HUGO GIOVANETTI VIOLA
Primera edición:
Caracol al Galope / elMontevideano Laboratorio de Artes (2009)
Primera edición WEB:
elMontevideano Laboratorio de Artes (2018)
Retrato de portada:
Horacio Herrera.
DOS: EL AMOR DEL PURGATORIO
13 / PALABRA
Aquel otoño fundamos la
revista cultural Palabra junto con
Saúl, el ya místico plástico Manuel Espínola Gómez, el poeta y médico Juan
Carlos Macedo, el narrador Tarik Carson, el poeta Víctor Cunha y el narrador y
teatrista Ricardo Grasso, a los que se agregarían el poeta y narrador Leonidas
Spatakis y la profesora y crítica literaria Laura Oreggioni.
La entrevista con Manolo
fue en un boliche de la esquina de El Gaucho, y ya esa noche el hombre
cincuentón y de rampante andadura juglaresca que se transformaría en mi
biografiado y en mi maestro matrero me
abrigó contándonos que a fin de año
pensaba exponer en la Galería Losada unos serenísimos
paisajes geométricos impregnados de las asombrosas claridades de su Solís de
Mataojo natal.
A Juan Carlos Macedo, que
acababa de publicar la plaqueta Durar,
título que terminó iconizando toda su espiral poética, lo conocí en su
humildísima casa donde el pan de sus ojos
y la gratia plena de su mujer y
sus hijas muy chicas transformaban las reuniones en cenas de maná.
La censura dictatorial
nos obligó a ir formando un fondo de material con hondura de acueducto político, como le gustaba
metaforizar a Vallejo, y ningún chisperío de barricada, lo que de paso ayudaba
enormemente a excavar en la simbología arquetípica y no sociologizar con
sequedad positivista.
Espínola se había dejado
tragar durante más de diez años por su militancia en el gremio de los plásticos
y propuso de entrada aprobar los materiales por
unanimidad, porque ya no toleraba ninguna concesión o maniobra oportunista o aliancista con los nombretes
de peso y eso nos trajo alguna violenta discusión colectiva que
sobrellevamos con verdadera hermandad. Ahora importaba más la específica prospección cultural que la rivalidad primereadora de las vanguardias más o menos marxistas.
Una noche que yo andaba con la camioneta de mi viejo Manolo me propuso ir a comer a una parrilladita de mala muerte que había cerca del zoológico y me explicó que él podía pagar su parte recién a fin de mes, cuando cobrara la jubilación. Y allí me volvió a hablar de los paisajes geométricos mientras devoraba una gigantesca morcilla dulce que pidió de postre: Con esta serie lo que me importa es hacer Mozart. Esa serenidad para esperar a la muerte.
Y cuando le pregunté si
se podía ver algunos de los cuadros que iba a exponer en menos de tres meses
chistó contrariado: Todavía no los pinté.
Esto de la revista no me deja empezar. Pero en cualquier momento voy a ver si
me largo a meterles el diente. Y yo pensé que estaba completamente loco.
Leonidas Spatakis era un
hombre ya sesentón que había perdido un hijo de dieciocho años en 1972 y lo
elegimos como director de la revista porque acababa de afiliarse al Partido y
todavía no debía estar fichado por los milicos. Mediría un metro cincuenta y
cinco a rabiar, y jamás voy a saber por qué mi detective Isabelino Pena tiene
la gran nariz grumosa y el jopo jolivudense y la agilidad ardillesca de
Leonidas. Y estoy hablando de mi Marlowe y
no de mi Quijote. Un viejito
preciosamente sano no muere arrepentido de haber salido a defender su costilla
inmaculada.
La censura de los milicos
aprobó la publicación de Palabra pero
el Ministero del Interior secuestró los plomos cuando ya se estaban imprimiendo
y nos quedamos sin la revista y sin la plata que conseguimos vendiendo bonos.
Spatakis las pasó bravas declarando durante horas y esa tarde me largué en la
camioneta a avisarle a Manolo, que todavía vivía en el taller de Avenida
Brasil, y cuando me gritó que pasara lo encontré terminando Cierto regreso, cierta continuidad, cierto
sueño y tuve tiempo de vichar el ya terminado Más allá de nuestros días.
Entonces la espesura visible del reino que solamente
él pintó en el Uruguay, porque la grandeza torresgarciana no horadó la irradiación de la sagrada
invisibilidad, me hizo retroceder el horror con la contundencia inapelable
de Mozart. Manolo ya estaba elefantiásico y le avisé lo de la revista y gruñó y
salí rajando mientras él volvía descargar el pincel percutiente con medio cuerpo desnudo y las cejas al viento.
Y el 18 de noviembre se
estrenó la exposición de los ocho cuadros polifocalistas en Galería Losada y
fuimos con mis padres y Rosina y desde allí cruzamos al Millington Drake, donde
Álvaro Pierri daba su primer concierto después de ganar el Concurso
Internacional de París con medalla de oro.
