BURLA-LA-MUERTE (3 / 12)
El silencio no tardó en
reinar en el comedor y los pensionistas se separaron para dejar paso a los tres
hombres que llevaban la mano en el bolsillo del costado acariciando sendas
pistolas cargadas. Dos gendarmes que seguían a los agentes ocuparon la puerta
del salón, y otros dos la que daba a la escalera; el paso y los fusiles de
varios soldados resonaron en el arroyo. Toda esperanza de huida desapareció
para Burla-la-Muerte, en quien se centraron todas las miradas. El jefe de
policía se encaminó hacia él y empezó por darle tal golpe en la cabeza que le
hizo saltar la peluca y dejó al descubierto la horrible cabeza de Collin.
Provisto de cabellos rojos y cortos que le daba un espantoso aspecto de fuerza
y de astucia, aquella cabeza y aquella cara, que armonizaban con el busto,
fueron iluminadas por los ojos como si los fuegos del infierno los hubiesen
alumbrado. Todo el mundo comprendió entonces el pasado, el presente y el
porvenir de Vautrin, sus doctrinas implacables, el imperio que le daba el
cinismo de sus pensamientos y de sus actos, y la fuerza de una organización
acostumbrada a todo. La sangre se le subió a la cabeza, sus ojos brillaron como
los de un gato y dio un salto con tal feroz energía que los pensionistas
lanzaron un grito de horror. Al ver este gesto de león, los agentes sacaron las
pistolas. Collin comprendió el peligro viendo brillar el gatillo de las armas y
dio de pronto prueba de una gran fuerza de voluntad. ¡Horrible y majestuoso
espectáculo! Su fisonomía ofreció un fenómeno que sólo puede compararse con el
de la caldera llena de ese vapor humeante que levantaría montañas y que es
disuelto en un instante por una gota de agua fría. La gota de agua que enfrió
su rabia fue una reflexión rápida como el rayo. Sonrió y miró su peluca.
-Hoy no tienes un día muy
cortés -dijo al jefe de policía.
Y tendió las manos a los
gendarmes llamándolos con un movimiento de cabeza.
-Señores gendarmes,
pónganme las esposas o los grillos. Tomo a estos señores por testigos de que no
he hecho resistencia.
Un murmullo admirativo,
arrancado por la rapidez con que la lava y el fuego salieron y entraron en
aquel volcán humano, resonó en el comedor.
-Con esto, no podrás
hacer lo que pretendes, señor farsante -dijo el presidiario dirigiéndose al
célebre jefe de policía.
-Vamos, que se desnude
-dijo con desprecio el hombrecito de la calle de Santa Ana.
-¿Para qué? -dijo
Collin-. Hay damas y yo no niego nada y me rindo -añadió Burla-la-Muerte
haciendo una pausa; y mirando luego a la asamblea como un orador que va a decir
cosa sorprendentes-: Escriba usted, papá Lachapelle- repuso dirigiéndose a un
anciano de cabellos blancos que se había sentado a un extremo de la mesa
después de haber sacado pluma y papel-. Reconozco ser Jacobo Collin, apodado
Burla-la-Muerte y condenado a veinte años de trabajos forzados. Acabo de probar
que tengo merecido mi apodo. Si yo hubiese levantado una sola mano -dijo a sus
compañeros de pensión-, sólo estos tres espías me hubieran descuartizado.
-¡Dios mío! ¡Esto es para
matar a cualquiera! -dijo la señora Vauquer al oír estas palabras-. ¡Y yo que
estaba ayer con él en el teatro de la Alegría! -se dirigió a Silvia.
-Filosofía, mamá -repuso
Collin-. ¿Acaso es una desgracia haber ido ayer a mi palco? ¿Creen ustedes ser
mejores que nosotros? Nosotros tenemos menos crímenes en la conciencia que
ustedes en el corazón, miembros corrompidos de una sociedad gangrenada. El
mejor de ustedes no me gana en nobleza -agregó fijando sus ojos en Rastignac, a
quien dirigió una sonrisa graciosa que contrastaba singularmente con la ruda
expresión de su rostro-. En caso de aceptación, tengo entendido que el trato
continúa, ángel mío, ¿me comprende usted?
Y cantó:
Bella
está Paquita
en
su sencillez.
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