(Texto incluido en Mikado y otros relatos / Edición Linardi y Rissso, octubre 2017, 142. Pág.)
Luis se encontraba sentado frente a su escritorio. Estaba en una oficina del edificio Windsor, sexto piso, contra frente, una tarde nublada de agosto.
El frío se metía por todos los huecos y solo había una estufa de cuarzo con un tubo roto. Afuera el cielo se veía amenazante y Luis tenía sobre sus rodillas una bolsa de agua caliente, que se había hecho hacía unos pocos instantes.
La oficina era un monoambiente con baño diminuto, pero podía oírse el soplido del viento que entraba por los marcos de la puerta y de la ventana, con celosías descoloridas y tablitas rotas. No era un lugar húmedo pero sí frío en invierno. Luis tenía el escritorio lleno de papeles, en desorden, donde dejaba asentadas sus anotaciones. Era un hombre contable, pero no trabajaba con balances; en ese entonces se dedicaba al negocio de los seguros. Vehículos, inmuebles y personas. Ya era seis de agosto y hasta la fecha el número de nuevos clientes era nulo. No tenía secretaria, así que no pensaba más que en pagar el sueldo a la empleada de servicio, que limpiaba ese sitio y el corredor que daba hasta los ascensores, que eran dos pero casi siempre uno se encontraba descompuesto. La empleada se llamaba Mirta.
Luis dejó lo que estaba haciendo y levantó la vista por delante del escritorio y la dejó sobre el hilo de luz que aparecía bajo la puerta de entrada. Nada. No se había detenido nadie. Siguió con la tabla de ajustes a las pólizas que se daban dos veces al año: una en enero y otra en el mes de julio. Estaba seguro de que en la oficina de al lado las cosas les resultarían mucho más fáciles. Era un pequeño estudio de abogados. Ellos al menos se vestían siempre de traje y tenían automóvil, no nuevo, pero automóvil al fin. Luis intentó venderles un seguro pero la timidez o un profundo sentimiento de humillación impidió que los abordara nunca. No sabía sus nombres de pila pero en la puerta habían colocado un cartel que decía: Cardenal-Montañés. Negocios inmobiliarios. Al otro lado de su oficina se había instalado un consultorio de medicina alternativa. Nunca comprendió muy bien a qué se dedicaban pero eran silenciosos y corteses.
Los tres apartamentos ocupaban la parte de atrás del edificio, luego venía el prolongado pasillo con no menos de seis puertas, todas grises, el ascensor siempre dañado, un muro y el otro ascensor, luego unas seis puertas más, y el frente del edificio. En el sexto piso tenía tres oficinas más, pero hasta el tercero era todo de ventanas opacas. El edificio Windsor había tenido su esplendor hacía unos cincuenta años.
Luis recogió el sobretodo del perchero, dejó la puerta atrás y tomó el ascensor hasta la planta baja. Caminó una cuadra en dirección sur y dobló en la avenida, cruzó y se metió en una galería casi abandonada. Era una de esas tantas que abundaban por el Centro en tiempo de bonanza, y que luego fueron alquiladas por el costo del impuesto de puerta, y después quedaron semivacías, con los pocos locales que sus dueños no habían cerrado. Podía olerse la humedad y el mal aseo de los pasillos y los baños.
Luis fue hasta el último local, donde vendían los cigarrillos que fumaba a precio rebajado. Compró dos paquetes y abrió uno, mientras salía a la calle; aspiró una gran bocanada de aire puro. Fue hasta el bar que quedaba en la esquina. Monte Bianco. También ahí se notaba el paso del tiempo. Luminoso y limpio pero sin mantenimiento. Luis pidió un café y abrió un diario que había doblado en dos, sobre una de las mesas. El mozo se acercó y le dio los buenos días, mientras le dejaba el pocillo, un vaso de agua mineral y un paquetito con terrones de azúcar. Luego volvió a su lugar, al otro lado del mostrador, y siguió jugando un solitario. Luis se puso los anteojos y se dedicó a mirar los precios de las lavaplatos. Un hombre, sentado junto al ventanal, jugaba con un mondadientes y la última aceituna que quedaba en su platillo. Ya se había tomado su vaso de caña y hacía tiempo. Luis lo miró, de reojo, y siguió leyendo el diario. Pasó de las lavaplatos a los autos de alquiler y saltó a la venta de televisores. Él no tenía televisor en su casa pero quería instalar uno en su oficina. El precio que veía en los avisos le resultaba muy caro.
