Capítulo I
La mala acción del Peludo (4)
LA PULPERÍA DEL PELUDO
El sol empezaba a subir
por el cielo. Un calorcito lindo flotaba en el aire. El campo estaba liso y
verde. De cuando en cuando lo hacían temblar de rojo y blanco las margaritas, y
de amarillo la flor del macachín. En cuanto pasaron un espinillal, el Zorro y
el Zorrino enfrentaron la pulpería.
En ese momento, a patacón
por cuadra y maletas al hombro, a pasos reposados pero adrede largos como si
caminara en zancos, se retiraba el Pato, que había ido a surtirse. Como a la
media cuadra, no más, lo atajó el griterío del Peludo. Se dio vuelta muy
inocente y el pulpero le rugió, echando espuma:
-¡Entregue lo que se
lleva de arriba, pedazo de perdulario!
-¡Epa! ¡A mí no me
ofenda, sabe que más! -protestó el Pato, indignadísimo.
Y en un ademán se le
cayeron cuatro o cinco cartuchos de tabaco que llevaba bajo el poncho, porque,
con el apuro, no los pudo meter en las maletas.
-¡Ha sido distraído! -se
disculpó contemplando el desparramo entre los pastos-. ¡Como uno tiene tantos
asuntos en la cabeza!
Sin decir ya palabra
porque, a pesar de los pesares, nunca conviene perder clientes, el Peludo
recogió los paquetes, lanzó una mirada al sesgo para ver quiénes eran los dos
que desmontaban en la enramada y volvió a entrar. Pero era tarde. Aprovechando
su ausencia y la del Chajá, el dependiente, salido del alboroto tras su patrón,
el Hurón le había hecho hacer gorgoritos a una botella de caña con guaco, y el
Biguá, como no tenía otra cosa a mano, se había empinado un licorcito de rosas,
de ese que en las fiestas constituye las delicias del hembraje. Sólo dos parroquianos
permanecieron circunspectos: el Carancho, muy en tranca ya, y un Avestruz
tuerto y gorra de vasco, con cara de pocos amigos. Algo maliceó el pulpero y
registró con los ojos a la concurrencia, pero le devolvió la tranquilidad el
oír que el Hurón, hecho un libro abierto, decía:
-El que roba a un pulpero
no puede tener perdón.
El Dormilón, que duro y
todo había arrebatado un puñado de bizcochitos secos, agregó, entre hipos:
-¡Mucha razón tiene el
que habla!
Y oliendo a flores, el
Biguá afirmó, rotundo:
-¡El Pato ha perdido la
dinidá!
-Como tiene tanta
gurisada… -se abrió dulcemente una voz.
Era la de un joven Aperiá
que, en mangas de camisa, con golilla y chiripacito de luto, y descalzo, estaba
junto al mostrador, muy humilde y sin copa al frente.
Los ojos del pulpero se
hicieron brasas, al oírlo. Pero apagó el fuego el Zorro, que se había dado
cuenta de todo, haciendo echar, con aire reposado, una vuelta general.
-A pagar lo que gusten,
paisanos.
Él, el Zorrino, el viejo
Carancho, el Ñandú tuerto, el Hurón, el Biguá y el Dormilón pidieron caña.
Quien con guaco, quien con pitanga, quien lo pura que era dado esperar en
aquella pulpería. Después de mil instancias, el Aperiá aceptó un anisito.
Y mientras el Zorrino y
el Carancho se separaban un poco para conversar, como siempre, de un irrealizable
negocio que hacía tiempo tenían entre manos, pronto la conversación giró en
torno a Don Juan, el cual aseguraba que se venía una suba del ganado como para
seguir a las nubes; que con un poco de capital, era cosa de volverse rico en
una estación, no más…
Al escuchar que se
hablaba de plata, el Peludo terció también. Y charlando, charlando, desembocó,
cuando menos el mismo lo esperaba, en la confesión de que hacía tiempo andaba
con ganitas de aprender a enlazar. No dijo para qué cosa; pero la secreta idea
que él, ya de mucho, tenía, era la de empezar de una vez a hacerse hombre de
campo. Porque un negocio no se puede emprender sin conocimientos.
Don Juan lo agarró en el
aire.
-Conmigo puede contar pa
lo que guste. Lo poco que yo sé, puedo enseñárselo cuando quiera. Después usté,
que es tan de buena cabeza, hará lo demás.
-¡Agradezco en lo que
vale! -respondió el Peludo ya viéndose dueño de una “suerte” de campo, con
buenas poblaciones, y todo-. Y voy a ser curioso, y disculpe, ¿pa cuándo
podríamos emprencipiar?
-Pa esta tardecita mesmo,
si quiere -contestó Don Juan, comiéndoselo con los ojos-. A la salida de la
pulpería, si le parece.
-¡Pero en seguida va a
estar muy oscuro, compañero!
-No le hace. Así hay más
dificultades. Así es como se aprende. A ver, ¿cuánto se debe? Nosotros nos
retiramos y luego caeremos a…
-¡Eso sí que no, amigazo!
-interrumpió el Peludo-. ¡Usté se me queda en esta que es su casa!
Y dando la vuelta al
mostrador para estar más cerca del Zorro, ordenó al Chajá, su dependiente:
-A ver, andá adentro y
traete de mi damajuana y servinos en vasos grandes.
