por Guillermo Lara Villarreal
La mujer, en el
lenguaje gráfico de la mitología, representa la totalidad de lo que puede
conocerse.
Joseph Campbell
I
El escenario en que los dioses combaten
no siempre es macrocósmico. A veces, despliegan sus ejércitos, desafían a sus
adversarios e imponen sus potencias en la vida microcósmica de un héroe
agraciado (y desgraciado). Hipólito, por ejemplo, devoto fiel de la divina
Artemisa, desdeñaba, con su sagrada castidad, el dulce arrebato de la
encantadora Afrodita, volviéndose, simultáneamente, la superficie y la
recompensa de su disputa.
En El
Demonio Neón (The Neon Demon, 2016), Jesse (Elle Fanning) representa
la renovación de tal enfrentamiento. Devota fiel de la divina Artemisa, se
asemeja a los signos en los que esta se manifiesta. Diosa lunar que, desde la
tierra, contempla su nocturno reflejo: «¿Me ves?», le pregunta, inocente, como
si de su madre se tratara. Diosa silvestre, señora de las fieras: hay, entre
sí, una mutua simpatía; se llaman, se buscan, se reconocen.[1]
Habita las tierras indómitas, símbolo
de su virginidad. Y, sin embargo, el vigor de Afrodita la alcanza. Diosa solar
que, en medio del invierno, deslumbra con el áureo brillo de su
piel, cuya desnudez se ha desembarazado de todo pudor y toda culpa,
cubriéndose, ahora, con la gracia y el encanto seductor del placer. Diosa
marina que, desde la pureza de sus tranquilas aguas, baña los florecientes
jardines, revistiendo los campos de hermosura y acompañando su fertilidad con
fortuna.
Un claroscuro divino que reúne
potencias femeninas antagónicas: la noche virgen de la salvaje Artemisa y el
día voluptuoso de la cautivadora Afrodita. Contraste manifiesto en el uso
habitual que Nicolas Winding Refn (Copenhague, 1970) hace del neón: opacando el
entorno para que la iluminación sobresalga. Y, sobre todo, en aquellas
composiciones triangulares que, por un lado, representan, en su distinción
cromática, la naturaleza heterogénea que, desde el interior, anima la vida de
Jesse, como un fuego ardiente encerrado en sus huesos, la llena de
ímpetu y la posee: el triángulo central es su demonio, venido desde fuera pero
suyo desde siempre.
II
«Daimon llaman los griegos
a un dios, a un poder divino, a un genio o espíritu maligno o benigno […] Pero
también, por extensión del sentido, significa la suerte o fortuna de alguien,
aquello que a cada cual le toca en esta vida»[2]:
su destino. En el daimon neón de Jesse están su identidad y su
vocación, su excelencia y su virtud: su entusiasmado carácter, animado por
aquella dualidad olímpica de rostros femeninos. Pero igualmente están ahí su
culpa y su perdición: la ruina «de los que respiran más fuerte de lo justo»[3],
de quienes exceden la mediocridad humana y, así, ofenden a los dioses por su
transgresor intento de imitarlos.
«Afrodita […] arrebata hasta el éxtasis.»[4] Hipnotiza
a su entorno y cautiva no sólo a la mirada que agoniza por poseerla, sino a
toda sensibilidad sedienta por la suave deleitación que su textura, su aroma,
sus voces y sabores osadamente sugieren. Hechiza sin esfuerzo: su embelesadora
presencia enardece el deseo. Pero, también, exalta el ánimo con tan sólo
percibirla. El demonio de Jesse es afrodisiaco. Y es que la belleza es una
cualidad que emana desde las deidades femeninas: la experiencia masculina, ante
ella, es siempre pasiva. Por ello florece cuando se expresa con autenticidad.
Las virtudes de Jesse son naturales: su cuerpo y su encanto son honestos.
Mientras que las de Gigi (Bella Heathcote) y Sarah (Abbey Lee) son ficticias.
Ellas han hecho de su cuerpo un mero adorno, «exclusivamente
para acentuar la propia personalidad, [y que] consigue su fin sólo por medio
del agrado que proporciona al otro».[5] Adorno
cuyo valor no depende de sí: «necesita de los demás para poder despreciarlos».[6] Y
así, se descubre la verdadera oposición, no entre la belleza y la fealdad, sino
entre la belleza auténtica y la artificial: entre la espontaneidad de la
gracia, simpatía y elegancia, y la manufactura del atractivo ensamblado bajo
pedido. La belleza auténtica es libre: seduce con la nobleza de sus propios
atributos, indiferente ante lo que el deseo externo le prescriba. Pero la
belleza artificial es esclava de los criterios impuestos desde fuera: carece de
dignidad, implora que se le reconozca y se somete a la mirada que, con su
desprecio, la domina. Jesse posee; Gigi y Sarah son poseídas.
Pero Jesse profana su propia condición
cuando intenta utilizar su atractivo a su favor: convierte a su demonio en una
herramienta humana, demasiado humana, que reduce su esplendor al fugaz
estrellato de la pasarela. La seducción convertida en industria. «Seducción que
[…] aparece en las técnicas de comercialización de los modelos: […]
[presentándolos] sobre maniquíes de carne y hueso, organizando
desfiles-espectáculo, la Alta Costura […] realiza […] una táctica de punta del
comercio moderno basada en la teatralización de la mercancía, el reclamo mágico,
la tentación del deseo.»[7] Afrodita
al servicio del capital.