Afuera empezaba la lluvia. Primero en forma lenta, luego con fuerza. Al rato llovía a mares. Luis pensó en quedarse un poco más en el bar y pidió otro café y un sándwich de queso. Miraba, a través de los ventanales, la lluvia que caía sin fin y corría por las calles. Entonces entró una mujer, parecía joven. Traía la cabeza tapada por parte de su abrigo ligero, que no era impermeable pero la protegía del agua fría.
La mujer llevaba un vestido y un suéter, y el abrigo liviano que traía sobre la cabeza. Los zapatos eran azules y los tacos tenían por lo menos cinco centímetros. Al descubrirse, cuando por fin estuvo adentro, se mostró jovial. Debería tener unos treinta y cinco años. Su pelo era lacio y se le había pegado en la cara. Sus ojos, verdes y luminosos, irradiaban sigilo. Llevaba una cartera azul, como los zapatos, que mantenía en bandolera. Entró y caminó hasta una mesa que se encontraba en un rincón, junto a unas plantas viejas.
Luis había quedado con los brazos en alto sosteniendo la misma página del diario. Estuvo así por un lapso indefinido. Luego tomó un sorbo de su café y agarró, con una servilleta de papel, un extremo de su sándwich. Se quedó mirando a la mujer como si lo hubiese encantado.
Géminis. Difícil, deberá realizar varios trámites relacionados con una herencia. En puertas un viaje. Cáncer. Deberá tener más tolerancia con las personas que lo rodean. Paciencia y buen ánimo. Murió el último oso panda del zoológico metropolitano. Dólar lleva un mes al alza, cotizó 1.05 % arriba del punto rango. Jueves y viernes se prevén lluvias y lloviznas aisladas.
–¿Va a servirse algo más? –preguntó el mozo.
–No, gracias… sí, sí, tráigame otro café, pero en vaso.
–¿Puedo retirar?
–Sí, claro.
La mujer que recién había entrado pidió un té con limón. De pronto todos los que estaban en el bar la quedaron observando. Hasta el hombre que luchaba con la aceituna la dejó en su lugar y se la puso a mirar, como un idiota.
El mozo se acercó a la mesa de Luis con el tercer café y le dijo, entre dientes:
–¿Vio quién es la señorita?
–No, ¿quién es?
–Es Nora Campos, la estrella de cine.
Luis no estaba al tanto de los estrenos del momento así que el nombre y la cara de la mujer le resultaban desconocidos.
El mozo se le acercó, una vez más, con el pretexto de traerle otro paquete de azúcar. Se venía rascando el mentón, con mucha fuerza.
–¿Ahora la saca? –preguntó.
–Me parece que sí –mintió Luis– de una película…
–¿Anochecer en Buenos Aires?
–No sé si de esa…
–El secreto de Eloísa Acuña, seguramente…
–Creo que sí.
El mozo sonrió un poco y siguió rascándose la parte cuadrada de la barbilla. Pasaba un trapo húmedo por la mesa, mientras hablaba.
–Estuvo brillante en esa película.
–Sí, claro.
–¿Qué le parece? –preguntó.
–¿Qué cosa?
–Así, al natural –dijo.
–Me encanta así, sin maquillaje.
–Mire usted a todos lados… todo el mundo la está mirando, y ella, como si nada.
