Primera edición
WEB: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2018
El lugar es
visitado por gauchos, peones, indios, soldados, hijos de familia, jóvenes y
viejos, que escapan a las fatigas del día para disfrutar de los naipes, dados y
otros juegos. El ganador o quien así lo quiera, puede comprar ropas y
mercaderías y otras “ofertas”. En suma, como todas, también en Mercedes la
pulpería socializa y encuentra. Y en aquel momento particular, para bien o para
mal, hace soltar las lenguas. Fortalecidos por el beberaje, las guitarreadas y
los encuentros, los criollos despachan sus entripados y por supuesto comentan.
Correa prefiere no hacerlo y a la salida del Bar encara a los más allegados:
-Hay que actuar
con sigilo. Tengo que conversar a varios desertores del cuerpo para que se
presenten… Y a otros paisanos que conozco de confianza.
Había que comenzar
a actuar. Y sus interlocutores aceptan la idea. Pero los tres son conscientes
de las carencias. No hay armas, no tienen un plan general, ni preparación
militar, ni la más mínima organización.
-No hay otra alternativa
que sorprender de noche a la Guardia, cuando se sepa de cierto que se aproxima
a paso el Cuerpo de Ejército de Don Martín Rodríguez -le retruca Jacinto
Gallardo, un paisano alto y fornido.
-Y pasar todos los
botes y canoas, para que a su llegada no estén entorpeciendo el paisaje- agrega
pensativo el paisano Cecilio Guzmán.
Nunca sabrían cómo
ocurrió. Puede que fuera algún allegado de los que estaban en el secreto, un
traidor, o cualquiera que los escuchó, o le pareció sospechosa su conducta, la
cosa es que alguien se apersona ante las autoridades españolas, para denunciar
que hay gente complotada.
-Correa tiene
partidarios a favor de Buenos Aires. Cuenta con sesenta hombres en el Monte y
esta noche va a avanzar al pueblo y a pasar a degüello a todo europeo.
El chisme corre
como fuego más allá de la guarnición española. Y la respuesta militar es
inmediata:
-¡Que salgan dos
partidas por las calles de cuarenta hombres cada una. Y que otra más pequeña se
oculte junto a la Casa de Correa, para observarle los movimientos! -truena el
comandante exasperado.
También a él lo tienen
desquiciado la incertidumbre y los rumores sobre avances militares y
levantamientos. Prácticamente no pasa un día que no le lleguen, obligándolo a
estar alerta.
Ajeno a lo que lo
rodea Correa disfruta la noche que todo lo envuelve, ocultando cualquier rastro
de vida. Es momento de pasiones y encuentros, de llegadas y despedidas, de
juramentos y suspiros. La sombra, apenas herida por la tenue luz de los faroles
y de las estrellas, parece un lienzo gigante capaz de recoger gestos,
reproches, discusiones, promesas y mentiras. Para el Alférez es momento de
aflojar tensiones, pero, acostumbrado a la penumbra, unos movimientos entre los
pastos lo inquietan y con precaución mira por la ventana.
-Tzchip, Tzip,
Tic.
No lo ve pero
siente al chingolo despedir el día y respira más tranquilo. Repentinamente,
acallando la cadencia nocturna, lo alcanza un incomparable alboroto, que le
llega del pueblo. Golpes, gritos y amenazas rompen la paz de la noche
veraniega. A su alrededor todo enloquece, enloquece la gente que sale de su
casa apenas vestida, enloquecen los gurises despertados por los gritos,
enloquecen los perros con sus ladridos. La tierra resuena como un tambor por el
trote de los caballos y el espanto paraliza a la población, que ya no puede
volver a conciliar el sueño. Desde donde está a Correa le parece que unas
sinuosas sombras acechan su vivienda, pero desecha la idea.
-Han de ser los
cipreses que se zarandean, por el soplo que llega del río -murmura para sí.
