LA MUERTE DEL PADRE (4 / 5)
Por la noche, en los
Italianos, Rastignac tomó algunas precauciones para no alarmar a la señora de
Nucingen.
-No se apure usted
-respondió Delfina a las primeras palabras de Eugenio-, mi padre es fuerte,
únicamente que esta mañana lo hemos disgustado un poco. Nuestras fortunas
corren peligro. ¿Ha pensando usted en la extensión de esta desgracia? Si el
cariño de usted no me hiciese insensible a todo lo que habría considerado un
poco antes poco antes como una angustia mortal, ya no viviría. Hoy ya no temo
otra desgracia que la de perder el amor que me ha hecho sentir el placer de
vivir. Aparte de este sentimiento, todo me es indiferente; nada me interesa en
el mundo. Usted lo es todo para mí. Si me halaga la idea de ser rica, es para
agradarle más. Para vergüenza mía, en estos instantes me siento más amante que
hija. ¿Por qué? No lo sé. Toda mi vida está concentrada en su amor. Mi padre me
dio su corazón; pero usted lo hizo todo. Podrá vituperarme el mundo entero,
pero no me importa con tal que usted, que no tiene derecho a quererme mal, me
absuelva de los crímenes a que me condena un sentimiento irresistible. ¿me
creerá usted una mujer desnturalizada? ¡Oh, no, es imposible dejar de amar a un
padre tan bueno como el nuestro! ¿Podría yo impedir que él viese al fin las
consecuencias naturales de nuestros deplorables matrimonios? ¿Por qué los ha
permitido? ¿No le tocaba a él reflexionar sobre nosotras? Hoy ya sé que sufre
tanto como nosotras mismas; pero, ¿qué podemos hacer para evitarlo?
¿Consolarlo? No lo lograríamos. El dolor que le causa nuestra resignación es
mayor que el daño que le harían nuestros reproches y nuestras quejas. Hay
situaciones en la vida en que todo es amargura.
Eugenio permaneció mudo,
embargado por la ternura que le inspiraba la sencilla expresión de un
sentimiento verdadero. Si las parisienses son, por lo general, falsas,
vanidosas, personales, coquetas y frías, en cambio, cuando hablan de veras,
sacrifican en sus pasiones más cantidad de sentimiento que las otras mujeres,
se agrandan con sus pequeñeces y se hacen sublimes. Por otra parte, Eugenio
estaba admirado del espíritu profundo y juicioso que despliega la mujer para
juzgar los sentimientos más naturales cuando un cariño privilegiado la separa
de estos. A la señora de Nucingen le llamó la atención el silencio que guardaba
Eugenio y le preguntó:
-¿En qué piensa usted?
-Escucho aun las palabras
que acaba usted de decir. Hasta ahora creía amarla más de lo que usted me ama.
Delfina se sonrió y
procuró hacerse fuerte contra el placer que sintió, para dejar la conversación
en los límites impuestos por las conveniencias. Aquella mujer no había oído
nunca expresiones tan vivas de un amor joven y sincero, y con algunas palabras
más no hubiera podido contenerse.
-Eugenio -dijo la
baronesa cambiando de conversación-, ¿no sabe usted lo que pasa? Mañana todo
París estará en casa de la señora de Beauséant. Los Rochefide y el marqués de
Adjuda se han arreglado para que no se sepa nada; pero el rey firma mañana el
contrato de matrimonio, y su prima ignora lo que ocurre. No podrá menos que
recibir, y el marqués no estará en el baile. Esta aventura es hoy el objeto de
todas las conversaciones.
-Y el mundo se ríe de una
infamia y toma parte en ella. ¿Ignora usted que esto causará tal vez la muerte
a la señora de Beauséant?
-¡Qué! -dijo Delfina
sonriéndose-. Usted no conoce a esta clase de mujeres. Mañana todo París estará
en su casa, y yo no fallaré. A usted le debo esta dicha.
-¿No será este algunos de
esos falsos rumores que con tanta frecuencia corren en París? -preguntó
Rastignac.
-Mañana sabremos la
verdad.
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