viernes

SALINGER - FRANNY Y ZOOEY


(Traducción de Isabel de Juan)

NOVENA ENTREGA

ZOOEY (2)

A las diez y media de la mañana de un lunes, en noviembre de 1955, Zooey Glass, un joven de veinticinco años, estaba sentado en una bañera llenísima, leyendo una carta escrita cuatro años antes. La carta, mecanografiada en varias hojas amarillas, parecía interminable, y él tenía ciertas dificultades para mantenerla apoyada en las dos islas secas de sus rodillas. A su derecha, en el borde de la jabonera de esmalte empotrada, había un cigarrillo bastante húmedo, el cual evidentemente estaba bien encendido, ya que de vez en cuando lo cogía y daba una chupada o dos, casi sin apartar la vista de la carta. Invariablemente la ceniza caía en el agua de la bañera, directamente o desde las páginas de la carta. Él no parecía darse cuenta de la suciedad del proceso. Sí parecía consciente, sin embargo, aunque no del todo, de que el calor del agua estaba empezando a producirle síntomas de deshidratación. Cuanto más leía -o releía-, más a menudo y menos distraídamente usaba el dorso de su muñeca para enjuagarse la frente y el labio superior.

Aseguraremos sin tardanza que con Zooey nos encontramos ante un ser complejo, contradictorio y polifacético, y sería preciso incluir aquí por lo menos dos párrafos documentales. Para empezar, era un hombre menudo y de cuerpo extremadamente esbelto. Visto de espaldas -en especial si su columna vertebral era visible- casi podía haber pasado por uno de esos niños urbanos desnutridos a los que mandan todos los veranos a campamentos subvencionados para que engorden y tomen el sol. De cerca, ya fuese de frente o de perfil, era excepcionalmente, incluso espectacularmente, guapo. La mayor de sus hermanas (que modestamente prefiere ser identificada aquí como un ama de casa de Tuckahoe) me ha pedido que le describa diciendo que se parece al “mohicano-irlandés de ojos azules que murió en tus brazos en la mesa de la ruleta en Montecarlo”. Una opinión más general, y, desde luego, menos restringida al ámbito familiar, era que su rostro se había salvado de ser excesivamente bello, por no decir bonito, gracias a que tenía una oreja ligeramente más prominente que la otra. Yo personalmente sostengo una opinión muy distinta de estas dos. Declaro que el rostro de Zooey estaba próximo a ser perfectamente bello. Y, como tal, era por supuesto vulnerable a la misma variedad de osadas e irreflexivas valoraciones a que está sujeto cualquier objeto artístico auténtico. Creo que sólo falta decir que cualquiera de los cientos de amenazas cotidianas (un accidente de coche, un resfriado, una mentira antes de desayunar) podían haber desfigurado o estropeado su hermosura en un día o en un segundo. Pero lo que parecía inalterable y, como ya se ha sugerido claramente, una especie de goce permanente, era un auténtico esprit superpuesto a su cara; en especial a los ojos, donde a menudo resultaba tan fascinante como un antifaz de Arlequín y, a veces, mucho más perturbador.