En efecto, el bar entero había puesto los ojos en la chica y ella tomaba, sin inquietarse, su té y trataba de secarse el cerquillo. Buscó algo en su cartera y sacó una cajilla de cigarros. Sacó uno y buscó, con insistencia, dentro de la cartera, algo más. No tardaron en buscar, todos, en sus bolsillos, encendedores de algún tipo. Era un espectáculo digno de ser filmado. Pero ella se paró, se estiró sobre sus piernas firmes, sobre sus tacos y talones, y se acercó hasta la mesa donde Luis terminaba su café y mantenía la cabeza algo gacha.
–¿Tendría fuego? –preguntó.
–Claro –dijo Luis, y se puso a buscar, no sin cierta desesperación, en sus bolsillos. No sabía bien dónde había dejado su yesquero.
Por fin lo encontró. Le dio fuego y se la quedó mirando a los ojos.
–Gracias –dijo ella, y se fue hasta su mesa, donde el té se enfriaba en la taza.
El bar comenzó a murmurar. El murmullo se hizo intenso, como si alguien hubiese encendido un ventilador de pie, que de por sí son bastante aparatosos. Luis dudó si ir hasta la mesa de la actriz o quedarse en su asiento. Entonces lo echó a suertes. Tomó una moneda, que todavía llevaba en el bolsillo del saco y la colocó entre sus dedos. Si al sacarla aparecía la figura debería ir hasta la mesa de la dama, si aparecía número se quedaría en su asiento. La moneda cayó al piso y dio dos vueltas sobre sí misma, luego dio contra la pared y quedó con el reverso hacia arriba: prócer. Debería ir a la mesa de esa mujer. Se paró, como pudo, y fue casi en línea recta hasta donde estaba la actriz. Cuando llegó la chica le hizo señas para que se sentara.
–Enrique Calcagno… –dijo, y mintió.
–Mucho gusto –dijo ella.
Una vez en la silla, dijo, como si fuese al pasar:
–La he visto otras veces…
–¿Ah, sí?
–No así, tan cerca. Pero la conozco –mintió otra vez.
Ella levantó de la mesa dos puñaditos de azúcar.
–¿Y usted se dedica a…?
–Tengo una empresa de seguros.
–Me aburren un poco los seguros –dijo la mujer.
–¡Claro! ¡Dígame a mí! Pero uno puede hacer dinero con eso.
–Me alegro mucho por usted, y también por su familia –agregó, casi al mismo tiempo.
Luis apenas sonrió. La miró. Se detuvo en el arco de las cejas. Eran firmes y suaves. Denotaban gallardía y astucia.
–Usted no debe saber muy bien qué es eso de estar sola, ¿verdad?
–¿Por qué lo dice?
–Por el cine.
–Me gusta el cine –dijo.
Se hizo un breve silencio. Luis empezó a jugar con la tapa de su yesquero. Ella ponía más y más limón a su té, y luego lo tomó a sorbos. El mozo observaba todo desde su lugar, detrás del mostrador, junto al cajero. Levantaba, de vez en cuando, la cabeza, cuando no estaba escribiendo: llevaba en su libreta cada uno de los gastos que iban realizando las diferentes mesas. Pensaba en la mejor forma de sisarle al dueño. Mientras tanto –cuando no estaba escribiendo– jugaba un eterno solitario con naipes españoles.
–Usted es muy sincera –dijo Luis.
–Me gusta ser sincera. ¿Y a usted?
–Sí, claro.
–Claro.
Luis agregó, de repente:
–Veo que le gusta el té.
–Me gusta el té.
Hizo un pequeño ademán con sus dos manos y agregó:
–Yo lo encuentro un poco soso…
–Es cuestión de gustos –dijo ella, y sonrió.
–Sí, claro.
–Claro.
Se hizo un silencio innecesario. Afuera la lluvia caía con más fuerza. Parecía que el bar entero estuviese al tanto de su conversación, o al menos, eso le parecía. Miró hacia la mesa: la dama había tomado ya su taza de té y el limón había quedado totalmente exprimido. Pensó en cosas vanas. Murmuró. Se sintió un poco incómodo y balbuceó el comienzo de otra conversación. Estuvieron así, un buen rato, charlando de nada en especial y de temas pertinentes hasta que afuera paró la tormenta.
