domingo

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (22)


Capítulo I

La mala acción del Peludo (4)


LA PULPERÍA DEL PELUDO


El sol empezaba a subir por el cielo. Un calorcito lindo flotaba en el aire. El campo estaba liso y verde. De cuando en cuando lo hacían temblar de rojo y blanco las margaritas, y de amarillo la flor del macachín. En cuanto pasaron un espinillal, el Zorro y el Zorrino enfrentaron la pulpería.

En ese momento, a patacón por cuadra y maletas al hombro, a pasos reposados pero adrede largos como si caminara en zancos, se retiraba el Pato, que había ido a surtirse. Como a la media cuadra, no más, lo atajó el griterío del Peludo. Se dio vuelta muy inocente y el pulpero le rugió, echando espuma:

-¡Entregue lo que se lleva de arriba, pedazo de perdulario!

-¡Epa! ¡A mí no me ofenda, sabe que más! -protestó el Pato, indignadísimo.

Y en un ademán se le cayeron cuatro o cinco cartuchos de tabaco que llevaba bajo el poncho, porque, con el apuro, no los pudo meter en las maletas.

-¡Ha sido distraído! -se disculpó contemplando el desparramo entre los pastos-. ¡Como uno tiene tantos asuntos en la cabeza!

Sin decir ya palabra porque, a pesar de los pesares, nunca conviene perder clientes, el Peludo recogió los paquetes, lanzó una mirada al sesgo para ver quiénes eran los dos que desmontaban en la enramada y volvió a entrar. Pero era tarde. Aprovechando su ausencia y la del Chajá, el dependiente, salido del alboroto tras su patrón, el Hurón le había hecho hacer gorgoritos a una botella de caña con guaco, y el Biguá, como no tenía otra cosa a mano, se había empinado un licorcito de rosas, de ese que en las fiestas constituye las delicias del hembraje. Sólo dos parroquianos permanecieron circunspectos: el Carancho, muy en tranca ya, y un Avestruz tuerto y gorra de vasco, con cara de pocos amigos. Algo maliceó el pulpero y registró con los ojos a la concurrencia, pero le devolvió la tranquilidad el oír que el Hurón, hecho un libro abierto, decía:

-El que roba a un pulpero no puede tener perdón.

El Dormilón, que duro y todo había arrebatado un puñado de bizcochitos secos, agregó, entre hipos:

-¡Mucha razón tiene el que habla!

Y oliendo a flores, el Biguá afirmó, rotundo:

-¡El Pato ha perdido la dinidá!

-Como tiene tanta gurisada… -se abrió dulcemente una voz.

Era la de un joven Aperiá que, en mangas de camisa, con golilla y chiripacito de luto, y descalzo, estaba junto al mostrador, muy humilde y sin copa al frente.

Los ojos del pulpero se hicieron brasas, al oírlo. Pero apagó el fuego el Zorro, que se había dado cuenta de todo, haciendo echar, con aire reposado, una vuelta general.

-A pagar lo que gusten, paisanos.

Él, el Zorrino, el viejo Carancho, el Ñandú tuerto, el Hurón, el Biguá y el Dormilón pidieron caña. Quien con guaco, quien con pitanga, quien lo pura que era dado esperar en aquella pulpería. Después de mil instancias, el Aperiá aceptó un anisito.

Y mientras el Zorrino y el Carancho se separaban un poco para conversar, como siempre, de un irrealizable negocio que hacía tiempo tenían entre manos, pronto la conversación giró en torno a Don Juan, el cual aseguraba que se venía una suba del ganado como para seguir a las nubes; que con un poco de capital, era cosa de volverse rico en una estación, no más…

Al escuchar que se hablaba de plata, el Peludo terció también. Y charlando, charlando, desembocó, cuando menos el mismo lo esperaba, en la confesión de que hacía tiempo andaba con ganitas de aprender a enlazar. No dijo para qué cosa; pero la secreta idea que él, ya de mucho, tenía, era la de empezar de una vez a hacerse hombre de campo. Porque un negocio no se puede emprender sin conocimientos.

Don Juan lo agarró en el aire.

-Conmigo puede contar pa lo que guste. Lo poco que yo sé, puedo enseñárselo cuando quiera. Después usté, que es tan de buena cabeza, hará lo demás.

-¡Agradezco en lo que vale! -respondió el Peludo ya viéndose dueño de una “suerte” de campo, con buenas poblaciones, y todo-. Y voy a ser curioso, y disculpe, ¿pa cuándo podríamos emprencipiar?

-Pa esta tardecita mesmo, si quiere -contestó Don Juan, comiéndoselo con los ojos-. A la salida de la pulpería, si le parece.

-¡Pero en seguida va a estar muy oscuro, compañero!

-No le hace. Así hay más dificultades. Así es como se aprende. A ver, ¿cuánto se debe? Nosotros nos retiramos y luego caeremos a…

-¡Eso sí que no, amigazo! -interrumpió el Peludo-. ¡Usté se me queda en esta que es su casa!

Y dando la vuelta al mostrador para estar más cerca del Zorro, ordenó al Chajá, su dependiente:

-A ver, andá adentro y traete de mi damajuana y servinos en vasos grandes.

