jueves

KIERKEGAARD Y LA FILOSOFÍA EXISTENCIAL - LEON CHESTOV


SEPTUAGESIMOCUARTA ENTREGA

XXI

CONCLUSIÓN (5)

Ex auditu le llegó de la Biblia a Kierkegaard la “buena nueva” de que todo es posible para Dios, de que para Dios lo imposible no existe. Y entonces, cuando todas las posibilidades de Kierkegaard se agotaron, se precipitó hacia ese llamado. El cristianismo histórico, que vive en paz y en buen acuerdo con nuestra razón y nuestra moral, se convirtió para él en es monstruo que non occisa homo non potest vivere. El cristianismo histórico que se adapta a las condiciones medias de la existencia humana ha olvidado a Dios, lo ha negado. Se ha contentado con “lo posible”, convencido de antemano de que Dios debe también contentarse con él. Según la expresión de Kierkegaard, los cristianos han suprimido a Cristo.

No se quiso escuchar a Kierkegaard cuando todavía estaba en vida. Después de su muerte comenzaron a difundirse sus obras hasta que llegó a ser universalmente célebre. Pero, ¿será posible para la filosofía existencial alcanzar el triunfo sobre la filosofía especulativa? ¡Que importa! Acaso ni siquiera se necesita que se convierta en “maestro”; inclusive es probable que esto no sea necesario. La voz de Kierkegaard fue y seguirá siendo sin duda una vox clamantis in deserto. En su ímpetu hacia ese Dios para quien todo es posible, la filosofía existencial nos enseña que Dios no obliga, que su verdad no ataca a nadie y no es defendida por nadie, que Dios es libre y que creó al hombre tan libre como él mismo. Pero la concupiscentia invicibilis del hombre caído, del hombre que probó los frutos del árbol de la ciencia, teme por encima de todo la libertad divina y aspira ávidamente a las verdades generales y obligatorias.

¿Puede un hombre racional admitir que, tras haber oído el llamado, no de su Hijo único, ni siquiera el de Abraham o de Job, sino simplemente el del candidato en teología, Sören Kierkegaard, Dios haya hecho volar en pedazos la inmutabilidad petrificada que le ha impuesto nuestro pensamiento y haya convertido su caso “fastidioso”, miserable y ridículo en un acontecimiento de importancia histórica y mundial? ¿Puede admitir que lo haya librado de los sortilegios del árbol de la ciencia y le haya devuelto, a él, “viejo ya desde que estaba en el seno de la madre”, esa juventud de alma y esa lozanía que dan acceso al árbol de la vida? ¿Puede admitir que, no obstante la contradicción que implica y que lo convierte en algo imposible y absurdo para nuestro entendimiento, el ímpetu infinitamente apasionado de Kierkegaard hacia lo finito resultara ser, según la apreciación divina, precisamente esa “única cosa necesaria” a la cual le ha sido dado triunfar sobre todos los “imposibles” y sobre todos los “tú debes”? (1) No cabe duda de la respuesta. Y he aquí por qué Kierkegaard no acude ni a la razón ni a la moral, que exigen la resignación, sino a lo Absurdo y a la fe, que bendicen la audacia. Sus discursos y escritos frenéticos y desgarradores no nos hablan de otra cosa: es la voz del que clama en el desierto y maldice los horrores de la Nada que ha avasallado al hombre caído; es la lucha insensata por lo posible; es el impetuoso arrojo que arrastar a Kierkegaard lejos del Dios de los filósofos, hacia el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob.

Notas

1) Recordaré esas palabras de Kierkegaard: “Y sin embargo, debe ser maravilloso obtener la princesa… Sólo el caballero de la fe es dichoso, mientras el caballero de la resignación no es aquí más que un transeúnte, un forastero”.

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