domingo

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (23)


La mala acción del Peludo (5)

LA VENGANZA (1)


Ya el sol había dejado la tierra a sus espaldas. La luna, blanca y buena, asomó de atrás de una cuchilla. Y todo lo que antes se hallaba negro de golpe dejó caer su sombra sobre el pasto y se dejó vestir en luz plateada. Bajo aquel amoroso manto el mundo quedó como un niño dormido. Diseminadas hasta lejísimos, las estrellas escudriñaban por ver en qué parte no había luz. Y hacían señas. Subía entonces la luna un poco más, y hasta allí llegaba también algo de su candor.

En eso se estaba cuando, de entre los espinillos que ocultaban el recodo de un trillo del campo abierto, vio a dos jinetes aparecer hacia la callada pulpería por cuya puerta salía la luz.

Eran Don Juan y el Zorrino. Al llegar a la enramada:

-¡Ya creía que no venían! -exclamó alguien desde la puerta. Y se adelantó a saludar entre reverencias.

-¿Cómo vamos a faltar a la palabra?

Así respondió Don Juan deteniendo su tostado y sin intentar apearse.

-Bueno, señores, y como no gustan abajarse a tomar un trago -dijo el de a pie olvidando que no había dicho nada- con permiso.

Retrocedió, cerró la puerta de su establecimiento, le puso por dentro la tranca de fierro. Momentos más tarde se apareció por retaguardia de la casa y ya montado en un sabino media sangre, bastante pesadote, como caballo de andar de todo pulpero.

-¡Señores, estoy a la disposición!

Giraron los recién llegados y, a trote corto, el Peludo en el centro, avanzaron por la llanura. Un fresco muy agradable empezaba a descender. El suelo brillaba por el rocío y por el creciente acribillar de los bichos de luz ya llegados jamás se sabe de dónde, porque su vivir es de los misterios más cerrados que hay. (De día ¿quién, no me dice, es el que ha visto alguno? De noche se enseñan solito cuando ellos quieren. Está a ciegas usted y, de repente ve y en seguida no ve que le ha pasado casi rante, uno de ellos en su vuelo). Resplandecía por donde avanzaban los jinetes. Húmeda hojita que se hallara en buena posición hacía fulgurar tanto el rayo de luna reflejado en ella, que hasta ella misma podía creerse que estaba siendo objeto de un trato preferencial.

-¡Pucha, Don Juan, qué incomodidá para usté!

-¡Valiente!

-Sí, ¿y para el aparcero Zorrino?

-¡Valiente, digo yo también!

Parecía que de la cincha los tres llevaban a sus sombras, ahora, porque habían abandonado la senda y desviaban cada vez más, a campo traviesa, a su derecha. De cuando en cuando, un espinillo, una isla de ceibos. En el declive, como en custodia del arroyo, sauzales contrastando su forma más compacta con las sombras de toro que iban dejando entre las piedras, cada vez más, a la izquierda.

Y por sobre todo, aquella quietud dulce, aquel silencio tan acogedor, aquellos perfumes recónditos, como venidos de la hondura de la tierra…

-Usté, en cuanto elija lo que le guste, rebolea el lazo y se lo tira a la cabeza. En seguida usté se afirma, y va a ver que las cosas le salen que es una seda.

Sin dejar de prestar fino oído, radiante y como si lo hubieran sacado a pasear de la mano, el Peludo, aspirando a pleno pulmón y tendiendo la mirada en abanico, era embargado por la sensación plena de que se internaba en un misterio muy misterioso de los que hay pocos, porque este misterio no hacía ostentación de su superioridad, porque hasta inspiraba confianza, porque acogía, derecho.

Sobre la voluntad de Don Juan mariposeaba cada vez más de cerca algo de ese hechizo, asimismo. ¡Las ocasiones que él había cruzado la noche! Y, ahora, ahora ella parecía como que lo llamaba desde el seno mismo de su vaguísima inmensidad.

Medio como a querer caracolear empezó el cebruno del Zorrino, porque a su jinete le crecía el fastidio.

-¿Y este caray de Juan, cuándo se va a decidir y me ordena que empiece?

Era que mientras al Peludo lo estaba ahora iluminando una sonrisa que hacía años no se le aparecía, Don Juan iba irresistiblemente hundiéndose en sus profundidades, bien hacia esa zona que quien más quien menos tiene adentro, allí donde el bien y el mal no existen sino otra cosa, allí, otra cosa que es más buena todavía, que el mismísimo bien, sin duda alguna.

Brusco sofrenazo por el clavar de espuelas y por el simultáneo tirón de la rienda hizo que el caballo de el Zorrino se patentizara en la noche más que un cerro.

Desensimismose Don Juan. Entonces, detuvo también su cabalgadura, con lo que hizo plantar en sus cascos al tordillo del Peludo.

-Bueno, aparcero Peludo, voy a mostrarle cómo se hace. A ver, mi primo, si rejunta algo y lo endereza a donde estamos. Haga que nos pase bien ajustado a nosotros.

Jubiloso, el Zorrino alzó el rebenque por sobre su cabeza y clavó espuelas. Por suerte arrancó así, de galope. Porque creyendo que pensaba, tan sólo, enunció, en voz alta, no más, su pensamiento.

-Ahora vas a ver, Peludo viejo, lo que es bueno. Ya no te van a quedar ganas de pegarle más nunca a la Mulita.

Algo le llegó, aunque confusamente al Peludo.

-¿Qué fue, Don Juan, lo que dijo?

Le lanzó una mirada, Don Juan. Y comprobando que el tío de la Mulita permanecía completamente inocente, dijo:

-Que ahora va a ver usté cómo se enlaza. Abajesé.

Se acercó el Zorro a un ñandubay y descabalgó. El Peludo también echó pie a tierra y, de tiro el caballo, se le juntó contento cada vez más.

-De esta hecha las vas a pagar todas -iba, ahora casi a los gritos, el Zorrino, creyendo que meditaba en silencio. -Cuando te toque enlazar a vos, te voy a juntar unos toros como para que la arrastrada recién te la pare el Río Negro…

Don Juan, ahora, pensaba en la Mulita..

-Pucha, si este se descogota, le vamos a hacer un mal a ella por quererle hacer un bien…

-Habilito al dependiente, pa que agarre afición a la casa -soñaba el Peludo-. Y yo de lleno me meto en negocios de estancia.

Así, preocupados cada cual en sus particulares asuntos, el ahora lejano galopante y los dos del ñandubay que habían marcado, nada tuvieron ya que ver con la mansedumbre circundante. La noche quedó sola. Abandonada. Lo que hacía tan oscuros como sus sombras a los tres intrusos dentro del vastísimo horizonte en paz callada.

Una vez, hace años, uno dijo:

-“Yo no sé por qué somos así.

-“¿Así cómo -apareció el otro.

-“Así.

-“¡Sí, de veras! Usté tiene toda la razón del mundo!”

Ahora, la noche parecía estar en el mundo en lo mismo de los de aquella ocasión. Todo acaba de parecerse; nadie se parecía a nada.

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