por Carlos Javier González Serrano
Platón ha sido uno
de los pensadores que más profundamente ha reflexionado sobre el amor. En el filósofo ateniense, el Eros adquiere la condición de “puente” entre
su llamada “psicología moral” y la “teoría de las formas” (o de
las ideas). Aunque conviene distinguir, en un primer momento, entre eros y philía, dos
conceptos capitales en la genealogía del amor como categoría filosófica. Platón
sólo tratará de la philía (una
forma de afecto más bien moderado, una suerte de amistad) en Lisis, mientras que estudia el eros (sustantivo del verbo erân, que denota propiamente la pasión sexual, aunque
no sólo) más a fondo. Por su parte, Aristóteles dedicará al
menos tres libros de sus escritos éticos a la amistad o philía; precisamente el estagirita definirá el amor
como un “exceso de philía” (Ética a Nicómaco, IX, 10, 1171).
Sin embargo, Platón no se ocupa del
amor al modo aristotélico, es decir, analizándolo casi científicamente, sino
que le interesa más bien por cuanto supone la forma –o exteriorización–
más fuerte del deseo, aunque no de cualquier cosa, como mera
apetencia, sino como el deseo de lo bello (tô kalón) que, en el fondo, guarda para el filósofo un
interesante y acusado parentesco con lo bueno (agathón).
Aunque debemos ser conscientes, avisa
Platón, de que este deseo puede llegar a corromperse (véase, por ejemplo, República X, 573a-575a), o lo que es lo mismo,
puede tender a lo peor. La explicación que dará nuestro filósofo es que puede
llegar a aceptarse como bueno el deseo carente de ley (desordenado): si algo
contienen los deseos criminales, es un componente desestabilizador, que
corrompe a fin de cuentas nuestra parte racional. Si recordamos algunos fragmentos
del diálogo Fedro, observamos cómo el
caballo oscuro (el de la concupiscencia) sólo puede alcanzar su meta con el
consentimiento del auriga, que no es otro que la razón. Llegamos, pues, a la
primera conclusión de Platón: el deseo debe ser
convenientemente encaminado, guiado.
Por ello, y por lo que toca a El Banquete, encontramos en Platón toda una teoría del deseo, y en concreto, del deseo racional del
bien entendido como lo bello y lo bueno. La clave, en última instancia, es dar
con el dispositivo –con el método– que permita conciliar
razón y deseo. En opinión de Platón, puede establecerse un símil
entre la dirección del banquete y la de la guerra, pues tanto el invitado al
primero como el estratego son, cada uno a su manera, una suerte de elegidos. Si
ponemos nuestra atención en Leyes (639
b), comprobaremos cómo Platón se refiere a una curiosa embriaguez: quien bebe
debe ser capaz de mantener una compostura debida, al igual que el gobernante ha
de hacer todo lo posible por desarrollar la concordia y la amistad entre los
miembros de la sociedad (synoysía), con el
objetivo de hacerla más sólida (Leyes, 640 d).
Vemos así que El Banquete no encierra sólo un significado
antropológico-filosófico, como se sostiene habitualmente, sino también un fundamental
componente político y educativo, ya que
presenta todo un arte de controlar la embriaguez (es decir, el frenesí al que
pueden entregarse los sentidos desbocados) que se traduce en la certeza
platónica de que las leyes propias del banquete permiten el acceso a un placer
muy particular: el placer cultural, inspirado por las musas,
que facilita al filósofo buscar la verdad –no como un mero diletante, sino como
un auténtico escrutador de la realidad–.
La escena que el filósofo ateniense
nos presenta en El Banquete se inicia,
precisamente, cuando los comensales de un particular festejo han acabado de
comer y se disponen a echar mano de la bebida. Este colofón, que no estará
exento de ciertas reglas (al contrario que lo que sucede, por ejemplo, en el caos
palpable de Los borrachos de Velázquez), dará lugar a un sugerente y
extenso coloquio entre los invitados a la reunión. En todo momento palpamos
una atmósfera casi festiva, en la que los protagonistas se
sienten muy cómodos y donde la conversación tiene lugar en una amistosa compañía.