–El secreto de Eloísa Acuña.
–Ajá.
–Una buena película.
–Ajá.
–Me gusta.
–¿Quién?
Luis se turbó. Se puso un poco colorado. Entonces dijo:
–La película.
–Entiendo –dijo ella.
–Sí.
–Claro.
La mujer, mientras hablaba, comenzó a hacer un barquito con una servilleta.
–¿Un velero?
–Un barquito.
–Parece una fragata española. Lo digo por lo importante.
–Es un barquito.
–Sí, claro.
–Claro.
Luis empezó a jugar, una vez más, con la tapa de su yesquero. Parecía ansioso o solo contento. Tal vez estaba ansioso y también contento. La mujer estiró un poco la cabeza y se detuvo en el ventanal que daba a la avenida.
–Parece que va a salir el sol –dijo.
–Eso parece.
–Creo que tengo que irme… se hizo tarde.
–Puedo acompañarla.
–Le agradezco, pero voy sola.
–Claro.
Se hizo otro silencio; éste más prolongado que los anteriores. Luis miraba a uno y otro lado sin saber qué decir. Le venían a la cabeza millones de cosas, ideas, situaciones, palabras; solo palabras.
–¿Viene aquí seguido? –preguntó la mujer.
–Casi siempre.
–Entonces en otra tarde de lluvia nos volvemos a ver, ¿verdad?
–Por supuesto.
Ella se paró. Parecía más alta desde el asiento donde Luis la observaba. Sus piernas ascendían hasta el vestido corto y rojo. Se pasó la mano por el regazo. Fue un gesto inconsciente. El pelo ya se le había secado. Se puso el abrigo sobre los hombros. Dio un paso hacia el ventanal, luego dio vuelta la cabeza y le dijo:
–Hasta la vista, señor Calcagno.
–Hasta la vista señorita Campos.
–Señora Ramos –aclaró– quizá usted me confunde con alguien.
–Tal vez fue un malentendido.
–Seguramente.
–Bueno.
–Mucha suerte.
–Gracias –dijo él, mientras la mujer desaparecía por la puerta.
Se acercó el mozo hasta la mesa. Ya había terminado el solitario y ahora solo se dedicaba a rascarse el mentón, con fuerza. Tenía la nariz fina y en punta, como la de un zorro, y comía maníes de forma compulsiva. Sus ojos eran pequeños y por lo general los entornaba, dejando ver, apenas, sus intenciones y algo de malicia. Luis se encontraba en una mesa distinta de la que había tomado los tres cafés. Era la mesa de ella. Todavía se podía ver el sobre de té escurrido sobre la cucharita y el gajo de limón completamente exprimido. En el cenicero había solo una colilla pintada de rouge y restos del envoltorio de la caja de cigarros.
–Le cobro todo junto, ¿verdad? –preguntó el mozo.
–¿Qué cosa? –dijo Luis.
–Su mesa y ésta, señor.
Luis se llevó la mano a la billetera. Enseguida dijo:
–Por supuesto.
Entonces le extendió un billete de veinte pesos. Dejó unas monedas de propina. Le pareció en un primer momento que había dejado poco cambio y buscó en los bolsillos del pantalón y dejó sobre la mesa un par de monedas más, de poca cuantía. El mozo observó su merecido trofeo y empezó a recoger las cosas de la mesa. Hacía su trabajo y silbaba. Silbaba una tonada pegadiza; era una especie de música para vodevil. De pronto lo miró a Luis, y le dijo:
–Es una mujer muy afortunada.
Se hizo, entre ellos, un silencio. Luis se quedó mirándolo de forma desconfiada.
–¿Lo dice por la profesión que tiene?
–No, porque siempre hay alguien que le paga el té. Nunca falla
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