HUGO GIOVANETTI VIOLA
Primera edición:
Caracol al Galope / elMontevideano Laboratorio de Artes (2009)
Primera edición WEB:
elMontevideano Laboratorio de Artes (2018)
Retrato de portada:
Horacio Herrera.
DOS: EL AMOR DEL PURGATORIO
7 / LA FE
El propio Ernesto, sin
embargo, llegó a achacarle el robo de la Pentax a la naná cleptómana del Cordobés, pero fue puro teatro y después de
algunos días de volver a lavar platos hasta el descoyuntamiento, el hombrecito
habitado por Satanás se escapó a fumarse a Amsterdam y yo me quedé solo con el
Fatiga. Y una noche nos propusieron hacer un show a prueba en La rueda, una taberna española que
quedaba en la hoy desaparecida rue de la Cossonnerie, al borde de la gigantesca
excavación lunar modernizadora que había hecho desaparecer el mercado de Les
Halles, y terminamos largando el Bateau: ahora teníamos treinta francos fijos
de manga y mucho mejor comida y canilla libre de otra categoría.
La
rueda estaba recomendada como lugar auténtico hasta en Le
nouvel Observateur y lo mismo podía caer un ministro peronista como
cualquier latigueadora de la calle de los sex-shops
mimada por el fiolo, y si se encamotaba con los boleros y te metía un
barquito-billete en la guitarra tenías que seguir tocando hasta el amanecer.
En la taberna había un
perro ovejero bautizado Poeta, que a
veces era obligado a cantar para algún personaje o porque al patrón se le
ocurría convidar con tortilla y cachondear, nomás. Le ponían una canción con
mucho ruido de púa donde una desgarradora voz andrógina flamenqueaba
ofreciéndole su corazón a la Inmaculada, y al animal le dolían tanto los oídos
que llegaba a emitir una línea melódica completa y uno no podía menos que
aplaudirlo.
Y esa semana cayó
Bénédicte al Stella sin previa llamada y me ordenó un poco la chambre y después
la acompañé hasta el Bateau porque había una reunión familiar igual a la de la
noche cuando nos conocimos, y unos pocos metros antes de llegar a la esquina me
vino un vértigo tan grande que traté de besarla con los labios cerrados contra
la pared del Lycée Henri IV pero sacó la cara. Fue la primera vez y última vez
que la pude contemplar vestida de mujer,
con un vestido hindú medió celestón, y era algo tan hermoso que estuve a punto
de ponerme a aullar como el Poeta.
Pobrecita. Había perdido
la virginidad en el campamento de verano de tercer año y no le gustó nada, y el
muchacho elegido deslumbradamente ni siquiera la volvió a tocar. Un trámite
sartreano. Il faut être libre, quoi.
Y a los dos días apareció
a contarme que en el Bateau festejaron el cumpleaños de la madre y se tomó dos rouges y le ofreció el poema que yo
nunca llegué a leer a un flautista argentino ya canoso, el Coya, que ahora
tocaba sentado en mi banqueta y que una vez comentó en el estudio donde
grabamos juntos con los changos El
evangelio criollo que una buena
concha se chupa igual que una buena quena.
Yo no rezaba, así que lo
único que pude hacer fue agarrarme la cabeza y esperar el resto del cuento,
aunque la humillación terminó allí. Ella lo
fue a visitar igual que una perrita y cuando vio que las paredes del
apartamento de la bestia estaban llenas de fotos de orgías se escapó corriendo.
Entonces me pidió perdón cenicientamente y yo traté de reírme, pero después no
quiso que la acompañara al métro y no volvió en un mes y me prohibí desesperadamente llamarla por teléfono aunque una
madrugada me sentí peor que el Poeta y
volví de la taberna y recé. Que venga,
murmuré mordiendo un Peter Stuyvesant como si fuera un cirio: Porque si no, no hay nada.
Y a mediodía crucé a
desayunar al bar de la esquina y a los cinco minutos la nena entró reverberando
y me pidió que la llevara a tomar cerveza al Rostand y allí me dijo que ahora creía en todo.
En
todo lo que pensás de la gente y de la vida y del amor y de la verdad, se
reía flotadoramente: Creo en todo de
verdad.
Yo atiné nada más que a
borrarle los bigotes de espuma y esta vez fue ella la que se confundió y murmuró que a lo mejor había llegado el
momento de estar juntos y demoró un
segundo en sondearme y corregir: No,
claro. Así estamos bien. Me tengo que ir volando porque si no en casa me matan.
Nos despedimos en la
estación del Lux besándonos las puntas de la boca, como siempre, y yo me caminé
toda La Contrescarpe cantando Gracias a
la vida.
En aquel tiempo no me
sabía de memoria el mejor de los sonetos que se escribió jamás en cualquier
lengua, porque el festejo más perfecto hubiera sido gritarle a todo París igual
que si regalara pájaros: Muéveme en fin
tu amor en tal manera / que aunque no hubiera cielo yo te amara / y aunque no
hubiera infierno te temiera. / No me tienes que dar porque te quiera / porque
aunque lo que espero no esperare / lo mismo que te quiero te quisiera.