De profesión, Zooey era actor, primer actor de la televisión, y lo era desde hacía más de tres años. De hecho, estaba tan “solicitado” (y, según vagas noticias de segunda mano que habían llegado a oídos de la familia, tan bien pagado) como puede estarlo un joven primer actor de televisión que no sea al mismo tiempo una estrella de Hollywood o de Broadway con una reputación nacional ya hecha. Pero es posible que cualquiera de estas afirmaciones, sin aclaración, puedan inducir a conjeturas excesivamente esquemáticas. La verdad es que Zooey hizo un debut serio y formal como actor a la edad de siete años. Era el segundo, empezando por abajo, de lo que inicialmente fueron siete hermanos y hermanas (*) -cinco chicos y dos chicas-, todos los cuales, a intervalos de tiempo convenientemente espaciados durante la infancia, habían intervenido con regularidad en un programa de una cadena radiofónica, un concurso infantil titulado Es un niño sabio. Una diferencia de edad de casi dieciocho años entre el mayor de los Glass, Seymour, y la menor, Franny, había contribuido muy notablemente a permitir que la familia tuviera  algo así como una posibilidad de continuidad dinástica ante los micrófonos del “Niño sabio” hasta bien entrado 1943, un período de tiempo que conectó la era del charlestón con la de los B-17. (Creo que todos estos datos son hasta cierto punto relevantes.) A pesar de todas las interrupciones y los años que mediaron entre sus triunfos individuales en el programa, puede decirse (con pocas reservas y ninguna realmente importante) que los siete niños habían logrado responder a través de las ondas a un número prodigioso de preguntas insoportablemente eruditas o insoportablemente graciosas (enviadas por los oyentes) con una naturalidad y un aplomo que se consideraba único en la radio comercial. La reacción del público ante los niños fue muchas veces acalorada y nunca tibia. En general, los oyentes estaban divididos en dos bandos curiosamente contrapuestos: los que sostenían que los Glass eran una pandilla de bastardos insufriblemente “superiores” que debían haber sido ahogados o envenenados al nacer y aquellos que sostenían que eran auténticos genios y sabios precoces de una categoría infrecuente, aunque nada envidiable. Cuando escribo esto (1957) hay antiguos oyentes de Es un niño sabio que recuerdan, con asombrosa precisión generalmente, muchas de las actuaciones individuales de cada uno de los siete niños. En un mismo grupo, cada vez menos numeroso pero aun de una sorprendente coherencia, el consenso es que de todos los Glass, el mayor, Seymour, al final de los años veinte y principios de los treinta, había sido el “mejor”, el más “satisfactorio” de escuchar. Después de Seymour, en general sitúan a Zooey, el más joven de los chicos, en segundo lugar por orden de preferencia o de atractivo. Y puesto que aquí nuestro interés en Zooey es particularmente profesional, podemos añadir que, como ex concursante de Es un niño sabio, contaba con una distinción especial entre (o por encima) de sus hermanos y hermanas. En repetidas ocasiones, durante los años en la radio, los siete niños habían sido presa fácil para el tipo de psicólogo infantil o profesional de la educación que se interesa especialmente por los niños superprecoces. En este aspecto, o servicio, de todos los Glass, Zooey había sido, con gran diferencia, el más ávidamente examinado, entrevistado y molestado. De modo muy notable, y, que yo sepa sin excepciones, sus experiencias en los campos aparentemente divergentes de la psicología clínica, social y divulgativa le habían costado caros, como si los lugares donde le examinaban  hubieran estado siempre llenos de traumas altamente contagiosos o de simples y anticuados gérmenes. Por ejemplo, en 1942 (con la constante desaprobación de sus dos hermanos mayores, que entonces estaban en el ejército), un solo grupo de investigación de Boston le había hecho pruebas en cinco ocasiones distintas. (Él tenía doce años durante la mayoría de las sesiones, y es posible que los viajes en tren a Boston tuvieran cierto atractivo para él, por lo menos al principio.) El propósito principal de las cinco pruebas, cabe deducir, era aislar y estudiar, en la medida de lo posible, la fuente del ingenio y de la fantasía precoces de Zooey. Al finalizar la quinta prueba, el sujeto fue devuelto a Nueva York con tres o cuatro aspirinas en un sobre para combatir sus estornudos, que se convirtieron en una neumonía bronquial. Unas seis semanas después, los señores Glass recibieron una llamada desde Boston a las once y media de la noche, realizada desde un teléfono público y con mucho ruido de monedas pequeñas al caer, y una voz que no se identificó -probablemente sin intenciones de sonar pedantemente burlona- les informó de que su hijo Zooey poseía a los doce años un vocabulario exactamente equiparable al de Mary Baker Eddy, si se le insistía en que lo empleara.

(*) Aquí parece imponerse el mal estético de una nota a pie de página, me temo. En todo lo que sigue, sólo veremos u oiremos directamente a dos menos de los siete hermanos. Sin embargo, los cinco restantes, aparecerán y desaparecerán con considerable frecuencia, como otros tantos fantasmas de Banquo. Por eso quizás al lector le interese saber desde el principio que en 1955 hacía ya casi siete años que había muerto el mayor de los Glass, Seymour. Se suicidó mientras estaba de vacaciones en Florida con su esposa. Si viviera, en 1955 habría cumplido treinta y ocho años. El segundo hijo, Buddy, era lo que en la jerga de la nómina universitaria se llama “escritor residente” en una escuela superior femenina al norte del estado de Nueva York. Vivía solo en una casa pequeña, sin calefacción ni electricidad, como a medio kilómetro de una conocida estación de esquí. El siguiente de los hijos era una chica, Boo Boo, casada y madre de tres niños. En noviembre de 1955 estaba viajando por Europa con su marido y sus tres hijos. Por orden de edad, los gemelos, Walt y Waker, venían detrás de Boo Boo. Walt había muerto hacía algo más de diez años. Murió en una explosión fortuita cuando se hallaba en Japón con el ejército de ocupación. Waker, doce minutos más joven que él, era sacerdote católico, y en noviembre de 1955 estaba en Ecuador, asistiendo a una conferencia de jesuitas.

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