Como es bien sabido, el “simposio” o banquete fue un acto social muy arraigado en la
época de Platón, y suponía una magnífica culminación para un
encuentro entre amigos en el que se charlaba de manera distendida sobre diversos
asuntos. En el caso del diálogo platónico del que ahora nos ocupamos, el tema
sobre el que girará la conversación será el amor (Eros);
una conversación que se estructura en varios discursos y que, se puede decir,
adquirirá por momentos los tintes de una auténtica competición en
la que cada ponente intentará, si no rebatir, sí al menos complementar e
incluso completar las intervenciones de los anteriores interlocutores.
Aunque este interés por el amor no es
nuevo (el propio Platón ya lo había tratado en Lisis,
y contamos, por ejemplo, con alguna reflexión interesante como la de Sófocles en Antígona),
sí hemos de notar que es el discípulo de Sócrates quien logra, en El Banquete, establecer una prolija caracterización de
Eros a través de la confrontación de distintas opiniones sobre su naturaleza.
Eros, invencible en batallas, Eros que te abalanzas sobre nuestros
animales, que estás apostado en las delicadas mejillas de las doncellas.
Frecuentas los caminos de mar y habitas en las agrestes moradas, y nadie, ni
entre los inmortales ni entre los perecederos hombres, es capaz de rehuirte, y
el que e posee está fuera de sí. Tú arrastras las mentes de los justos al
camino de la injusticia para su ruina. Tú has levantado en los hombres esta
disputa entre los de la misma sangre. Es clara la victoria del deseo que emana
de los ojos de la joven desposada, del deseo que tiene su puesto en los
fundamentos de las grandes instituciones. Pues la divina Afrodita de todo se
burla invencible.
Sófocles, Antígona (783-800)
Sófocles, Antígona (783-800)
A diferencia de otros diálogos
platónicos (la mayor parte de ellos adquiere la forma clásica de un diálogo
prototípico, en el que un interrogador Sócrates inquiere
insistentemente al contertulio de turno), y salvo su parte final, El Banquete se forja mediante la introducción
lineal de varias intervenciones que, finalmente, permitirán la fulgurante
entrada en la escena de Diotima.
No sin razón los misterios griegos empiezan también con las ceremonias
purificadoras, al igual que los bárbaros comienzan con la ablución. Después de
ello siguen los pequeños misterios, que conciernen a toda la vida: y ahí no hay
nada que aprender, sino contemplar y meditar profundamente sobre la naturaleza
y la realidad.
Clemente de Alejandría, Stromata, V, 11
Clemente de Alejandría, Stromata, V, 11
El diálogo se inicia de una forma un
tanto particular, que bien merece comentario aparte. La primera escena de El Banquete comienza con un peculiar encuentro entre
Apolodoro y Glaucón. Este último se interesa vivamente por aquella ocasión,
sobre la que quisiera “informarse con detalle”, en la que Agatón, Sócrates,
Alcibíades y otros egregios personajes se reunieron en un banquete para hablar
sobre el amor. Con ello, Platón nos sugiere que no vamos a asistir a una
narración directa, sino indirecta, que va a ser comunicada por Apolodoro. Este
no participó en la celebración, sino que, a su vez, fue informado de ella por
boca de Aristodemo.
Los acontecimientos que se nos
cuentan en El Banquete adquieren así
una dimensión legendaria, casi mítica: encontramos, por lo
pronto, una narración dentro de otra narración. Al marcar esta curiosa
distancia narrativa, Platón también indica, de manera indirecta, que el asunto
sobre el cual versará el diálogo (el amor) encierra tintes míticos, de un
tiempo remoto, acaso imposible, pero sin embargo verosímil. A la vez, este
complejo inicio responde a la delicada tesitura que se palpa en época de
Platón respecto al conflicto entre texto escrito y discurso oral, pues Atenas
vivía una auténtica revolución cultural en
la que la escritura terminará imponiéndose sobre la oralidad. Aunque nuestro
filósofo no dudará en dar la importancia adecuada al texto escrito, no
admitirá, sin embargo, la “superioridad moral” que algunas personalidades de su
época deseaban adscribirle. En un guiño hacia su concepción sobre la inmortalidad del alma y la importancia de la memoria,
Platón sostiene que la escritura debe funcionar como un medio para recordar
aquellos dictados que el lector, por otra parte, ya debería conocer a través
precisamente de una fuente oral. El propio Platón pone sobre la mesa este
intenso debate en un acalorado fragmento de su Carta VII (341b-d).