8
/ EL SÓTANO
Ernesto llegó de
Amsterdam con maruja colombiana y salimos a recorrer el Lux y nos sentamos en
una gran terrasse que había frente a
la Closerie des Lilas, y le conté la boda
de Notre Dame con el Hijo y se amaravilló y enseguida dijo que teníamos que
hablar de una cosa muy jodida y yo
pensé en la Pentax.
Gracias
por tener la humildad de dejar pasar primero la noticia de mi enamoramiento,
tuve necesidad de solemnizar: ¿De qué qué
querés hablarme? Pa, se aplastó casi con femineidad los rulos que le
tapaban la calva delantera: Me acabás de
matar de verdad con eso. Mejor lo dejamos así. Y yo estaba tan feliz que no
le di importancia a la palidez color panza de sapo que parecía escamarlo.
Y esa tarde el Fatiga se
fue al sur y apenas terminé una oda-réquiem dedicada a la hemorragia que le
descuartizó la infancia a Bénédicte el hombrecito me invitó a tomar un café en
la esquina y mientras bajábamos sentí como si me llevaran a un matadero
imposible de imaginar. Y después que nos atendieron Satanás se dio vuelta en el
mostrador y me traspasó con el verdor de un sótano mucho más hondo que la
montaña del cadáver de mi abuela y murmuró: Vos
me venís cagando la vida hace tiempo. Alguien me sostuvo desde atrás porque
me caí de la banqueta y enseguida volvió a aparecer el Ernesto sin
fluorescencia: Tranquilo, Huguito. No te
pongas así. Y entonces pude concentrarme estudiando el botellerío de la
barra y al final prendí un Peter Stuyvesant y me calmé bastante: ¿Con qué pensás matarme?
La verdad es que el
homúnculo paranoico de Trelew nunca precisó amenazarme explícitamente y mucha
gente piensa que esta tragedia potenciada por la marihuana no es nada del otro
mundo y tiene su razón. Pero yo me pasé años sin poder mirar fijo ni siquiera a
mi padre y ese verano Emilio Arteaga,
que trató de ayudarme con una piedad y un asco superpuestos a lo Pilatos, tuvo
que reconocer en Saint-Tropez: Qué lo
parió, Principito. Ese tipo quiso matarte y te mató, nomás.
Y lo importante fue haber decidido en aquella banqueta, mientras la
fluorescencia de Satanás entraba y salía de Ernesto como el barrido circular de
un faro: Dentro de diez minutos tengo que
ir a laburar y volver esta noche a dormir en la chambre y si le pido a Carlitos
que me defienda ni siquiera va a poder entenderme y si llamo de larga distancia
a casa no soy un hombre: soy una gallina de mierda. Y en este momento hay gente
peleando en todo el mundo contra cosas muchísimo peores y además yo lo único
que hice fue tratar de ayudarlo a creer. Acá lo único que hay que hacer es
acordarse de Jesús de Nazaret, padre. Acordarse del Hijo.
Pero esa noche en la
taberna me tuve que zampar unos cuantos rones puros y terminé escondiéndome en
el baño para agarrarme el badajo mientras rezaba: Ahora preciso eso que llaman valentía. Nada más. Nada más.
Y mientras volvíamos al
Stella le comenté a Carlitos que Ernesto tenía un ataque de paranoia espantoso
aunque le pedí que me dejara subir solo y en la chambre encontré nada más que El pozo abierto y subrayado en el
capitulito que dice: Sólo dos veces hablé
de las aventuras con alguien. Lo estuve contando sencillamente, con ingenuidad,
lleno de entusiasmo, como contaría un sueño extraordinario si fuera un niño. El
resultado de las dos confidencias me llenó de asco. No hay nadie que tenga el
alma limpia, nadie ante quien sea posible desnudarse sin vergüenza.
Y a los cinco minutos
entró Satanás con las córneas color malvón y me comentó que París estaba
precioso para caminar pero yo me puse el piyama y me fumé el último Peter
Stuyvesant y me dormí enseguida. ¿Me hizo dormir la fe?
Ya estábamos por bajar a
Cannes en cualquier momento con los muchachos y al otro día conseguí que mi
santo y único alumno de guitarra, el ingeniero Marc Bugeia, me prestara los
quinientos francos que debíamos en el hotel y salute París.
Ernesto se fue a vivir a
la camioneta de un gitano medio clochard que vendía droga y yo lo esperé en
Cannes y en Saint-Tropez todo el maldito verano, y aunque Emilio lo vio en
Saint-Raphael nos reencontramos recién en París a fines de setiembre.
La noche que nos cruzamos
frente al Bateau parecía cambiadísimo y fuimos a tomar algo y me confesó que
nunca le había pasado nada tan horrible como lo de aquel día y yo le contesté
que a mí tampoco y de golpe me preguntó si seguía escribiendo.
Y cuando le conté que en
Saint-Tropez hacía eyaculado más de cien sonetos en una semana me di cuenta que
adentro de aquella gárgola quedaba tanto odio que el trabajo más grande de los
hermanos humanos convocados por Vallejo era seguir creyendo en el olfato físico
con que se ora y el instinto de inmovilidad con que se anda en dirección a
Notre Dame y además en estos casos conseguirse un cuchillo.
