domingo

EL VIENTO DE LA DESGRACIA (SIDA + VIDA) - DANIEL BENTANCOURT (14)


1ª edición / Caracol al Galope 1999
1ª edición WEB / elMontevideano Laboratorio de Artes 2018

PARTE 1

7 (1)


Fue en la mañana del día siguiente que se dio cuenta del peligro que tenía que enfrentar. Lo primero que sintió cuando se despertó fue una fragancia que se acomodaba en el aire, ocupándolo por entero, como si estuviera invadiéndole la nariz. Ya se había olvidado del olor de los árboles que rodeaban la casa, agregado al de la madera barnizada y a los restantes olores indefinidos que venían del pasado y tomaban una consistencia pastosa en el aire y que el propio cuero parecía reconocer como un elemento natural y afín, en el cual movimientos y gestos nunca podrían manifestarse de forma irregular o imprevisible, y existiera una medida y equilibrio que alguien estuviera controlando continuamente.

Lo segundo fue el silencio. Nada de autos ni bocinas ni chirridos estridentes en el asfalto. De vez en cuando podía escuchar un motor quejándose en alguna subida, pero entonces tenía que esforzarse, irle atrás como en una cacería para adecuarlo al oído y reconocerlo.

Después estaba el cuerpo, doblado sobre sí mismo, las manos entre los muslos calientes, y se dijo que si pudiera no se levantaría en todo el día y seguiría el movimiento de aquella faja de sol que se ensanchaba y expandía sobre el piso de madera barnizada, para dejar reposar sus huesos ya cansados desde que despertaba. Porque ellos, los huesos, no querían andar, no lo precisaban: como si se hubiera entregado, renunciando al movimiento y persistiendo en su inmovilidad. Esperar, se dijo. “Es eso lo que estás haciendo”. Como si no pudiera creerlo, sólo para terminar de convencerse y creer. Pero entonces pensó que sería demasiado tarde para intentar algún otro recurso, inventar algún subterfugio o huida que lo llevara un poco más adelante en dirección al futuro, con la seguridad de no tenerlo. Eso estaba relacionado con el tiempo, que como un río desembocaba en un agujero negro, indefinido y turbio, que dejaba oír el barullo del torrente yéndose pero que no se dejaba ver o intuir en sus reales dimensiones. Irse, se iba, pero tampoco le permitía entender de dónde venía, era apenas abrir los ojos de mañana y él, el tiempo, ya estaba ahí, haciéndole sentir con el suave peso en los huesos, con su ahora presente, deslizándose sin prisas, sin motivo y sin fin, ininterrumpidamente, hacia otra nada que se hacía pasado sin esfuerzo aparente, sin que uno se diera cuenta. Tirado todavía en la cama, el cuerpo caliente y sosegado, las horas avanzaban. Lo peor eran las rutinas del día, el control que debía dispensar para no dejarse sorprender cada vez que alguien, cualquier persona, lo miraba.

Y ahora estás aquí, se dijo. Prestando atención y oyendo el silencio, podía repetirse que estaba de regreso en la casa en la que había nacido y crecido. Podía reconstruir la consistencia tranquila de la memoria, acumular el olor de las cosas para que lo indefinido del pasado pudiese fluir y palparse en el presente. Ahora el mundo parecía estar quieto, inmovilizado, en expectativa de otra cosa. Esa otra cosa era lo que sucedía por dentro. Y entonces él llevaba los dedos fríos hacia adentro del pijama y era ahí, en el agitado movimiento de las abejas recién despiertas donde sucedía el presente, el ahora: lo que realmente importa. Presionando levemente, sabía que ellas estaban construyendo una muerte propia, un destino seguro a salvo de toda duda, la consistencia de la realidad. Y giraban y giraban en el corto hueco de su espacio interior: por eso no se precisaba pensar, por eso no pensaba. Es sólo esperar, se dijo: esperar.

Pero eso no era suficiente. Es necesario moverse, levantarse, enfrentarlos. Y enfrentarse. Repetir los mismos gestos, controlar el miedo, sobre todo. Porque no sabía lo que sucedería, ni cómo. Lo peor era la amenaza del dolor, esa fue una de las cosas que había preferido ni preguntarle al médico. Porque lo que lo asustaba en serio era eso: lo que no sabía todavía. Entonces alguien golpeó en la puerta, suavemente:

-¿Puedo entrar?

Entró. Con la sábana levantada hasta el rostro, la vio avanzar cruzando el cuarto y hasta pudo ilusionarse con estar en un momento cualquiera del pasado, cuando nada había sucedido.

-¿Dormiste bien?

-Sí, mamá. Muy bien. Como un verdadero ángel.

Ella se inclinó, lo besó en la frente y se le sentó al lado.

-Estoy tan contenta de que hayas venido.

-No podía dejar de venir. Ya hacía como un año que no nos veíamos.

-Seis meses, querrás decir. Estuviste aquí en Navidad, ¿ya te olvidaste?

El brillo de los lentes sin montura se proyectaba sobre la frazada escocesa, que estiraba con la mano.

-¿Cómo están tus cosas, allá en la ciudad?

-Todo bien y en el más perfecto orden, sin novedad ninguna.

-¿No precisás nada?

-No. Y si preciso algo ustedes van a ser los primeros en saberlo, te lo aseguro.

-Está bien.

-Estuve pensando que cuando me fui los pude dejado demasiado preocupados, o-

-Ah, imponente. No pudimos ni comer ni dormir, al principio -y los ojos sonreían a través de los lentes sin aro. -Pero nos terminamos acostumbrando a la falta del señor y se hizo lo que se pudo. Sobrevivimos. Todavía es difícil, pero-

Movió la mano, anulando con un gesto todo lo que había dicho y sin dejar de sonreír.

-Cretina -la interrumpió también sonriendo. -Falsa, mentirosa, hipócrita.

-Yo no fui la que empezó -volvió a besarle, inclinándose. -Levantate, entonces. Te estoy preparando el desayuno.

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