¿Y ahora cómo hacía el
fascismo para prohibir que la platería del barroco matrero que empezó amasando
Fabini en Solís de Mataojo y José Pierri Sapere en Pan de Azúcar nos impregnara
con una todopoderosa sed de cielazos?
14
/ ROSINA
Durante julio y agosto
del 75 viví sintiéndome un gusano entrealado y milimétricamente detector del
avance primaveral, y tanto las pelusas y las melenas de los álamos y los sauces
como las explosiones nacaradísimas de los frutales parecieron alfombrarme el
tambaleo hacia una llamada telefónica que hizo Rosina para empezar a tomar
clases de guitarra.
Y la adivinación mutua del otro esperado fue tan ciegamente total que
cuando le abrí el viernes 19 de setiembre lo único que nos faltaba era contemplar aquel rostro elegido desde el más
acá y la clase duró tres horas y tres clases después la invité a ir al cine
y al despedirnos en el jardín de su casa arrancó una corola y me la dio
pestañeando mucho y en la dedicatoria del poemario Bodas de hueso no necesité más que literalizarlo: para Rosina / que me clavó en la mano / un pensamiento
azul.
Y este es un poema
eyaculado un mes antes de conocernos: Primavera
primera / sembraremos / el corazón del mar bajo los álamos / donde un ventoso
vuelo virginal / brillará locamente / amarillándonos. / Borrado mi arrebato
atiborrado / de rebosante sombra / entre setiembre / ya llegado tras trigo al
barro rojo / será gallo mi llaga / festejándonos.
Y en la tercera parte de Morir con Aparicio el monólogo define
así a la fe clarividente que
transformó a Justo Regusci y Magdalena Tomillo en una silueta de dos cabezas: y en menos de seis meses te habías enamorado
del océano y en un solo lancero del verdor esmeralda de la muchacha pálida
vulnerable y purísima que hamacaba sus músculos con la delicadeza y el coraje
latentes de una vara de mimbre estremecida entre su anonimato.
Sergio, además, que
siempre derrochó un talento plástico que según Guillermo Fernández, muchos profesionales adictos al jeteo de
pasarela quisieran para un día de fiesta, captó con exactitud aquella
extraordinaria euforia danzante que
derramábamos sin el menor aspaviento en una crayola donde aparecemos
caricaturizados al estilo de Olivia y Popeye.
Rosina tenía 19 años y yo
27, y nos comprometimos en enero y nos casamos en agosto para que aquel pedazo
de casa que me habían alquilado unos primos y nunca llegó a ser bautizado como Eridanus, se transformara en nuestra
primera montaña empujada a cuatro manos.
Y en la luna de miel en
Porto Alegre fue todo tan maravilloso que durante ascensión al morro entre un
atardecer muy anaranjado pensé rotundamente: Qué me importa la nada si existe esto. No sé quién fotografió a mi
padre saliendo del Registro Civil el mediodía que nos casamos, pero lo que le
falta a su encorvamiento tristón es una leyenda englobada igual que en las
historietas: Ojalá que Huguito dure.
Y fue recién leyendo el
insondable Mujeres que corren con los
lobos de Clarissa Pinkola Estés, no hace más de cinco o seis años, que
tanto Rosina como yo entendimos con qué clase de salvajismo había nacido ella:
el de la niña-muchacha-mujer condenada a parir y defender su círculo-tesoro de
profundísima nieve contra la barbarie
ilustrada del machismo depredador.
Los Esposos de hueso
saben que lo que llamamos suerte jamás
es una condecoración del azar y que a la hora de durar los de afuera son de palo en cualquier campo sacro. Y que las
cicatrices y las culpas son de exclusiva responsabilidad de la casa.
Lo que me tranquiliza
bastante, además, es que cuando escucho cantar a Sabina Porque siempre hubo clases y yo / no doy bien de marido / otra vez a
perder un partido / sin tocar el balón, pienso: Yo lo empaté.
Creo que Rosina tuvo
muchísima más paciencia que yo en estos treintaidós años, y los primeros en
darme la razón serían nuestros hijos, Micaela y Nacho, aunque jamás podrían ser
imparciales porque para los Giovanetti-Biagioni ella fue una madre, por lo
menos hasta cierta altura de la vida y hablándolo en Darío, como se debe ser.
En la novela La indecente noche de Yemanjá, publicada
en el 94, la retraté encuadrada en su profesión de Asistente Social, que ejerce
a lo Kübler-Ross: Pero entre Rosina y
Ma-Sa ya existía un arcoiris de complicidad más alto que cualquier palabra. La
mujer era rubia y delgada, y al torcer levemente la cabeza lograba que sus ojos
derramaran un verdor excluyente de toda vanidad. Miraba como los niños, los
elegidos y los moribundos.