Pensó que, por el parentescon con Don Juan, debía también cumplimentar al Zorrino y, aunque haciéndosele un poco cuesta arriba -ambos nunca se pasaron- de lejos, no más, le habló con cariñoso acento al que se hallaba muy tieso en un taburete:

-¿Y qué tal, amigo Zorrino? ¿Qué es de esa preciosa vida?, ¿qué anda haciendo?

El Zorrino respondió, como tiro:

-¡Aquí andamos caminando! -y volvió a atender trabajosamente al cada vez más trabajoso discurrir de su amigo, el viejo Carancho, a punto ambos, ya, de perder todos los hilos del tema y quedar callados en su hosquedad y como cada uno en una isla desierta.

El Peludo, ahora al lado de Don Juan, no cabía en sí de gozo. Don Juan era mentado en muchas leguas a la redonda por su destreza en el lazo.

-Si yo, después, es claro, le propusiera el negocio -pensaba el tío de la Mulita-. Si lo pudiera traer conmigo… con lo inteligente que es y con lo que conoce el lazo… Pucha, ¡sería cosa de volverse uno rico a la vuelta de pocos años!

-¡Tome! ¡Metalé, no más, Don Juan! ¡Valiente! ¡Por favor, Don Juan, no me haga cumplidos! ¡No me le mezquine a ese vaso, no me le mezquine!

Y miraba el mostrador, lo que sin tornarse podía apreciar a derecha e izquierda de la poblada estantería, el billar remendado y con el verde del campo cuando se empecina la sequía.

-¡Me hago una reforma a todo esto! ¡Ensancho! Lleno a “La Blanqueada” hasta el techo de mercadería.

Ya tenía el Zorro medio embarullada la cabeza -cada trago de ellos ¡claro! valía por dos o tres de los de los otros, porque la caña era de la damajuana de abajo de la cama- cuando consiguió despedirse.

-A ver, mozo -dijo encarándose con el Chajá, que hasta de lejos por su aire de falsedad- a ver, ¿cuánto se debe de la primera vuelta?

-¡Por favor, Don Juan! -saltó el patrón- ¡si aquí no se debe nada!

De gusto el Zorro hizo fuerza por pagar, pero el pulpero habló hasta de que se ofendía.

Salieron los parientes, el Zorrino con un empaque a lo toro y los ojos como botones. No habían andado diez varas en dirección a sus caballos cuando el Peludo, adrede para que lo oyeran aunque hubieran salido al galope, dijo con la vista fija en las espaldas de los que se iban, y con voz poderosa:

-¡Pucha, mozo bueno, Don Juan, sin despreciar al primo y a los presentes! ¿Eso vale lo que pesa!

Y dirigiéndose a los contertulios, y dejándolos fríos, agregó, bastante por lo bajo:

-Miren, muchachos, que no que le dejé pagar a Don Juan fue lo que tomó el y su primo. Lo otro, ustedes ven que tiene que correr por cuenta de ustedes.

-¡Pero si yo no tomo más que cuando invitan! -exclamó, muerto de disgusto, el Aperiá que, como siempre, se hallaba sin un cobre.

-A mí no me cuente nada. Aquí se paga y no hay nada que hacerle.

-Pero, ¿y con qué? -volvió a decir el Aperiá que no sabía donde meterse, y tragando una saliva en la que volvía a sentir gusto a anís.

-¡Con qué! ¡Con qué, has dicho, pedazo de…!

Sonó como un trueno, producido por una patada del tuerto Ñandú gorra de vasco. Temblaron las cosas de arriba del mostrador.

-Bueno, bueno -vociferó. -¡Qué tanto escándalo por unos cobres desgraciados! El señor tiene razón, ¿sabe? Y usté, pulpero, ¡es de lo último! ¡Aquí hay plata! ¿Cuánto le debe el señor, y le debe el Carancho y le debe el Hurón y le deben todos y le debo yo, también? ¿A ver? Y menos griterío, que aquí ninguno es sordo, ¿comprende?

-¡A ver, a ver! ¡A ver, a ver! -musitaba sin fuerzas, como rezando, el Carancho viejo-. ¡A ver, a ver!

-¡Pero amigo…! -se disculpó el Peludo-. Si yo dije solito que…

-¡A ver, a ver! ¡Cuánto es el consumo! -insistía el Ñandú, enfurecido.

-¡Dos reales y medio, don; dos reales y medio! ¡Poca plata!

-¡A ver, a ver…! ¡A ver, a ver…! -seguía el Carancho sin darse cuenta por los humos de la caña que todo se estaba arreglando.

Pagó el Ñandú, guardó el vuelto y salió hacia la enramada a tranco lento, con el Aperiá a la zaga, casi corriendo para no distanciarse.

-¡Si yo nunca tomo, don…! Yo no soy afeto a bebida de ninguna clase. Además, no me gusta acetar envites sabiendo que yo nunca puedo hacer echar una vuelta por mi cuenta. Usté ve… es feo. Yo voy a la pulpería solito por pasar el rato…

Montaron y salieron al trote, todavía abrumado el uno; el otro, encapotado su ojo único.

Al llegar a la cruz de los caminos despidiéronse, con dulce ceremonia el Aperiá y, el Ñandú, con gravedad austera.

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