LA VENGANZA (3)
Salieron campeando. Y
vieron con extrañeza que la tropilla había rumbeado para su querencia. Recobrando
el equilibrio entre lo de abajo y lo de lo alto, la luna, ahora en el centro
mismo de un cielo sin empaño, dominaba la vasta extensión y le infundía a todo
su blanca dulzura ensimismada.
-¿Se habrá cortado el
lazo?
-Así parece. -contestó el
Zorrino, parándose en seco-. Y si no me equivoco, ahí está la novedá.
En efecto: a poca
distancia de ellos, a la sombra de un ñandubay, había un grupo. Era la Lechuza,
que tenía su viviendo allí cerquita; un Chimango viejo de patas medio
envaradas; el tío de la Lechuza, el Ñacurutú; una Nutria que no acercaba más
que los ojos al herido, para no ensuciarse, y un Carpincho enorme, recién
salido del agua, al alboroto.
-Vamos a bombiarlos de
aquí -dijo el Zorrino- porque estos nunca me han gustado mucho y a lo mejor
después nos tienen a las vueltas.
Y espiando vieron que
entre la Nutria y el Ñacurutú subían al Peludo sobre el Carpincho, saliendo
luego, escoltándolo, ellos y, a la vanguardia, la Lechuza para indicar el
camino al conductor que, como es tan retraído, ni sabía la casa del que llevaba
a cuestas.
Al pasar frente al
escondite de los primos, estos oyeron que la Nutria decía al Chimango:
-Entonces a usté la
parece…
-¡Estoy seguro!
-respondió el otro-. Tiene que ser ese Don Juan. Supe esta tarde en la pulpería
que habían quedado de enseñarle a enlazar. ¿Y no ve el lazo? Aquí está la
prueba.
¡Cómo habrían atado el
lazo los parientes que, por más que hicieron, los serviciales no habían
conseguido aflojarlo!
De repente el herido se
quejaba, dando un suspiro quejumbroso y volvía a respirar cortito y seguido. El
cuchicheo, detenido cuando eso, tornaba otra vez.
-¡Pobre Peludo! ¡Me
parece que de esta hecha…!
-Sí, ¡pobre…! Y siempre
fue medio tirano ¿eh? Cualquier cosa en la pulpería costaba un ojo de la cara.
-Mal alma era, derecho.
Yo…
-Enderece por aquí, don
Carpincho. En cuanto vandiemos aquellas chilcas, ya llegamos.
Un ¡Ay, Jesús! Del herido
imponía silencio y hacía aminorar el paso al Carpincho y al cortejo. Luego, reanimada
la marcha, volvía a oírse.
-Y si a uno le quedaba
debiendo algún restito, ¡Dios lo libre! Tenía todos los días arriba al
dependiente. Y ese Chajá, amigo, era capaz de cargar hasta con los tizones si
veía que no se podía cobrar de otra…
-¡Por aquí, don Carpincho…!
¡Tenga paciencia! ¡Es una cosa que casi se puede decir que llegamos!
Y por fin llegaron. La Nutria
golpeó las manos y se metió presurosa para dar primera que nadie la noticia a
la Mulita. Viendo a su tío lleno de sangre, a la pobre le dio el mal.
-¡M’hija! ¡M’hija! ¡Qué
le pasa! -repetía, como una gotera, la Lechuza, atendiéndola-. ¡Qué te pasa! ¡M’hija!
¡Qué te pasa!
Y hacía señas para una
cama grande, que antes debió de haber tenido dosel porque ostentaba, muy
arrogantes, los sostenes.
Entre los machos cortaron
a cuchillo el lazo, acostaron al Peludo, lo cubrieron bien y volvieron
alrededor de la sobrina, ahora sentada en su sillita de cuero. Mientras la
reanimaban dándole aire con sombreros, la Nutria, curiosamente, un poco
retirada, miraba el cuadro procurando guardar todos los detalles en su memoria
poco tenaz por desgracia.
Cuando se sintieron sin
objeto, empezaron a mirarse y a mirar para el suelo y para el techo. Entonces,
la Lechuza dijo que con ella no se precisaba más, y que se quedaría hasta el
día. Y los demás se fueron y a pie, unos, otros, a caballo, entraron a la noche
ahora sólo con estrellas. Era que, una vez que todo estuvo atemperado en este país,
la luna se había dejado resbalar silente por sobre inmensos mares de olas,
hacia otras cosas y otros seres aun sin asistencia. Se fueron, así, indiferente,
el Ñacuturú; apurado por tirarse al agua, el Carpincho; el Chimango embarullado
con todo aquello; y bastante incomodada la Nutria porque se ofreció para
quedarse y la lechuza le dijo que se retirara, no más, en tal forma que fuera
como un empujón.
-¡Arrastrada de los
diablos! Así está de mal mirada, por lo antipática -monologaba la ofendida.
Y alcanzó al Carpincho,
que siguió apurado, casi sin oírla,
-¿No la vio que parecía
la dueña de casa, don Carpincho? ¡Parece mentira, tan audaz! ¡Y quién la ve pa
tantos tonos! Eso que dicen de que vive con el tío, con el Ñacurutú, es una fija,
mire. La Víbora me contó que es una cosa de verlos todos los santos días…
-¡Bah! -exclamó el
Carpincho, llegando al arroyo.
Y se zambulló en el agua.
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