La diosa al servicio del mercado le
demanda, a Jesse, la entrega de su virginidad en penitencia. Pero, al serle
negada, se consolida, por un lado, su injuria pero, igualmente, su
piedad. Ya que si el encanto afrodisiaco brilla para ser contemplado, el
demonio nocturno, inspirado por Artemisa, se vuelve hacia la soledad, en un
estado más de salvajismo que de civilidad. Su cuerpo desafía, con su fiereza,
la corrección y la dignidad del orden social. Artemisa normaliza la rebeldía
femenina: arranca a la mujer del interior del hogar y la arroja hacia la
exterioridad de lo silvestre; desprecia la vida doméstica y aborrece la
marital; se ensucia en lodo y sangre, pues el deseo masculino de pulcritud le
es indiferente; es temible y orgullosa: hasta los héroes vacilan al mirarla.
Mientras que, aún en la actualidad, «la soltería está considerada la situación
de las “no colocadas”, las “solteronas” [y es] una decisión […] que supone
cierta independencia económica»[8],
Artemisa la ostenta como modelo de la vida virtuosa. No necesita compañía, ni
cuidado, ni sustento. Únicamente se llama y se busca a sí misma, definiendo,
para sí, su propia identidad.
Jesse, libre del ánimo afrodisiaco,
manifiesta tal independencia. No obstante su aparente fragilidad, se abre
camino en el violento mundo que la recibe. Sola pero sin necesitar compañía,
pues incluso en la cercanía de Dean (Karl Glusman) le cuesta no ser distante.
No es egoísta pero sí autosuficiente; no le da la espalda al prójimo, pero
tampoco lo encumbra. Otra afrenta hacia Afrodita.
Pero, como son dos los demonios
ofendidos, son, igualmente, dos los castigos recibidos. Aunque, a manera de
desafío celestial, las diosas invierten sus obras imitando a su oponente.
Primero, Artemisa castiga a Ruby (Jena
Malone) por su forzado intento de contacto sexual con Jesse, mediante una
práctica más propia de Afrodita: le provoca un intenso deseo hacia el inanimado
cuerpo de una mujer fenecida.[9] Mientras
que, por su parte, Afrodita emula el salvajismo de Artemisa: enviando a Gigi,
Sarah y Ruby a descuartizarla para, a la postre, devorarla.[10]
Favoreciéndolas, de paso, con el consumo de su carne, como si su demonio
buscara mudar de portador y sólo lo consiguiera mediante su ingesta ritual.
Artemisa, imagen femenina de la independencia, provoca, así, una pasión
culposa, en tanto que Afrodita, imagen femenina de la autonomía, reclama un
sacrificio ceremonial: el mundo olímpico invertido.
Ruby comparece ante la Luna mientras
que Sarah y Gigi regresan a la iluminación solar del reflector. Pero, como si
la misma Afrodita reconociera su exceso, le permite a Artemisa reclamar, a su
estilo, una vida más: mientras Sarah observa impávida, Gigi se desangra en su
intento por extraer, de su cuerpo, los consumidos restos de Jesse, emulando las
mortales flechas que Artemisa envía durante los partos desafortunados.[11] Y
así, tras una espontánea media vuelta, las fuerzas antagónicas que posaron al
interior de un mismo espíritu se separan, sólo para renovar aquella eterna
conmoción en otro momento, en otro escenario y en otro cuerpo lo
suficientemente valiente o lo suficientemente digno como para alojar las
indómitas esencias femeninas que, como su demonio, dotarán de ímpetu
sobrehumano a su entusiasmado destino.
[1] «Artemisa está estrechamente asociada con los
animales salvajes del bosque, los animales de caza: la liebre, el león, el
lobo, el jabalí, el oso, el ciervo.» Cf. Christine Downing, La Diosa:
Imágenes mitológicas de lo femenino, Editorial Kairós, Barcelona,
1999, p. 197.
[3] Esquilo, Agamenón, 375.
[5] Georg Simmel, El secreto y las
sociedades secretas, Sequitur, Madrid, 2010, p. 69.
[7] Gilles Lipovetsky, El imperio de lo
efímero: La moda y su destino en las sociedades modernas, Anagrama, México,
2013, p. 106.
[8] Michelle Perrot, Mi historia de las
mujeres, FCE, Buenos Aires, FCE, 2008, pp. 57, 58.
[9] Tal como lo hizo la propia Afrodita con Pasifae, quien, cautivada por el delirio erótico, se entregó a un toro blanco y hermoso, secreto avatar de Zeus.
[9] Tal como lo hizo la propia Afrodita con Pasifae, quien, cautivada por el delirio erótico, se entregó a un toro blanco y hermoso, secreto avatar de Zeus.
[10] Así como Artemisa castigó a Acteón
después de que éste se atreviera, furtivamente, a contemplarla desnuda: envió a
los sabuesos del propio cazador a que lo atacaran y, una vez desmembrado, lo
devoraran.
[11] «Si bien Artemisa es una experta y compasiva
comadrona, dentro de su reino el alumbramiento es doloroso y difícil, y está
siempre acompañado de la amenaza de poder morir en éste.» Cf, Downing, op.
cit. p. 193.
Guillermo Lara
Villarreal es filósofo. Coordinó el libro colectivo Filosofar en tiempos de
crisis: Reflexiones desde el pensamiento mexicano (2015). Imparte
clases en la Universidad La Salle.
(Icónica / 24-1-2018)
(Icónica / 24-1-2018)
No hay comentarios:
Publicar un comentario