Al menos una cosa puedo afirmar sobre todos los que han escrito y
escribirán, y que dicen saber de lo que yo cultivo, bien porque lo recibieron
de mí, bien porque lo descubrieron ellos mismos: según mi parecer, no es
posible que ninguno de ellos entienda nada sobre la materia, y de seguro que no
hay ni habrá jamás un escrito mío sobre estos temas, pues no pueden ser
formulados de ningún modo, a la manera de otros saberes, sino que sólo tras
mucho trato y convivencia con esta materia, repentinamente, como la lumbre que
brota de una chispa, surge este saber en el alma y se alimenta ya por sí mismo.
El comienzo de El Banquete, pues, no responde a un mero recurso
literario (aunque sea, también, una de sus funciones), sino que Platón parece
advertirnos: cuidado, atenienses, con lo que os cuentan, pues la credibilidad
de cada interlocutor debe ser puesta a prueba a través de la fuente que
originariamente informa. Por otro lado, esta “narración de otra narración” (el
carácter indirecto del diálogo) parece responder incluso a la tradicional
estructura cuentística de “Érase una vez…”;
con ello, Platón nos sitúa en una dimensión fabulosa, una esfera acaso
atemporal. Una apelación a lo maravilloso de
los cuentos y las narraciones míticas que tal vez tenga mucho que ver con las
enseñanzas finales de una Diotima que, como sabemos, nos introducirá en los
–aparentemente insondables– “misterios” del amor, el Bien y la Belleza.
Fijemos ahora nuestra atención sobre
uno de los diálogos más breves y desconocidos de Platón, el Ion, de gran
importancia en su pensamiento social y antropológico. Quizás sea
conveniente comenzar, de nuevo, con una alusión a El Banquete. En este diálogo, en el que, como ya se ha
apuntado, asistimos a una reunión que tiene como anfitrión al poeta Agatón (que
acababa de ganar por aquel entonces un certamen trágico), y en la que se dan
cita diversas personalidades intelectuales de la época, Fedro (considerado el
“padre del discurso”) propone loar a Eros (amor) con
los mejores discursos que los contertulios sean capaces de proferir. Es en el
quinto lugar, antes de la intervención de Sócrates (y de
su boca, la de Diotima), cuando toma la palabra el
propio Agatón. Un momento, hay que decirlo, muy esperado por todos los que allí
se dan cita: por un lado, por el estatus social que ocupa en el encuentro
(anfitrión), pero, sobre todo, porque no hay quien ignore el dominio que el poeta posee del lenguaje, lo que
convierte sus discursos en verdaderas obras de arte que encandilan al más templado.
Sin embargo, debemos imaginar desde
muy pronto a un Sócrates escéptico respecto a esta intervención de Agatón. Éste
inicia su elogio a Eros de una manera nada sospechosa y un tanto formal:
“En primer lugar quiero indicar cómo debo hacer la exposición y luego
pronunciar el discurso mismo”, pues, a pesar de que sus anteriores compañeros
han hablado de muy variados asuntos, no lo han hecho, a su juicio, del mejor
modo posible, ya que “no han encomiado al dios, sino que han felicitado a los
hombres por los bienes que él les causa”. La intención de Agatón, nos cuenta él
mismo, es descifrar la auténtica naturaleza de Eros,
para más tarde desprender de ella sus posibles efectos en la esfera
humana. A pesar de su originaria y loable intención, la intervención de
Agatón cobra tintes evanescentes (muy discutibles desde el punto de vista
argumentativo) y culmina, finalmente, con un bello himno en el que se exponen
las más llamativas características de Eros. Y es que, para Agatón, la música de las palabras desempeña un papel
fundamental en el ejercicio de su oficio. Un oficio que, a fin de cuentas (y él
lo sabe muy bien), consiste en el poder que sobre los
sentimientos pueden ejercer las palabras si son expuestas de la
manera adecuada.
