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En el fondo, el señor concejal tenía
razón al considerar a Sebastián ligado a la música sagrada y en creerle
envuelto constantemente en la seriedad y dignidad que se desprendía de sus
composiciones. Escribió tantas que me sería imposible contarlas, pero los
habitantes de Leipzig tuvieron ocasión de oírlas. Todos los domingos, cuando yo
me dirigía al matinal oficio divino, tenía casi la seguridad de oír música
nueva de Sebastián, que hablaría a mi espíritu de cosas celestiales.
Naturalmente, entre sus composiciones yo tenía mis preferidas, que me colmaban
de exaltación, y al verle después en casa sentado a la mesa, rodeado de todos
sus hijos y comiendo con muy buen apetito -lo cual ocurría siempre, por lo que
era una placer guisar para él-, se apoderaba de mí la extraña sensación de que
aquel que estaba allí sentado, y comía y dormía y se movía por la casa no podía
haber compuesto aquella música, sino que esta había caído directamente del
cielo. Sebastián me habría tenido seguramente por tonta si, en las horas en que
yo sentía así, hubiese podido leer en mi corazón.
Yo que compartía su vida y sabía lo incesantemente
que se ocupaba en cosas del espíritu y lo que representaban para él las
melodías de sus corales desde muy joven, hubiera sido, sin embargo, la última
en asombrarme de que compusiera cualquier clase de música, hasta la más
apartada de la religiosa. De modo que, en ese sentido, nunca me causó
extrañeza; pero, en algunos trozos de sus melodías y en varios de sus coros,
encontraba algo que no puedo calificar más que de maravilloso, algo que me
cortaba la respiración y me inspiraba cierto temor hacia quien lo había
compuesto. Sentí una sensación así cuando, al vigesimoséptimo domingo después
de la Trinidad, a los diez años de nuestro casamiento, oí el coral que
Sebastián había compuesto ese día: “¡Despertad…!” El texto y la melodía habían
sido escritos, más de cien años antes, por el pastor Nicolai, cuando casi todo
su pequeño rebaño había sido víctima de la epidemia. Eran una poesía y una
melodía muy nobles que, indudablemente, ayudaron a Sebastián a encontrar su
inspiración maravillosa. El tema del texto (el novio celestial que llega por la
noche, las vírgenes locas y las cuerdas, la alegría de la novia y todas las
demás graciosas ocurrencias) inspiró a Sebastián una música que sólo él pudo
escribir en este mundo.
Otra cantata que siempre me llenaba
de una especie de temor era la que compuso Sebastián para el primer día de
Pascua de Reusrrección: “Cristo reposa en los lazos de la muerte”. Todas, sin
embargo, poseían una belleza especial: unas eran graves y majestuosas, casi
terroríficas; otras, tiernas y suaves, llenas de luz y de amor divino. Cuanto
más se conocen, menos se puede hablar de ellas. Las palabras no pueden expresar
lo que dice la música. Mas no por eso despreciaba Sebastián la palabra; al
contrario, representaba para él muchísimo cuando hablaba de cosas bellas y
elevadas, y ciertos trozos de las Sagradas Escrituras y los versos de algunos
salmos hacían brotar de su pecho corrientes de música como no había existido
hasta entonces. Algunas veces yo cantaba en casa, con mis hijos, trozos de sus
grandes obras, y Sebastián entraba en la habitación, se sentaba y oía con la
cabeza inclinada y los ojos cerradas, y yo me preguntaba qué sentiría y cómo le
sonaría su propia música. A nosotros nos parecía perfecta. Él escuchaba y, por
algunas de las cosas que decía, deducía yo que no estaba contento del todo.
Especialmente en sus últimos años empleó mucho tiempo en pulir y repulir las
obras que más apreciaba.
-La verdadera música no podemos más
que presentirla -solía decir cuando hacía esos trabajos.
Yo creo que él la persona de este mundo
más capacitada para ello. Me figuro que todos aprobarán esta afirmación mía si
piensan en composiciones tales como el motete “Entonad un nuevo cántico al
Señor”, en el que parece que toda la Corte celestial canta esa música gloriosa.
Cuantos las oyen con el corazón abierto, quedan en un estado de maravilla y de
temor sagrado, no tanto por la indescriptible ciencia del compositor en la Fuga, como por la potencia espiritual
que revela en toda la obra.
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