domingo

LA PRUEBA DEL NUEVE - JORGE LIBERATI especial para elMontevideano


Solemos decir que todo lo que ha sido, es decir la historia, es la mayor fuente de enseñanza, la guía para la actividad actual y para la que depara el futuro. Pero es más que esto lo que puede pensarse: la fuente no sólo está en lo que ha sido: está, fundamentalmente, en lo que es; pues si nos atenemos a lo que es, a todo lo que es, en el momento presente que es el único que existe, la fuente, guía y trazo que dibuja el futuro se aclarará debidamente, pues luce aquí sin velos ni sombras. Sólo hay que mirar correctamente, sin prejuicios, sin las deformaciones a que nos ha inducido el saber humano mal configurado, erróneamente interpretado. El todo está asombrosamente ante los ojos porque no tiene divisiones temporales, no registra fugas al pasado ni atribuye misterios de futuro, y constituye el mejor modelo de cómo debe concebirse la vida, la inspiración para la formación de la personalidad y el camino a seguir por la humanidad.

¿Acaso el todo no se ha formado con prescindencia de nosotros, y antes de que la vida adquiriera la silueta de la conciencia humana tal como la conocemos ahora? En efecto, el todo se ha formado sin nosotros; y sigue formándose sin nosotros, porque su existencia consiste en seguir, su sustancia radica en formarse, en hacerse y rehacerse sin cesar, al menos fuera de la pequeña escala o antesala que ocupamos en el cosmos, estrecha franja en la cual influimos directamente. ¿Qué se puede decir de los modelos que se tienen a disposición? ¿Qué se puede adoptar como paradigma que no fuese el mismísimo universo, la naturaleza, el planeta Tierra y sus mares, valles y montañas? Toda la ciencia del mundo, la tecnología, la obra de la cultura y de la tradición, la inteligencia y la voluntad de las personas que han vivido y de las que viven, ¿son más confiables? ¿Debe fundarse una fe que se apoye en el hombre y desdeñe lo que está más allá de él y constituye su misma esencia, aunque no lo sepa?

“La naturaleza, desde este punto de vista, no radica en otra cosa que en ser espontáneamente, en subsistir las cosas por sí mismas, en existir según leyes propias e invariables”, escribió Federico Schiller[i]. Es necesario volver a esta feliz y sencilla sabiduría, aunque nos hayamos alejado de ella encerrados en los pequeños y coloridos cubículos de la ingeniería, la tecnología y la comodidad digital, en los que se respira aire viciado y se obtienen como alimento espiritual vitaminas engañosas y promesas sospechosas. Hay una realidad que admite toda clase de artificios y son los que adornan y ayudan al hombre. Pero hay otra, la misma de la cual proviene lo básicamente humano, que no los requieren por estar animada de una sinergia que se basta a sí misma y en la que la creatividad humana, por más que resplandece ingeniosa y admirable en el curso de la historia, sólo la deforma y afea.

La vanidad ha humillado a esa otra dimensión, autónoma y libre, de la que la mano transformadora de los humanos está fuera de alcance. La maravilla de la ciencia la ha opacado, la ha devuelto a su retaguardia de cesación y pudibundez. Reina hoy respecto a ella una presunción de primitivismo, una actitud arrogante que promueve el chip, los circuitos integrados y el silicio, como si estas formidables invenciones carecieran de reconocimiento y oportunidad y no tuvieran enormes vacíos que llenar en la vida práctica, sin necesidad de invadir el universo de los sentimientos y las emociones elementales. Anida en las intenciones de los encargados de difundir noticias y promover entretenimiento cierto filisteísmo que barre con la primera de las grandes artes: la misma naturaleza cuando no es afectada por las transformaciones y eventuales hecatombes de la evolución.

La realidad mancillada escapa de su habitual ensimismamiento al llegar los primores del verano, y mueve a visitarla allí donde puede manifestarse libremente y socorrer al enajenado, inhabilitado para admirar un árbol, una flor o una nube. Aquel que, acostumbrado a mirar hacia abajo, olvidado del azul del cielo, no puede dar nombre a un sauce, a una sola estrella o a un planeta, confunde la pequeña barca de un pescador con una ballena, por cierto, está necesitado de los nutrientes elementales, del aire, de la brisa, del mar y de los ríos, de plantas y pájaros. Hay una huella en la historia que nos permite reconocer estas evidencias con prontitud: las principales tendencias del arte se han inspirado sobre todo en la naturaleza, incluidos los diversos informalismos.  Especialmente el surrealismo, que por su nombre podría considerarse como el más ajeno a la realidad natural de la que estamos hablando, es tributario de las formas naturales, aunque desprendidas de sus configuraciones aparentes.

Veamos nueve grandes corrientes de acuerdo a una apretada síntesis que funciona como prueba del nueve: En el neoclasicismo, a mediados del siglo XVIII, impera la figura humana y la naturaleza en sus expresiones racionales, bajo el ideal clásico de armonía y buscada mediante la imitación y la perspectiva, acompañándose de la fe religiosa y los temas de las Escrituras; tendencia a la elevación por la sublimación de la naturaleza. En el romanticismo, liberación de las formas clásicas, imperio de la subjetividad sin apartarse de la contemplación, fuerte valoración de la naturaleza, aunque transformada. En el impresionismo, la instantaneidad de los fenómenos naturales, incidencia de la luz, importancia del color tal como lo ve el ojo humano, sugerencia y no imitación de la forma, en fin, base temática natural. En el expresionismo, las figuras humanas introyectadas, una especial proyección sentimental de paisajes naturales, estampas pueblerinas subjetivadas, rostros y cuerpos sobredimensionados, máscaras, es decir, todo aquello que es y está ante la mirada del observador. En el cubismo, la misma realidad, aunque puesta en metonimias, en partes geométricas cubiformes, crudas y superpuestas; sus temas: retratos, grupos, flores, animales, naturalezas muertas, objetos varios. En el expresionismo abstracto, que se diría ajeno a la representación de la naturaleza: formas de cristales, ondeantes flujos de agua, disposiciones en bucles, rizos de vegetales o de profundidades oceánicas, celajes indeterminados, formaciones estrelladas. En el surrealismo: figura humana estilizada al extremo, animales, insectos y plantas que escapan de sus formas, realidad onírica, absurda o imposible en oposición a la realidad natural en la que se inspira. En el fauvismo: bajo la más acerba de las fantasías el color, en un delirio del quiasma óptico, enajena el paisaje y transfigura los objetos. En el constructivismo de Joaquín Torres García: el tiempo y el espacio reunidos por un originalísimo deus ex machina ceden ante la creación humana; personajes, vasijas, casas, edificios, ciudades, peces, aves, soles, lunas, estrellas y símbolos que sugieren el universo absoluto.

Si el arte ha requerido siempre de la naturaleza, ¡cuánto no la habrá de requerir el hombre en su vida cotidiana!


Notas

 [1] Federico Schiller, Poesía ingenua y poesía sentimental, Buenos Aires, Nova, 1963, p. 57

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