9
/ SAINT TROPEZ
Aquel segundo verano la
policía de Cannes expulsó a todos los mangueros de la Croisette y hubo que
rehacerse en Saint-Tropez a mitad de temporada y quince días antes de sacarme
una foto abrazado con Brigitte Bardot llegué a andar hasta sin medias porque
las que tenía se me agujerearon del todo y no sobraba un franco.
Pero a mitad de agosto
conseguimos incluso un laburo fijo en el piano-bar Chez Guislaine y terminamos comprando una carpa-iglú en el Pam
Beach Club, un camping seminudista de la plata de Pampelonne.
El verano de Saint-Tropez
tiene una radiación dantesca muy pareja, aunque hay tres días de entrecruce del
mistral y la tramontana que hacen volar hasta la degeneración, y el puerto
quedó vacío y la última noche los muchachos se engancharon con las reventadas
locales y yo me encerré en la carpa tratando de apuntalar la estructura de goma
inflable con el estuche de la guitarra y las mochilas mientras tecleaba un
epitafio tanguero hasta que se me ahogó el farol a mantilla y se me acabaron
los fósforos y amanecí amortajado por el derrumbe y ya ese mismo día se
debilitó el turismo y pudimos alquilar dos piezas en una pensión de la plaza
donde los pescadores jugaban a la pétanque
y ahora aquello era un lujo.
Ese año Brigitte Bardot
cumplió los cuarenta y anunció su retiro del cine y yo le escribí una oda in situ después de la primera fiesta
donde tocamos y bailamos juntos y después la retraté con devoción en Cantor de mala muerte, pero para mí la
mujer más importante de Saint-Tropez fue Colette Charmeteau, la naná de Carlitos que bajó a dedo desde
París porque en enloqueció esperando que el botija la mandara a buscar.
Colette era del campo y
la conocimos trabajando como moza en un restaurant de La Contrescarpe y yo la
invité a salir enseguida y bogábamos dulcemente por los museos y cuando su
corazón de pájaro y su perfume triste empezaban a transformarse en una fina caridad de mi rutina, para hablarlo
en Homero Expósito, ella se enteró que Carlitos tenía fiebre y le llevó unas
tartas y a la semana se mudaron juntos.
Ahora parecía la Lena
Grove de Faulkner recorriendo el sur con una fe cieguísima, y uno le podía
captar el paso entorpecido por un vientre ilusorio más hermoso que las montañas
de la Costa Azul. El botija la echó y no sé si le dio plata para tomar un tren
y recién ese otoño en París, cuando volvimos a compartir los discos de
Zitarrosa y el mate y los poemas que casi me sacaba de la mano, supe que ella
se creyó hasta los huesos que el latin
lover tenía veintidós años y quería formar una familia igual que la de su
hermano Emilio y que mientras esperaba que la mandara a buscar llegaba del
restaurante y se ponía una almohada abajo del vestido para soñar que estaba
embarazada.
A Colette la habían
violado en un baile de su aldea natal a los catorce años y abrigarnos
mutuamente más acá o más allá de cualquier posible toque fue una especie de peregrinación a una altura sin fondo y no
importa más nada.
En la pensión de la plaza
devoré el resto de A la sombra de las
muchachas en flor y justo cuando cambió el clima se me acabaron las
pastillas de betametasona y Guislaine demoró un fin de semana en conseguirme
recetas y una noche que me asmaticé le acepté unas pitadas de hasch a Carlitos
y terminé internándome en la colina de la Citadelle y de golpe se me cruzó un
gigantesco pavorreal que venía caminando desde el fortín hasta que tremoló como
un ángel y se hundió plateadamente en el cielo turquesa geometrizado por los
pinares cézannianos y se me abrió tanto el pecho que escuchaba indicaciones: aquel lacre-pozzuoli de
los tejados del puertito eran la tonalidad de la misericordia terrestre y ahora había que doblar a la derecha
siguiendo el trillo de la muralla medieval y enfrentarse a la testa solar que penetraba en el golfo y entonces entre la
anaranjada reverberación ovoide emergió la floralidad de dos barcas de vela
avanzando solas y juntas y supe que
para cualquier paisaje matrimonial clarividente la montaña es más importante que el mar. Igual que como vivimos
hace treintaidós años con Rosina. Abajo estaba el blanquísimo cementerio marino
de Saint-Tropez y entendí que todo lo ofrecido por la materia es justo y recién el 3 de diciembre de 1974
trasladé aquella ascensión a un texto que titulé Para mi muerte: Que recorran las aguas álgidas de Jesús / o el corazón
del rojo cruzado de pureza. / Que Don Quijote ruja saltando hasta el león / o
se brille brotando del sexo a la paloma. / Que no se tema tanto ya que este
poema existe. / Y una muchacha fértil perfumará la noche. / Que se comulgue siempre
detrás de la tragedia. / Que se siga creyendo. / Que no se diga más.
Y cuando crucé la plaza
polvorienta todavía avioletada por los plátanos para volver a la pensión había
cambiado todo.
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