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Las tiendas de la calle Vivienne despliegan sus riquezas ante los ojos maravillados. A la luz de abundantes mecheros de gas, los cofrecillos de caoba y los relojes de oro esparcen a través de los escaparates haces de luminosidad deslumbradora. Han dado las ocho en el reloj de la Bolsa: ¡no es tarde! Apenas se dejó oír el último toque, cuando la calle cuyo nombre ya ha sido mencionado se pone a temblar y sacude sus cimientos desde la place Royale hasta el bulevar Montmartre. Los paseantes aprietan el paso, y retornan pensativos a sus casas. Una mujer se desmaya y cae sobre el asfalto. Nadie la levanta: a todos les urge alejarse del lugar. Los postigos se cierran impetuosamente y los habitantes se arrebujan en sus cobertores. Se diría que la peste asiática acaba de revelar su presencia. Así, mientras la mayor parte de la ciudad se prepara a nadar en las diversiones de las fiestas nocturnas, la calle Vivienne se encuentra, de pronto, helada por una especie de petrificación. Igual que a un corazón que cesa de amar, se le apaga la vida. Pero bien pronto la noticia del fenómeno se propala a los otros sectores de la población, y un silencio sombrío se cierne sobre la augusta capital. ¿Adónde han ido los mecheros de gas? ¿Qué ha sido de las vendedoras de amor? Nada… ¡soledad y tinieblas! Una lechuza, volando en dirección rectilínea, con una pata quebrada, pasa por encima de la Magdalena y emprende vuelo hacia la puerta del Trono exclamando: “Una desgracia se aproxima.” Ahora bien, en ese sitio que mi pluma (este verdadero amigo que me sirve de compadre) acaba de convertir en misterioso, si miráis hacia el lado donde la calle Colbert desemboca en la calle Vivienne, veréis en el ángulo formado por el cruce de ambas vías, la silueta que revela a un personaje cuyos pasos ágiles lo confunden hacia los bulevares. Pero si uno se acerca más, en forma de no atraer la atención de ese transeúnte, advierte con grato asombro que es joven. En efecto, de lejos se hubiera tomado por un hombre maduro. La suma de los días no tiene importancia cuando se trata de estimar la capacidad intelectual de un rostro serio. Me precio de leer la edad en las líneas fisiognomónicas de la frente: ¡tiene dieciséis años y cuatro meses! Es bello como la retractilidad de las garras en las aves de rapiña, o también como la incertidumbre de los movimientos musculares en las heridas de las partes blandas de la región cervical superior, o mejor como esa ratonera perpetua, que apresta de nuevo cada animal atrapado, que puede cazar sola infinidad de roedores, y funcionar hasta escondida entre la paja, y, sobre todo, como el encuentro fortuito sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y de un paraguas. Mervyn, ese hijo de la rubia Inglaterra, acaba de tomar una lección de esgrima en casa de su profesor y, enfundado en su tartán escocés, regresa a la morada paterna. Son las ocho y media y espera llegar a su casa a las nueve; es una gran presunción de su parte aparentar que está seguro de conocer el porvenir. ¿No puede presentarse en su camino algún obstáculo imprevisto? ¿Y es acaso esta circunstancia tan poco frecuente como para que él tome sobre sí la responsabilidad de considerarla una excepción? ¿Por qué no considera mejor como un hecho anormal la posibilidad que ha tenido hasta ahora de sentirse exento de inquietud, y, por así decir, feliz? ¿Con qué derecho, en efecto, pretende llegar indemne a su domicilio, cuando alguien lo acecha y le sigue los pasos como a una futura presa? (Sería conocer bien poco la profesión de escritor sensacional si no hiciera por lo menos resaltar las restrictivas interrogaciones después de las cuales sigue inmediatamente la frase que estoy a punto de terminar.) ¡Habréis reconocido al héroe imaginario que desde mucho tiempo atrás hace estallar, a causa de la presión de su individualidad, mi desventurada inteligencia!
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