La crítica socrática no se hace
esperar. Cuando Erixímaco pregunta al filósofo ateniense si no se siente
nervioso por la inminencia de su intervención, tan seguida de la maravillosa y
abrumadora ponencia de Agatón, Sócrates contesta: “¿Y cómo, feliz Erixímaco, no
voy a estarlo, no sólo yo, sino cualquier otro que tenga la intención de hablar
después de pronunciado un discurso tan espléndido y variado? Bien es cierto que
los otros aspectos no han sido igualmente admirables, pero por la belleza de
las palabras y expresiones finales, ¿quién no quedaría impresionado al
oírlas?”, es decir, se pregunta Sócrates, ¿quién no caería rendido y embelesado
ante el influjo que alguien como Agatón imprime a las palabras, con
independencia del tema tratado? Ahora bien, ¿es esto lo realmente importante
cuando de lo que se trata es de que la verdad haga
aparición?
La puntilla la dará Sócrates cuando
sitúa al mismo nivel que al poeta al sofista Gorgias, de manera que a Agatón le
es asignado el papel de “poeta-sofista” –que
a éste tan poco gustará–. Si algo ha hecho el anfitrión del banquete a ojos de
Sócrates es disolver la materia en la forma, derretir el concepto en la imagen
y, en definitiva, tornar el contenido del discurso en pura palabrería. Argucias que nada tienen que ver con
la intención socrática de “decir la verdad”. Al filósofo le molesta enormemente
que sus anteriores compañeros, y más incluso el poeta Agatón, hayan perdido el
tiempo “removiendo” todo tipo de palabras, seleccionando distintos aspectos
que, fueran o no ciertos, son presentados “de la manera más atractiva posible”.
Reprimenda sin parangón en los diálogos platónicos la que Sócrates propina a
sus interlocutores tras la malhadada intervención de Agatón.
Sócrates no desea llevar a cabo una
“ficción” de elogio a Eros, sino un elogio según la verdad de la cosa. La oratoria, en este sentido, está fuera de lugar. Por
contra, el poeta no duda en regalar el oído del auditorio con la única
finalidad de deleitar a los presentes, algo que tan en contra está de la
educación que Platón presenta en su programa pedagógico de la República. Si acudimos, por ejemplo, al Gorgias (502 b-c), comprobaremos cómo Sócrates
equipara la poesía trágica a la retórica, que sólo busca ofrecer placer al
público y, en última instancia, su admiración y la subsiguiente
adulación. La conclusión del filósofo es apabullante: “Así que la poética viene a ser una demagogia”.
No pensemos que esta crítica moral
deja fuera de juego a la poesía de manera definitiva, pues tanto en Leyes como en República Platón
reconoce en repetidas ocasiones la labor educativa de la poesía
y de los poetas, aunque, eso sí, critica el modo en que éstos llevan
a cabo su oficio. Un modo que siempre habrá de estar guiado por la filosofía. Por ejemplo, afirmará que los poetas nos seducen con “mentiras innobles” (República, 377e) sobre los dioses, a quienes envuelven
sin ningún tipo de pudor en refriegas que sólo tienen lugar en el terreno
humano (guerras de amplio calado, truculentas historias de amor y sexo, etc.).
En opinión de Platón (República, 387e), los llantos y las
quejas de los rapsodas deben ser eliminados de sus representaciones, pues lo
único que consiguen es que el público se sienta legitimado a actuar de igual
manera en su vida.
