Solemos decir que todo lo que ha sido, es decir la
historia, es la mayor fuente de enseñanza, la guía para la actividad actual y para
la que depara el futuro. Pero es más que esto lo que puede pensarse: la fuente no
sólo está en lo que ha sido: está, fundamentalmente, en lo que es; pues si nos atenemos
a lo que es, a todo lo que es, en el
momento presente que es el único que existe, la fuente, guía y trazo que dibuja
el futuro se aclarará debidamente, pues luce aquí sin velos ni sombras. Sólo
hay que mirar correctamente, sin prejuicios, sin las deformaciones a que nos ha
inducido el saber humano mal configurado, erróneamente interpretado. El todo está
asombrosamente ante los ojos porque no tiene divisiones temporales, no registra
fugas al pasado ni atribuye misterios de futuro, y constituye el mejor modelo
de cómo debe concebirse la vida, la inspiración para la formación de la
personalidad y el camino a seguir por la humanidad.
¿Acaso el todo no
se ha formado con prescindencia de nosotros, y antes de que la vida adquiriera la
silueta de la conciencia humana tal como la conocemos ahora? En efecto, el todo
se ha formado sin nosotros; y sigue
formándose sin nosotros, porque su existencia consiste en seguir, su sustancia
radica en formarse, en hacerse y rehacerse sin cesar, al menos fuera de la
pequeña escala o antesala que ocupamos en el cosmos, estrecha franja en la cual
influimos directamente. ¿Qué se puede
decir de los modelos que se tienen a disposición? ¿Qué se puede adoptar como paradigma
que no fuese el mismísimo universo, la naturaleza, el planeta Tierra y sus mares,
valles y montañas? Toda la ciencia del mundo, la tecnología, la obra de la
cultura y de la tradición, la inteligencia y la voluntad de las personas que
han vivido y de las que viven, ¿son más confiables? ¿Debe fundarse una fe que
se apoye en el hombre y desdeñe lo que está más allá de él y constituye su
misma esencia, aunque no lo sepa?
“La naturaleza,
desde este punto de vista, no radica en otra cosa que en ser espontáneamente,
en subsistir las cosas por sí mismas, en existir según leyes propias e
invariables”, escribió Federico Schiller[i].
Es necesario volver a esta feliz y sencilla sabiduría, aunque nos hayamos
alejado de ella encerrados en los pequeños y coloridos cubículos de la
ingeniería, la tecnología y la comodidad digital, en los que se respira aire
viciado y se obtienen como alimento espiritual vitaminas engañosas y promesas sospechosas.
Hay una realidad que admite toda clase de artificios y son los que adornan y
ayudan al hombre. Pero hay otra, la misma de la cual proviene lo básicamente humano,
que no los requieren por estar animada de una sinergia que se basta a sí misma
y en la que la creatividad humana, por más que resplandece ingeniosa y admirable
en el curso de la historia, sólo la deforma y afea.
La vanidad ha
humillado a esa otra dimensión, autónoma y libre, de la que la mano
transformadora de los humanos está fuera de alcance. La maravilla de la ciencia
la ha opacado, la ha devuelto a su retaguardia de cesación y pudibundez. Reina
hoy respecto a ella una presunción de primitivismo, una actitud arrogante que
promueve el chip, los circuitos integrados y el silicio, como si estas
formidables invenciones carecieran de reconocimiento y oportunidad y no
tuvieran enormes vacíos que llenar en la vida práctica, sin necesidad de
invadir el universo de los sentimientos y las emociones elementales. Anida en
las intenciones de los encargados de difundir noticias y promover
entretenimiento cierto filisteísmo que barre con la primera de las grandes
artes: la misma naturaleza cuando no es afectada por las transformaciones y
eventuales hecatombes de la evolución.
La realidad
mancillada escapa de su habitual ensimismamiento al llegar los primores del
verano, y mueve a visitarla allí donde puede manifestarse libremente y socorrer
al enajenado, inhabilitado para admirar un árbol, una flor o una nube. Aquel
que, acostumbrado a mirar hacia abajo, olvidado del azul del cielo, no puede dar
nombre a un sauce, a una sola estrella o a un planeta, confunde la pequeña
barca de un pescador con una ballena, por cierto, está necesitado de los
nutrientes elementales, del aire, de la brisa, del mar y de los ríos, de
plantas y pájaros. Hay una huella en la historia que nos permite reconocer
estas evidencias con prontitud: las principales tendencias del arte se han inspirado
sobre todo en la naturaleza, incluidos los diversos informalismos. Especialmente el surrealismo, que por su
nombre podría considerarse como el más ajeno a la realidad natural de la que
estamos hablando, es tributario de las formas naturales, aunque desprendidas de
sus configuraciones aparentes.
Veamos nueve
grandes corrientes de acuerdo a una apretada síntesis que funciona como prueba del
nueve: En el neoclasicismo, a
mediados del siglo XVIII, impera la figura humana y la naturaleza en sus
expresiones racionales, bajo el ideal clásico de armonía y buscada mediante la imitación
y la perspectiva, acompañándose de la fe religiosa y los temas de las
Escrituras; tendencia a la elevación por la sublimación de la naturaleza. En el
romanticismo, liberación de las
formas clásicas, imperio de la subjetividad sin apartarse de la contemplación, fuerte
valoración de la naturaleza, aunque transformada. En el impresionismo, la instantaneidad de los fenómenos naturales,
incidencia de la luz, importancia del color tal como lo ve el ojo humano,
sugerencia y no imitación de la forma, en fin, base temática natural. En el expresionismo, las figuras humanas introyectadas,
una especial proyección sentimental de paisajes naturales, estampas pueblerinas
subjetivadas, rostros y cuerpos sobredimensionados, máscaras, es decir, todo
aquello que es y está ante la mirada del observador. En el cubismo, la misma realidad, aunque puesta en metonimias, en partes geométricas
cubiformes, crudas y superpuestas; sus temas: retratos, grupos, flores,
animales, naturalezas muertas, objetos varios. En el expresionismo abstracto, que se diría ajeno a la representación de
la naturaleza: formas de cristales, ondeantes flujos de agua, disposiciones en
bucles, rizos de vegetales o de profundidades oceánicas, celajes
indeterminados, formaciones estrelladas. En el surrealismo: figura humana estilizada al extremo, animales,
insectos y plantas que escapan de sus formas, realidad onírica, absurda o
imposible en oposición a la realidad natural en la que se inspira. En el fauvismo: bajo la más acerba de las fantasías
el color, en un delirio del quiasma óptico, enajena el paisaje y transfigura los
objetos. En el constructivismo de Joaquín
Torres García: el tiempo y el espacio reunidos por un originalísimo deus ex machina ceden ante la creación humana;
personajes, vasijas, casas, edificios, ciudades, peces, aves, soles, lunas,
estrellas y símbolos que sugieren el universo absoluto.
Si el arte ha
requerido siempre de la naturaleza, ¡cuánto no la habrá de requerir el hombre
en su vida cotidiana!
Notas
[1]
Federico Schiller, Poesía ingenua y
poesía sentimental, Buenos Aires, Nova, 1963, p. 57
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