intimida
con silbos estridentes y concluye con un trino.
-Fie fiifiii pie
piepiepie
Es de mañana y por
tener al ave cerca, el canto parece dominar el paisaje sonoro nativo.
-Fii fi
fifififififéii
Tiene confianza en
que el contacto con la naturaleza le permitirá mejorar de sus dolencias. Por
otra parte sabe que son famosas las aguas del Río Negro por sus propiedades
curativas, a tal punto que los virreyes la acarreaban en grandes toneles y que
el Rey Carlos IV le había otorgado a la vecina Soriano el título de “Muy noble,
leal y valerosa villa y puerto de la salud del Río Negro”. Los paisanos le
aseguran que bañarse en aquel lugar cura enfermedades de la piel, de los
huesos, de la sangre y un largo etcétera, que incluye la punzante gota y que el
poder curativo proviene de la zarzaparrilla sumergida en el río. Una inquieta
ratonera que salta entre unos troncos saca a Correa de su ensimismamiento. En
pecho y garganta el ave parece tener un frac blanco-parduzco. Su grito
desafiante lo convoca a la realidad.
-Trkektrrek
El canto no deja
de ser agradable y melodioso. Lo entona mientras mueve las alas, como queriéndose
refrescar del bochorno. Correa continua su camino, pero arrastrando la voz, el
pájaro lanza un aullido enérgico y áspero que lo pone sobre aviso.
-YYeeek
El alférez piensa que
también la naturaleza se rebela cuando algo o alguien la amenaza y que hasta
los pájaros parecen en son de guerra en aquel verano diferente. Ya no disfruta
del monte, todo a su alrededor se le antoja premonitorio y hostil. Como cansado
de lo viejo que no concluye de fenecer y anhelante ante lo que no acaba de
nacer. Se siente en el borde del tiempo, convocado junto con su gente por un
destino inexplorado que reclama sacrificios. Toda la costa del Río Uruguay está
convulsionada por el mal gobierno de Montevideo y por el contagio revolucionario
que llega de Buenos Aires. Aquel emplazamiento también comprende a Capilla
Nueva de Mercedes y amenaza incendiar hasta sus pastos. Desde una endeble
plataforma de ramas cruzadas, la vinosa paloma de monte, hincha su cuello
iridiscente y suma un canto grave y gutural, al concierto libertario.
-Uaa-uuuhhwu-úhuuuwuuuhh
Y Correa apura el
paso.
***
El lugar es
visitado por gauchos, peones, indios, soldados, hijos de familia, jóvenes y
viejos, que escapan a las fatigas del día para disfrutar de los naipes, dados y
otros juegos. El ganador o quien así lo quiera, puede comprar ropas y
mercaderías y otras “ofertas”. En suma, como todas, también en Mercedes la
pulpería socializa y encuentra. Y en aquel momento particular, para bien o para
mal, hace soltar las lenguas. Fortalecidos por el beberaje, las guitarreadas y
los encuentros, los criollos despachan sus entripados y por supuesto comentan.
Correa prefiere no hacerlo y a la salida del Bar encara a los más allegados:
-Hay que actuar
con sigilo. Tengo que conversar a varios desertores del cuerpo para que se
presenten… Y a otros paisanos que conozco de confianza.
Es tiempo de actuar.
Y sus interlocutores aceptan la idea. Pero son conscientes de las carencias. No
hay armas, no tienen un plan general, ni preparación militar, y todavía no son
suficientes los niveles de organización.
-No hay otra alternativa
que sorprender de noche a la Guardia, cuando se sepa de cierto que se aproxima
a paso el Cuerpo de Ejército de Don Martín Rodríguez -le retruca Jacinto
Gallardo, un paisano alto y fornido.
-Y pasar todos los
botes y canoas, para que a su llegada no estén entorpeciendo el paisaje -agrega
pensativo el paisano Cecilio Guzmán.
Nunca sabrían cómo
ocurrió. Puede que fuera algún allegado de los que estaban en el secreto, un traidor,
o cualquiera que los escuchó, o le pareció sospechosa su conducta, la cosa es
que alguien se apersona ante las autoridades españolas, para denunciar que hay
gente complotada.
-Correa tiene
partidarios a favor de Buenos Aires. Cuenta con sesenta hombres en el Monte y
esta noche va a avanzar al pueblo y a pasar a degüello a todo europeo -el
chisme corre como fuego más allá de la guarnición española. Y la respuesta militar
es inmediata:
-¡Que salgan dos
partidas por las calles de cuarenta hombres cada una! ¡Y que otra más pequeña
se oculte junto a la Casa de Correa, para observarle los movimientos! -ruge el
comandante exasperado. También a el lo tienen desquiciado la incertidumbre y
los rumores sobre avances militares y levantamientos. Prácticamente no pasa un
día que no le lleguen, obligándolo a estar alerta.
Ajeno a lo que lo
rodea Correa disfruta la noche que todo lo envuelve, ocultando cualquier rastro
de vida. Es momento de pasiones y encuentros, de llegadas y despedidas, de
juramentos y suspiros. La sombra, apenas herida por la tenue luz de los faroles
y de las estrellas, parece un lienzo gigante capaz de recoger gestos,
reproches, discusiones, promesas y mentiras. Para el Alférez es momento de
aflojar tensiones, pero, acostumbrado a la penumbra, unos movimientos entre los
pastos lo inquietan y con precaución mira por la ventana.
-Tzchip, Tzip, Tic
No lo ve pero
siente al chingolo despedir el día y respira más tranquilo.
Repentinamente,
acallando la cadencia nocturna, lo alcanza un formidable griterío, que le llega
del pueblo. Golpes, gritos y amenazas rompen la paz de la noche veraniega. A su
alrededor todo enloquece, enloquece la gente que sale de su casa apenas
vestida, enloquecen los gurises despertados por los gritos, enloquecen los
perros con sus ladridos. La tierra resuena como un tambor por el trote de los
caballos y el espanto paraliza a la población, que ya no puede volver a
conciliar el sueño. Desde donde está, a Correa le parece que unas sinuosas
sombras acechan su vivienda, pero desecha la idea.
-Han de ser los
cipreses que se zarandean, por el soplo que llega del río -murmura para sí.
En el bar, el
desasosiego de la noche fue durante un tiempo tema obligado. Un par de días
después, estando presentes algunos de los soldados que participaron de la bravata,
varios parroquianos que no pueden ocultar su ira les recriminan sin miedo.
-Armaron un
incomparable alboroto…-resume el pensamiento de todos Cecilio Guzmán
-Todo fue por
Correa -responde el soldado Jaime Vidal, circunspecto. Y entonces cuenta de las
acusaciones y lo que las autoridades sospechan. Y agrega: -Uno de los
integrantes de la partida, que se había ocultado entre los árboles, cerca de la
casa, quiso dispararle, pero fue contenido por el resto. Y al día siguiente el
Comandante hizo un chasque a Colonia, para informar lo que por vagas noticias
se había enterado, pero el gobierno mandó que se descubriese algún dato para
asegurarse la verdad de aquel informe, con el que daría providencia de mandarlo
preso a Correa.
Cuando le comentan
los dichos, el Alférez recuerda el movimiento de los cipreses y, supersticioso,
la despedida del chingolo. Y se dice:
-Hay que acelerar
los acontecimientos.
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