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Entonces, por último, en
este punto quizás podemos pensar algo similar a lo que se planteaba Lacan en el
Seminario XI. Lacan se propone ir de la pregunta ¿es el psicoanálisis una
ciencia? A esta otra, mucho más pretenciosa y decisiva: ¿qué es una ciencia que
incluya al psicoanálisis? En otras palabras, de ¿hay una ciencia del sujeto,
una ciencia del deseo, una ciencia de la revolución o del socialismo?, a ¿qué
debería ser una ciencia para que incluya al sujeto, al deseo, a la revolución,
al socialismo? O, quizás mejor: la pregunta acerca de si una teoría del sujeto
o de la emancipación podrían ser ciencia, se desplaza a qué debería tener o qué
debería perder la ciencia para ser teoría. La sospecha entonces es que la
dialéctica parece hablar de una crítica radical a la cientificidad, y no de una
especie de bricolaje reformista en la distinción entre ciencia verdadera y
ciencia positiva o empírica. Si ciencia instala el campo epistemológico y se
instala ella mismo en ese campo, insistiendo en la exterioridad de la relación
entre verdad y no-verdad (el error, la ideología, los mitos, etc.), siempre
será, en la diferencia misma, ciencia positiva, y entonces teoría debe apuntar,
mucho más profundamente, a la ontología: su objeto es el duro y escurridizo
corazón ontológico del objeto, la realidad y la verdad. Ese corazón es las
prácticas: prácticas sociales, prácticas históricas, prácticas significantes.
Una teoría debe ser capaz de arrancar esas prácticas de la neutralidad, o del
campo gravitacional de la positividad en el que se tiende a armar “espontáneamente”
el motor pulsional neutro-positivo, y traerlas no a la negatividad del pensamiento
o del sujeto, sino a la negatividad paradójica de la diferencia misma entre el
pensamiento y el ser, en la que uno es el presupuesto de otro, en la que uno
está siempre ya dañado por el otro.
Entonces el punto, una
vez más, parece ser la propia dialéctica, cierto empecinamiento de la
dialéctica en no dejarse entender sino como algo que perturba o molesta el
advenimiento tranquilo, rotundo y glorioso de la sustancia ideal (o de la idea
sustancial), siempre lista para organizar todo el campo del conocimiento o de
la episteme. El asunto, por así decirlo, parece estar en la en la profunda e
irreductible materialidad de la propia dialéctica, alojada como un hueso en el
corazón mismo de las prácticas sociales e históricas, las prácticas
significantes que han hecho aparecer la objetividad, la objetividad y la
realidad. Así, quizás, debemos asumir una pirueta dialéctica y, en una obvia
transgresión de la cronología que debemos cometer en nombre de la fidelidad al
tiempo teórico, leer a Hegel como discípulo de Marx. Situar a Hegel como la
continuidad del proyecto anticapitalista de Marx. Y no solamente eso, sino
también volver luego a Marx para rescatar, après coup, los antecedentes que
prefiguran a Hegel. Pues aunque cierta tradición marxista parezca estar situada
en un lugar menos radical que el ocupado por la negatividad hegeliana ¿no es
acaso el propio Marx quien, al razonar teóricamente la explotación en lugar de
dejarse llevar por la simple solidaridad o empatía con el oprimido o el
desposeído, sitúa la potencia revolucionaria del sujeto precisamente en su capacidad
de razonar, pensar y negar? Sabemos que el poder o la opresión son positivos y
la explotación es negativa. Sabemos que el poder o la opresión se experimentan,
se viven o se sufren, mientras que la explotación se piensa, se razona y se
teoriza, y por eso tiene potencia subjetivante.
Haber planteado la
revolución exclusivamente en términos de economía política y haber planteado la
emancipación, o la política, en términos de poder o de lucha contra el poder,
es un síntoma del punto ciego del materialismo idealista revolucionario. Y la
pregunta es: ¿habrá una revolución con esos “ángeles de la negatividad”
surgidos de milagros teóricos, de cortes y retiros cartesianos puros del
pensamiento, de exquisiteces dialécticas y de metafísica especulativa, que han
logrado atravesar la fantasía neutra de la realidad capitalista hasta quedar
completamente solos ante lo real de un dios inconsciente y arbitrario,
completamente solos, sin gran Otro?, o, en otras palabras ¿la verdadera
emancipación es una emancipación de filósofos, y no de masas, ni de caudillos o
estrategas militares? No lo sé, no parece, parece que no. Solamente una cosa es
segura: sin esos ángeles no habrá revolución, o la que haya no llegará, por así
decirlo, lejos; tarde o temprano enfermará de esa neutralidad moderna que
pensamiento y prácticas arrastran desde que el capital es el capital, es decir,
desde siempre.
(CRISE E CRITICA / revista latinoamericana de filosofía e política / volumen 1, número 1, 2017)
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