Para el discípulo de Sócrates, el
problema principal no es que las historias que los poetas transmiten sean
falsas, sino que son vergonzosas desde un punto de vista moral (República, 378b-e); por mucho que justifiquen sus
discursos a través del recurso a la alegoría, lo realmente dañino de sus
intervenciones es la impresión que generan en el auditorio. Una ciudad regida
por filósofos (República., 378d) no puede
permitirse este tipo de actitudes: todo ha de estar encaminado a conseguir la excelencia de los ciudadanos. Los
poetas, a juicio de Platón ponen sobre la mesa el peor lado del ser humano, su
imagen cuando está dominado por su parte más irracional, por la más desbocada y
sensible, por lo que quedamos sujetos a emociones contradictorias. Por eso,
argumentaba, los poetas empujan con sus bellos discursos al desarrollo de esa
parte irracional. Teniendo en cuenta la importancia que Platón otorgaba a la
educación moral, los poetas, no pueden instalarse, sin perjuicio para todos, en
la ciudad ideal, aunque sí se permitirán los himnos de quienes cantan a los
dioses y hacen elogios de los buenos actos y palabras del pasado. La crítica de
Platón se a la poesía se dirige, así, a su carácter emotivo, en tanto que
estimulan las pasiones que alimentan lo peor que hay en nosotros.
Es decir, que el poeta, para Platón,
al cultivar su poco juicioso gusto por las atrocidades humanas, por el
infortunio, la calumnia o la muerte, retrata el peor de los lados
humanos. Un perfil que expone ante la atenta mirada de un auditorio
ávido por escuchar sus historias, en las que los personajes se encuentran bajo
el fatal imperio de lo irracional y lo sensible. Así, en el Ion (535c-e), Sócrates interroga al joven rapsoda
sobre este asunto en particular: “¿Sabes, pues, que también en la mayoría de
los espectadores provocáis vosotros esos mismos efectos?”, o en otras palabras:
¿sabes, Ion, que estáis haciendo un flaco favor a la sociedad al procurar un
ejercicio mimético sobre aquello que de peor existe en nosotros? Si algo hay que imitar, es la virtud, mientras se evita
el fomento de actitudes que deforman lo real y que sólo nos transiten la pura
apariencia de las cosas.
Una crítica que puede acompañarse de
otra de corte epistemológico, cuando por ejemplo en la Apología (22a-c) Sócrates asegura que los poetas
no hacen lo que hacen…
… por sabiduría, sino por cierta cualidad natural e inspirados por un
dios, como los adivinos y los compositores de oráculos, ya que éstos dicen
también cosas bellas, pero no entienden nada de lo que dicen. Me pareció que,
asimismo, los poetas experimentaban una experiencia tal, y a la vez me di
cuenta de que ellos creían que eran hombres muy sabios, incluso en las demás
cosas en las que no lo eran, a causa de la poesía.
La poesía no sólo fomenta el delirio y la imitación de acciones que nos dejan
desarmados ante las veleidades del Destino, sino que además
Platón cree no estar seguro de si poseen un conocimiento certero de su propia
actividad y, más allá, de aquello que cantan. Un aspecto que el Ion presenta desde el comienzo (530b-c):
Por cierto, Ion, créeme que en numerosas ocasiones os he envidiado a
vosotros, los rapsodas, por vuestro arte; pues conviene siempre a vuestro arte
adornar el cuerpo y aparecer del modo más hermoso posible; y por otro lado, os
es necesario ocupar vuestro tiempo en otros muchos y buenos poetas, y muy
especialmente en Homero […]. Todo esto es envidiable, pues uno no llegaría a
ser un buen rapsoda si no comprendiera las cosas dichas por el poeta. En
efecto, el rapsoda debe llegar a ser un intérprete del pensamiento del poeta
para los que escuchan, y hacer eso correctamente sin saber qué dice el poeta es
imposible.
Y es que, a fin de cuentas (República, VII), Platón no puede reconocer…
… otra ciencia, que haga al alma mirar a lo alto, que la que tiene por objeto lo que es (el ser) y lo que no se ve, ya se adquiera esta ciencia mirando a lo alto con la boca abierta, ya bajando la cabeza y teniendo medio cerrados los ojos; mientras que si alguno mira a lo alto con la boca abierta para aprender algo sensible, niego que aprenda nada, porque nada de lo sensible es objeto de la ciencia, y sostengo que su alma no mira a lo alto sino hacia abajo, aunque esté acostado boca arriba sobre la tierra o sobre el mar.
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