Pensó que, por el
parentescon con Don Juan, debía también cumplimentar al Zorrino y, aunque
haciéndosele un poco cuesta arriba -ambos nunca se pasaron- de lejos, no más,
le habló con cariñoso acento al que se hallaba muy tieso en un taburete:
-¿Y qué tal, amigo
Zorrino? ¿Qué es de esa preciosa vida?, ¿qué anda haciendo?
El Zorrino respondió,
como tiro:
-¡Aquí andamos caminando!
-y volvió a atender trabajosamente al cada vez más trabajoso discurrir de su
amigo, el viejo Carancho, a punto ambos, ya, de perder todos los hilos del tema
y quedar callados en su hosquedad y como cada uno en una isla desierta.
El Peludo, ahora al lado
de Don Juan, no cabía en sí de gozo. Don Juan era mentado en muchas leguas a la
redonda por su destreza en el lazo.
-Si yo, después, es
claro, le propusiera el negocio -pensaba el tío de la Mulita-. Si lo pudiera
traer conmigo… con lo inteligente que es y con lo que conoce el lazo… Pucha,
¡sería cosa de volverse uno rico a la vuelta de pocos años!
-¡Tome! ¡Metalé, no más,
Don Juan! ¡Valiente! ¡Por favor, Don Juan, no me haga cumplidos! ¡No me le mezquine
a ese vaso, no me le mezquine!
Y miraba el mostrador, lo
que sin tornarse podía apreciar a derecha e izquierda de la poblada estantería,
el billar remendado y con el verde del campo cuando se empecina la sequía.
-¡Me hago una reforma a
todo esto! ¡Ensancho! Lleno a “La Blanqueada” hasta el techo de mercadería.
Ya tenía el Zorro medio
embarullada la cabeza -cada trago de ellos ¡claro! valía por dos o tres de los
de los otros, porque la caña era de la damajuana de abajo de la cama- cuando
consiguió despedirse.
-A ver, mozo -dijo
encarándose con el Chajá, que hasta de lejos por su aire de falsedad- a ver,
¿cuánto se debe de la primera vuelta?
-¡Por favor, Don Juan!
-saltó el patrón- ¡si aquí no se debe nada!
De gusto el Zorro hizo
fuerza por pagar, pero el pulpero habló hasta de que se ofendía.
Salieron los parientes,
el Zorrino con un empaque a lo toro y los ojos como botones. No habían andado
diez varas en dirección a sus caballos cuando el Peludo, adrede para que lo
oyeran aunque hubieran salido al galope, dijo con la vista fija en las espaldas
de los que se iban, y con voz poderosa:
-¡Pucha, mozo bueno, Don
Juan, sin despreciar al primo y a los presentes! ¿Eso vale lo que pesa!
Y dirigiéndose a los
contertulios, y dejándolos fríos, agregó, bastante por lo bajo:
-Miren, muchachos, que no
que le dejé pagar a Don Juan fue lo que tomó el y su primo. Lo otro, ustedes ven
que tiene que correr por cuenta de ustedes.
-¡Pero si yo no tomo más
que cuando invitan! -exclamó, muerto de disgusto, el Aperiá que, como siempre,
se hallaba sin un cobre.
-A mí no me cuente nada.
Aquí se paga y no hay nada que hacerle.
-Pero, ¿y con qué?
-volvió a decir el Aperiá que no sabía donde meterse, y tragando una saliva en
la que volvía a sentir gusto a anís.
-¡Con qué! ¡Con qué, has
dicho, pedazo de…!
Sonó como un trueno,
producido por una patada del tuerto Ñandú gorra de vasco. Temblaron las cosas
de arriba del mostrador.
-Bueno, bueno -vociferó.
-¡Qué tanto escándalo por unos cobres desgraciados! El señor tiene razón,
¿sabe? Y usté, pulpero, ¡es de lo último! ¡Aquí hay plata! ¿Cuánto le debe el
señor, y le debe el Carancho y le debe el Hurón y le deben todos y le debo yo,
también? ¿A ver? Y menos griterío, que aquí ninguno es sordo, ¿comprende?
-¡A ver, a ver! ¡A ver, a
ver! -musitaba sin fuerzas, como rezando, el Carancho viejo-. ¡A ver, a ver!
-¡Pero amigo…! -se
disculpó el Peludo-. Si yo dije solito que…
-¡A ver, a ver! ¡Cuánto
es el consumo! -insistía el Ñandú, enfurecido.
-¡Dos reales y medio,
don; dos reales y medio! ¡Poca plata!
-¡A ver, a ver…! ¡A ver,
a ver…! -seguía el Carancho sin darse cuenta por los humos de la caña que todo
se estaba arreglando.
Pagó el Ñandú, guardó el
vuelto y salió hacia la enramada a tranco lento, con el Aperiá a la zaga, casi
corriendo para no distanciarse.
-¡Si yo nunca tomo, don…!
Yo no soy afeto a bebida de ninguna clase. Además, no me gusta acetar envites
sabiendo que yo nunca puedo hacer echar una vuelta por mi cuenta. Usté ve… es
feo. Yo voy a la pulpería solito por pasar el rato…
Montaron y salieron al
trote, todavía abrumado el uno; el otro, encapotado su ojo único.
Al llegar a la cruz de
los caminos despidiéronse, con dulce ceremonia el Aperiá y, el Ñandú, con
gravedad austera.
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