15
/ SAÚL
Enseguida que la
dictadura prohibió la subversión cultural
de la revista Palabra nos
propusimos contragolpear con una antología que titulamos Cuentos 75’ y que estaba integrada por textos de Saúl Ibargoyen,
Tarik Carson, Manuel Márquez, Ariel Méndez y un servidor.
Yo incluí el recién
terminado Rapto a la nieve, un
réquiem barajado en cuatro planos diacrónicos que funcionaban bien, pero
todavía me faltaba mucho para encontrar la unidad
rítmica de la frase, y se mezclaban una primera persona infantil que
después desarrollé en Ángeles y lobos con
larguísimas espirales faulknerianas y una sequedad dialógica alla Hemingway apenas entonadas por una resolución lírica propia que ya no iba a perder, tanto en
significado como significantes. Nunca redité ese texto.
Y cuando el volumen ya
estaba impreso y en fase de encuadernación los milicos se llevaron al
secretariado del Seccional de la Cultura del Partido y apenas tuvimos tiempo de
rehacer un pliego y emparchar una hoja a mano para que Saúl apareciera con el
seudónimo de Antonio Silva. Pero el libro salió.
Y después a esperar. Yo
pasé algunos días en Montevideo, y se escuchaban rumores de que la barrida era
a fondo y al principio me despertaba cada motor nocturno, aunque después
salimos a vender el libro puerta por puerta con Rosina como si tal cosa, y nos
vimos un par de veces con Lil y supimos que Saúl estaba incomunicado pero
recibía ropa y que el mejor desenlace posible era que le dieran chance de
exiliarse.
La sucursal de Maspons
que atendían mis padres quedaba en la galería Tualsa, en pleno Gorlero, y ese
verano quedó vacío local de al lado y mi viejo y mi hermano lo consiguieron
para exponer y me mudé a atenderlo.
La verdad es que ningún
momento tuve verdadero miedo de caer porque ahora conocía la irradiación del
sótano de Satanás y sabía que la fe en el hombre que compartíamos con Saúl no se
desalma con ninguna tortura.
Entonces necesité
zambullirme en una novela que había empezado a soñar una mañana de abril,
cuando llamé por teléfono a Laura Oreggioni y su esposo, el doctor del SOYP
Jorge Infantozzi, me atendió desafiante: Si
se viene a tomar unos mates le hago un cuento de la Isla de Lobos que no va a
poder dejar de escribir.
Y enseguida atravesé las
tres cuadras con luz de Sisley que me separaban del Pasaje de la Cantera
sintiendo que me esperaba mi nuevo libro.
Infantozzi me habló de una
leyenda que circulaba en la isla
sobre alguien que ponía flores
secretamente en un cementerio de tres cruces anónimas y casi nada más. Así es
de complicado el buceo en la belleza cifrada de este mundo.
Y aquel febrero hice lo
que no se le puede recomendar a ningún narrador: empezar una historia
supuestamente larga sin saber adónde iba ni cómo. Tenía bastante material
recopilado sobre la isla y algo
maravilloso que me bombeó el inconsciente: la florista clandestina era una niña ciega.
Y cuando crucé a Lobos en
una lancha turística y apenas nos dejaron recorrer el muellecito lleno de pelucas perdedores sin acercarnos a las
calagualas donde podía rastrearse el cementerio, sentí ganas de mandar el
proyecto al carajo y en algún recoveco del vértigo habrá vibrado la lección de
mi abuelo frente a aquella pared oscilante que derrumbó mi padre: Así es cuando está bien.
Y esa tarde me decidí a
teclear haciendo hablar desparramadamente a la niña y en dos años de producción
muy discontinua llegué a unas ciento veinte páginas de las que terminé tirando
noventa para incrustarle tramos contrastantes armonizados en primera y tercera
persona con el definitivo color de mi
frase que encontré en los cuentos de Cantor
de mala muerte. Y ese melodismo
vertical era una digestión, como ya adelanté, del empaste arcoírico de
Mozary y García Márquez.
Saúl estuvo a punto de
perder la vista durante el exilio mexicano y pudo operarse a tiempo y yo sangré
este poema: Un hombre se arrodilla para
morder la tierra / con la media ceguera de su mirada en ascuas: / un hombre
solo / muerde la canción en la sombra -con su hocico radiante- como al único
hueso que ha podido salvar / definitivamente / de los perros del oro.
Y en esos mismos años
Alondra Pérez, la niña ciega de mi historia que demoré muchísimo en entender
que era mi alma se encerraba en el
baño para jadear: Jesús: yo ya sé no sé
quién soy pero sé que tú sos el Padrenuestro. Ayudame a ser buena y feliz y no
me dejes olvidarme de los colores del mundo. Amén.
Y entendí que si Saúl no
hubiera aguantado la tortura mordiendo mudamente mi nombre yo hubiera terminado
de volverme loco en el sótano sin fondo del fascismo.
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