En el bar, el
desasosiego de la noche fue durante un tiempo tema obligado. Un par de días
después, estando presentes algunos de los soldados que participaron de la bravata,
varios parroquianos que no pueden ocultar su ira, les recriminan sin miedo.
-Todo fue por
Correa -responde uno de los soldados, circunspecto. Y entonces cuenta de las
acusaciones y lo que las autoridades sospechaban. Y agrega: -Uno de los
integrantes de la partida, que se había ocultado,entre los árboles, cerca de la
casa, quiso dispararle, pero fue contenido por el resto. Y al día siguiente el
Comandante hizo un chasque a Colonia para informar lo que por vagas noticias se
había enterado, pero el gobierno mandó que se descubriese algún dato para
asegurarse la verdad de aquel informe, con el que daría providencia de mandarlo
preso a Correa.
Cuando le comentan
los dichos, el Alférez recuerda el movimiento de los cipreses y, supersticioso,
la despedida del chingolo. Y se dice:
-Hay que acelerar
los pasos.
***
Las provocaciones
no hacen otra cosa que exacerbar los ya crispados ánimos. En el bar, en la
Iglesia, en las reuniones familiares, el odio al español va creciendo. Nada lo
aplaca, pero el tan mentado Rodríguez sigue sin aparecer y los vecinos
continúan mirando al río.
-No llegó todavía
el momento -se calman mutuamente.
Luego del
incidente, Correa se vuelve más taimado y mañoso y evita opinar en lugares que
no le parecen convenientes. Por eso es muy cuidadoso cuando lo encara Pedro
Viera, un vecino de Biscocho, una región invadida por rocas calcáreas, gravas,
arcillas y limos.
Sin vueltas el
visitante le espeta:
-Sé que quiere
avanzar al pueblo.
El Alférez lo mide.
Por su trabajo, tiene experiencia en examinar a la gente. Mientras Viera habla,
va adivinando que es un hombre resuelto, que tiene unos treinta años, y que por
el acento seguramente es portugués. Le cae bien, pero dada la situación,
contesta con evasivas.
-Yo tengo
veintiocho hombres de confianza para ayudarlo -lo tienta el viajero.
No es algo como
para desechar dada la situación, por eso Correa procura penetrar en sus intenciones
y para lograrlo inventa obstáculos, que su interlocutor va sorteando. Es un
duelo de palabras y miradas, de suspicacias por un lado y de tanteos y
franqueza por el otro. Viera se muestra activo, inteligente, de franca y exhuberante
conversación y con un espíritu llano, liberal. Parece un hombre bueno y justo,
pero como se sabe las apariencias suelen engañar.
-Todo lo da llano
y fácil -ríe más tranquilo Correa, que aunque le dice que cuente con él, no
está dispuesto a mostrar todas las cartas. -Mis enfermedades no me permiten
apersonarme, hágalo usted. Con mucho silencio vaya convocando toda la gente que
pueda, que cuando sea tiempo le avisaré. Pero cuando baje a hablarme hágalo de
día y no de noche, por los espectadores que tengo desde que oscurece.
Viera lo mira en
parte satisfecho. Tiene experiencia en las lides de la guerra y así se lo hace
saber a Correa. Lenguaraz como pocos, y para terminar de ganarse su confianza, le
cuenta que cuando los lusobrasileños se hicieron de las Misiones Orientales,
había prestado servicios en el ejército de los Chimangos riograndenses, con el
que había tomado contacto con poblaciones de origen hispano y que luego de
desertar optó por quedarse en Montevideo, en donde se había enterado de la
caída de Buenos Aires en manos inglesas. Y con un guiño cómplice finalmente abre
su corazón para decirle que está radicado en Santo Domingo de Soriano con su
mujer Juana Chacón Álvarez, con quien hacía menos de un año había tenido un
hijo, al que bautizó Celedonio. Dicho esto, sube al caballo y golpeando con
entusiasmo las ancas del animal, sale como un rayo rumbo a sus pagos, para
retornar al hogar aunque también para informar a los demás criollos de lo
acordado.
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