CANTO SEXTO
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Tira de la perilla de cobre y la puerta de la moderna mansión gira sobre sus goznes. Atraviesa el patio recubierto de arena fina y sube los ocho peldaños de las escalinatas. Las dos estatuas, ubicadas a derecha e izquierda como guardianas de la aristocrática mansión, le franquean el paso. Aquel que ha renegado de todo, padre, madre, Providencia, amor, ideal, con el fin de no pensar más que en sí mismo, se ha cuidado bien de no seguir los pasos que le precedían. Lo ha visto entrar en un vasto salón de la planta baja con paredes recubiertas de cornalina. El hijo de familia se desploma sobre un sofá, y la emoción le impide hablar. Su madre, con largo vestido de cola, da vueltas solícita en torno de él, y lo rodea con sus brazos. Sus hermanos, más jóvenes, se agrupan alrededor del mueble cargado con un peso; ellos no conocen la vida lo suficiente para forjarse una idea clara de la escena que se desarrolla. Por último, el padre alza su bastón y dirige a los circunstantes una mirada llena de autoridad. Apoyando la muñeca en el brazo del sillón, abandona su asiento habitual y avanza con inquietud, aunque debilitado por los años, hacia el cuerpo inmóvil de su primogénito. Habla una lengua extranjera, y todos los escuchan con respetuoso recogimiento: “¿Quién ha puesto al muchacho en este estado? El Támesis brumoso arrastrará todavía considerables cantidades de limo antes de que mis fuerzas estén del todo agotadas. No pareciera que existen leyes de amparo en esta comarca inhospitalaria. El culpable probaría el vigor de mi brazo si llegara a conocerlo. Aunque me haya acogido al retiro, lejos de los combates marítimos, mi espalda de comodoro, colgada de la pared, no está todavía enmohecida. Por otra parte, resulta fácil afilarla. Mervyn, tranquilízate, daré orden a mis criados de que encuentren las huellas de aquel a quien en adelante buscaré para hacerlo perecer por mi propia mano. Mujer, quítate de allí y ve a acurrucarte en un rincón; tus ojos me enternecen, y harías mejor en ocluir el conducto de tus glándulas lacrimales. Hijo mío, te lo suplico; vuelve en ti y reconoce a los tuyos; tu padre te habla…” La madre se aparta, para obedecer las órdenes de su señor, ha tomado un libro que tiene en la mano, y se esfuerza por mantenerse tranquila en presencia del peligro que corre aquel al que engendró su matriz. “Hijos, id al parque a distraeros y tened cuidado al admirar las maniobras natatorias de los cisnes de no caeros al agua…” Los hermanos, con los brazos sueltos, se quedan mudos; ambos, con el sombrero coronado por una pluma arrancada del ala de la chotacabras de la Carolina, el pantalón de terciopelo que le llega hasta la rodilla, y las medias de seda roja, se toman de la mano y abandonan el salón, cuidando de no hollar el piso de ébano sino con la punta de los pies. Estoy seguro de que no se divertirán, y que en cambio se pasearán gravemente por las avenidas de plátanos. Tiene inteligencias precoces. Mejor para ellos.
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