BURLA-LA-MUERTE (3 /
14)
Aquel singular personaje
dijo estas últimas palabras con tono bastante burlón para que sólo pudiesen ser
entendidas por Rastignac. Cuando los soldados, los gendarmes y los agente sde
policía abandonaron la casa, Silvia, que humedecía con vinagre las sienes de su
ama, miró a los asombrados pensionistas y les dijo:
-De todos modos, era un
buen hombre el señor Vautrin.
Esta frase rompió el
encanto que les producía a todos la fluencia y diversidad de sentimientos
provocados por aquella escena. En aquel momento, los pensionistas, después de
examinarse unos a otros, se fijaron en la señorita Michonneau que, arrugada,
seca y fría como una momia, estaba acurrucada junto a la estufa con los ojos
bajos, como si temiese que la sombra de la pantalla de la lámpara no bastase
para ocultar la expresión de sus miradas. Aquella figura, que les era
antipática ya hacía tiempo, acabó por ser comprendida. Un murmullo que denotaba
una repugnancia unánime, por la perfecta unidad de su sonido resonó sordamente.
La señorita Michonneau lo oyó y no se atrevió a moverse. Bianchon fue el
primero que, aproximándose a su vecino, le dijo en voz alta:
-Si esta mujer continúa
viviendo con nosotros yo me largo al instante.
En un abrir y cerrar de
ojos, todos los concurrentes, menos Poiret, aprobaron la proposición del
estudiante de medicina, y este ante la adhesión general, se dirigió a Poiret
diciéndole:
-Usted que está en buenas
relaciones con ella háblele y hágale comprender que debe marcharse al instante.
-¿Al instante? -repitió
Poiret asombrado.
Después se dirigió a la
solterona y le dijo algunas palabras al oído.
-Yo he pagado el mes y
estoy aquí por mi dinero, como todo el mundo -dijo la Michonneau dirigiendo una
mirada de víbora a sus compañeros de pensión.
-Que no se quede por eso
-dijo Rastignac-, nosotros le devolveremos el importe.
-Sí, el señor apoya a Collin
y se comprende -respondió ella dirigiendo al estudiante una furiosa e
interrogadora mirada.
Al oír estas palabras,
Eugenio dio un paso como para precipitarse sobre la solterona y estrangularla.
Aquella mirada, cuya perfidis comprendió, acababa de iluminarle el alma.
-Déjela usted, hombre
-gritaron los pensionistas.
Rastignac se cruzó de
brazos y permaneció mudo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario