traducción de José Ferrater Mora
SEPTUAGESIMOSEGUNDA ENTREGA
XXI
CONCLUSIÓN (3)
Sublevados por la idea de que Dios hubiese permitido que la serpiente sedujera al hombre, ¿a qué subterfugios los hombres no han recurrido para librar a Dios de esa responsabilidad y para cargar sobre el hombre la “falta” de la primera caída? En efecto, ¿cómo decidirnos a atribuir a Dios la responsabilidad de los horrores que el pecado ha introducido en este mundo? ¿No significaría eso condenar a Dios? Desde el punto de vista de nuestro entendimiento, la respuesta a esta cuestión no es dudosa. El hombre ha pecado, y si el pecado lo ha aplastado, es así que debe haber sido. Pero Lutero y quienes no temen leer y escuchar la Escritura, descubren algo muy distinto: lo imposible no existe para Dios -Pues es el Dios todopoderoso, que lo crea todo de la nada. Para Dios no existen ni el principio de contradicción ni el de razón suficiente. Para Él no existen tampoco las verdades eternas e increadas. El hombre ha gustado los frutos del árbol de la conciencia, y con esto ha consumado su pérdida y la de todos sus descendientes: no puede ya esperar los frutos del árbol de la vida, su existencia se ha vuelto ilusoria, se ha convertido en sombra, como el amor de Kierkegaard hacia Regina Olsen. Así fue: la Escritura lo atestigua. Así es todavía: la escritura lo atestigua también, así como nuestra experiencia cotidiana y la filosofía existencial. Y, a pesar de todo, no fue el hombre, sino el hombre el que cogió el fruto prohibido y lo gustó. Fue ese Dios que, a pesar de los clamores de nuestra razón y de nuestra moral, puede hacer que lo que fue no fuese, y que fuese lo que no ha sido. Dios no vaciló ni siquiera en “renegar” de su inmutabilidad para responder no sólo a las invocaciones de su Hijo, sino también a los llamados de los hombres. Dios es más sensible a los llamados de los seres finitos y creados, pero vivientes, que a las exigencias de las verdades increadas y eternas, mas petrificadas. Él creó también el sábado para el hombre y no permitió a los escribas que sacrificaran el hombre al sábado. Y nada es imposible para Dios. Tomó a su cargo los pecados de la humanidad, se convirtió en el mayor, en el más abominable de los pecadores: no es Pedro, sino Él quien negó; no es David, sino Él quien cometió adulterio; no es Pablo, sino Él quien persiguió a Cristo; no es Adán, sino Él quien comió la manzana. Y nada está por encima de sus divinas fuerzas. El pecado no ha aplastado a Dios; es Dios el que ha aplastado al pecado. Dios es la fuente única de cuanto existe: ante su voluntad se prosternan todas las verdades eternas, todas las leyes de la moral. El bien es el bien, porque Él así lo quiere. Por la voluntad divina sucumbió el hombre a la tentación y perdió su libertad. Y esta misma voluntad divina -ante la cual se desplomó, cuando intentó oponer resistencia, la inmutabilidad petrificada- devolverá al hombre su libertad, ya se la ha devuelto. Este es el sentido de la revelación bíblica.
Pero el camino que conduce a la revelación se halla obstruido por las verdades petrificadas en su indiferencia y por las leyes de nuestra moral. El cruel y sombrío poder de la Nada nos aterroriza, pero no tenemos fuerza suficiente para comulgar con la libertad proclamada por la Escritura. La tememos más aun que a la Nada. Un Dios a quien nada, ni siquiera el bien y la verdad, obligan, un Dios que por sí mismo, según su propia voluntad, crea la verdad y el bien, es para nosotros algo arbitrario; y nos parece que la certidumbre limitada de la Nada es preferible al infinito de las posibilidades divinas. El propio Kierkegaard, que en el curso de su experiencia personal tuvo tan frecuentemente ocasión de darse cuenta de la acción destructora ejercida por las verdades increadas, ese mismo Kierkegaard corrigió la Escritura. Y triunfaba cuando la inmutabilidad se interponía entre Dios y su Hijo crucificado, cuando la “pura” misericordia, cautivada por ella misma, alcanzaba la beatitud en la conciencia de su impotencia. Sabemos, cierto es, que todas las confesiones de Kierkegaard le han sido arrancadas por medio de la tortura. Se a lo que fuere, la Nada, bajo cuyo dominio estamos todos, incluyendo a Kierkegaard, condenados a arrastrar nuestra vida terrenal, la Nada ha logrado de un modo o de otro imponer a nuestro pensamiento un inseparable compañero -la Angustia. Tenemos miedo todo, inclusive de Dios, y no nos atrevemos a confiarnos a Él sin antes habernos asegurado de que nada nos amenace por su parte. Y ningún argumento “racional” es capaz de disipar esa angustia; los argumentos raciones no hacen, por el contrario, más que alimentarla.
Aquí nace lo Absurdo. Lo Absurdo forjado por los horrores del ser fue lo que enseñó a Kierkegaard la existencia del pecado y se lo hizo ver justamente allí donde la Escritura nos lo muestra. Lo contrario del pecado no es la virtud sino la libertad, la liberación de todas nuestras angustias, de la coacción. Lo contrario del pecado -así se lo reveló lo Absurdo- es la fe. Y he aquí lo que nos es más difícil de comprender en la filosofía de Kierkegaard, lo que él mismo con más dificultad aceptaba. He aquí por qué nos decía que la fe es una lucha insensata en torno a lo posible. La filosofía existencial es la lucha de la fe contra la razón en torno a lo posible o, más exactamente, a lo imposible. Kierkegaard no repetirá con la filosofía especulativa: Creo para comprender. Rechaza como algo inútil y nefasto nuestro intelligere. Recuerda las palabras del profeta: justus ex fide vivit. Recuerda las del apóstol: todo lo que no procede de la fe es pecado. Sólo la fe, una fe que no tenga nada en cuenta, que no “sepa” nada y no quiera saber nada, sólo esa fe constituye la fuente de las verdades creadas por Dios. La fe no interroga, no vuelve la espalda para mirar hacia atrás. La fe se contenta con clamar ante Aquél por cuya voluntad existe todo lo que existe. Y mientras la filosofía especulativa parte de lo dado y de las evidencias, y las acepta en tanto que necesarias e inevitables, la filosofía existencial triunfa triunfa mediante la fe sobre todas las necesidades. “Abraham obedeció con fe el mandamiento que le ordenaba dirigirse al país que debía recibir en patrimonio, y partió sin daber adónde iba”. El saber es inútil para encontrar la tierra prometida; la tierra prometida no existe para el hombre que “sabe”. La tierra prometida se encuentra allí donde ha llegado el que posee la fe; se ha convertido en tierra prometida justamente porque ha llegado a ella: certum est quia impossibile.
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