La mala acción del Peludo (5)
LA VENGANZA (1)
Ya el sol había dejado la
tierra a sus espaldas. La luna, blanca y buena, asomó de atrás de una cuchilla.
Y todo lo que antes se hallaba negro de golpe dejó caer su sombra sobre el
pasto y se dejó vestir en luz plateada. Bajo aquel amoroso manto el mundo quedó
como un niño dormido. Diseminadas hasta lejísimos, las estrellas escudriñaban por
ver en qué parte no había luz. Y hacían señas. Subía entonces la luna un poco
más, y hasta allí llegaba también algo de su candor.
En eso se estaba cuando,
de entre los espinillos que ocultaban el recodo de un trillo del campo abierto,
vio a dos jinetes aparecer hacia la callada pulpería por cuya puerta salía la
luz.
Eran Don Juan y el
Zorrino. Al llegar a la enramada:
-¡Ya creía que no venían!
-exclamó alguien desde la puerta. Y se adelantó a saludar entre reverencias.
-¿Cómo vamos a faltar a
la palabra?
Así respondió Don Juan
deteniendo su tostado y sin intentar apearse.
-Bueno, señores, y como
no gustan abajarse a tomar un trago -dijo el de a pie olvidando que no había
dicho nada- con permiso.
Retrocedió, cerró la
puerta de su establecimiento, le puso por dentro la tranca de fierro. Momentos
más tarde se apareció por retaguardia de la casa y ya montado en un sabino
media sangre, bastante pesadote, como caballo de andar de todo pulpero.
-¡Señores, estoy a la
disposición!
Giraron los recién
llegados y, a trote corto, el Peludo en el centro, avanzaron por la llanura. Un
fresco muy agradable empezaba a descender. El suelo brillaba por el rocío y por
el creciente acribillar de los bichos de luz ya llegados jamás se sabe de
dónde, porque su vivir es de los misterios más cerrados que hay. (De día
¿quién, no me dice, es el que ha visto alguno? De noche se enseñan solito
cuando ellos quieren. Está a ciegas usted y, de repente ve y en seguida no ve
que le ha pasado casi rante, uno de ellos en su vuelo). Resplandecía por donde
avanzaban los jinetes. Húmeda hojita que se hallara en buena posición hacía
fulgurar tanto el rayo de luna reflejado en ella, que hasta ella misma podía
creerse que estaba siendo objeto de un trato preferencial.
-¡Pucha, Don Juan, qué
incomodidá para usté!
-¡Valiente!
-Sí, ¿y para el aparcero
Zorrino?
-¡Valiente, digo yo
también!
Parecía que de la cincha
los tres llevaban a sus sombras, ahora, porque habían abandonado la senda y
desviaban cada vez más, a campo traviesa, a su derecha. De cuando en cuando, un
espinillo, una isla de ceibos. En el declive, como en custodia del arroyo,
sauzales contrastando su forma más compacta con las sombras de toro que iban
dejando entre las piedras, cada vez más, a la izquierda.
Y por sobre todo, aquella
quietud dulce, aquel silencio tan acogedor, aquellos perfumes recónditos, como
venidos de la hondura de la tierra…
-Usté, en cuanto elija lo
que le guste, rebolea el lazo y se lo tira a la cabeza. En seguida usté se afirma,
y va a ver que las cosas le salen que es una seda.
Sin dejar de prestar fino
oído, radiante y como si lo hubieran sacado a pasear de la mano, el Peludo,
aspirando a pleno pulmón y tendiendo la mirada en abanico, era embargado por la
sensación plena de que se internaba en un misterio muy misterioso de los que
hay pocos, porque este misterio no hacía ostentación de su superioridad, porque
hasta inspiraba confianza, porque acogía, derecho.
Sobre la voluntad de Don
Juan mariposeaba cada vez más de cerca algo de ese hechizo, asimismo. ¡Las
ocasiones que él había cruzado la noche! Y, ahora, ahora ella parecía como que
lo llamaba desde el seno mismo de su vaguísima inmensidad.
Medio como a querer
caracolear empezó el cebruno del Zorrino, porque a su jinete le crecía el
fastidio.
-¿Y este caray de Juan,
cuándo se va a decidir y me ordena que empiece?
Era que mientras al Peludo
lo estaba ahora iluminando una sonrisa que hacía años no se le aparecía, Don
Juan iba irresistiblemente hundiéndose en sus profundidades, bien hacia esa
zona que quien más quien menos tiene adentro, allí donde el bien y el mal no
existen sino otra cosa, allí, otra cosa que es más buena todavía, que el
mismísimo bien, sin duda alguna.
Brusco sofrenazo por el
clavar de espuelas y por el simultáneo tirón de la rienda hizo que el caballo
de el Zorrino se patentizara en la noche más que un cerro.
Desensimismose Don Juan.
Entonces, detuvo también su cabalgadura, con lo que hizo plantar en sus cascos
al tordillo del Peludo.
-Bueno, aparcero Peludo,
voy a mostrarle cómo se hace. A ver, mi primo, si rejunta algo y lo endereza a
donde estamos. Haga que nos pase bien ajustado a nosotros.
Jubiloso, el Zorrino alzó
el rebenque por sobre su cabeza y clavó espuelas. Por suerte arrancó así, de
galope. Porque creyendo que pensaba, tan sólo, enunció, en voz alta, no más, su
pensamiento.
-Ahora vas a ver, Peludo
viejo, lo que es bueno. Ya no te van a quedar ganas de pegarle más nunca a la
Mulita.
Algo le llegó, aunque
confusamente al Peludo.
-¿Qué fue, Don Juan, lo
que dijo?
Le lanzó una mirada, Don
Juan. Y comprobando que el tío de la Mulita permanecía completamente inocente,
dijo:
-Que ahora va a ver usté
cómo se enlaza. Abajesé.
Se acercó el Zorro a un
ñandubay y descabalgó. El Peludo también echó pie a tierra y, de tiro el
caballo, se le juntó contento cada vez más.
-De esta hecha las vas a
pagar todas -iba, ahora casi a los gritos, el Zorrino, creyendo que meditaba en
silencio. -Cuando te toque enlazar a vos, te voy a juntar unos toros como para
que la arrastrada recién te la pare el Río Negro…
Don Juan, ahora, pensaba
en la Mulita..
-Pucha, si este se
descogota, le vamos a hacer un mal a ella por quererle hacer un bien…
-Habilito al dependiente,
pa que agarre afición a la casa -soñaba el Peludo-. Y yo de lleno me meto en
negocios de estancia.
Así, preocupados cada
cual en sus particulares asuntos, el ahora lejano galopante y los dos del ñandubay
que habían marcado, nada tuvieron ya que ver con la mansedumbre circundante. La
noche quedó sola. Abandonada. Lo que hacía tan oscuros como sus sombras a los
tres intrusos dentro del vastísimo horizonte en paz callada.
Una vez, hace años, uno
dijo:
-“Yo no sé por qué somos
así.
-“¿Así cómo -apareció el
otro.
-“Así.
-“¡Sí, de veras! Usté
tiene toda la razón del mundo!”
Ahora, la noche parecía
estar en el mundo en lo mismo de los de aquella ocasión. Todo acaba de
parecerse; nadie se parecía a nada.
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