(Vox clamantis in deserto)
traducción de José Ferrater Mora
TRIGESIMOACTAVA ENTREGA
XIV
LA AUTONOMÍA DE LA ÉTICA (1)
Luego moriréis los dos, y tanto el uno como el otro (el testigo de la verdad) obtendréis la misma bienaventuranza. ¡Pensad en esto! ¿No dirás entonces conmigo: ¡oh! qué irritante injusticia la de que nios sea reservada a los dos la misma bienaventuranza?
KIERKEGAARD
Mi dureza no procede de mí, nos dice Kierkegaard. Pero, ¿de dónde procede la dureza de Sócrates, de Epicteto, de Spinoza? Ha llegado el momento de plantear otra cuestión, acaso más importante todavía: ¿Por qué los sabios griegos, cuando cantaban las alabanzas de la virtud, hablaban tan poco y sólo al paso de las dificultades que los justos encuentran en su camino, en tanto que los escritos de Kierkegaard desbordan de lágrimas y de quejas con respecto a estos horrores? Kierkegaard exige que los hombres imiten en el curso de su vida a Cristo y busquen, no la alegría, sino el dolor. Ahora bien, la catarsos griega puede ser reducida, sin forzar demasiado el sentido de los términos, a la imitación de Sócrates, y los griegos enseñaban que el sabio puede disfrutar de la bienaventuranza hasta en los flancos del toro de Falaris. Lo que Kierkegaard nos dice acerca de la pobreza, de las humillaciones a las cuales los cristianos aspiran, espontáneamente, encuentra también su equivalente en la escuela cínica procedente de Sócrates. Fue Antístenes, en efecto, quien pronunció estas palabras célebres: “Preferiría enloquecer a experimentar un placer”. Mas, a pesar de su dureza, ninguno de los sabios griegos, con la excepción de Egesias, creyó jamás necesario describir las dificultades y los sufrimientos de una vida virtuosa con la insistencia que mostró en ello Kierkegaard. Preferían hablar de la belleza y la grandeza de la vida de los justos. Nadie ha oído nunca la menor queja proferida por Sócrates, y, sin embargo, hubiese tenido razones para quejarse. Apuró la copa envenenada que le tendió su carcelero como si se hubiese tratado de una bebida reconfortante. ¡Y cuán patética y edificante es la narración que hizo el divino Platón de la muerte de Sócrates según el testimonio de los que habían asistido a ella! Lo mismo puede decirse acerca de Spinoza: también él conoció la necesidad, la enfermedad; fue perseguido y murió joven. Pero nada de esto ha dejado la menor huella, cuando menos perceptible, en su filosofía. Como Sócrates, no lamentaba que la vida que le había tocado en suerte no fuera ni fácil ni dichosa, sino penosa y dura. Su virtud habría sido suficiente para consolarse aun cuando hubiese sufrido de todos los males de que Kierkegaard habla en sus libros y en sus diarios; lo habría preservado del lugere et detestari. Era la misma sabiduría la que hablaba por boca de Epicteto cuando aseguraba que, colocado en el lugar de Príamo o de Edipo. Sócrates no habría perdido la calma y habría dicho tranquilamente: si tal es la voluntad de los dioses, que así sea. Sócrates no oyó hablar nunca de Job. Pero si hubiese tenido ocasión de encontrarse con él, le habría, ciertamente, aplicado sus remedios habituales: la dialéctica y la ironía. Los escritos de Kierkegaard lo habrían irritado y realmente disgustado. ¿Cómo puede imaginarse que Job tuviera razón, no cuando decía: El Señor me lo dio, el Señor me lo ha quitado, sino justamente cuando, sin querer atender a razones, aullaba sus maldiciones insensatas? Un hombre razonable debe aequo anima utramque facien fortunate ferre: cuanto existe en el mundo le ha sido dado en préstamo al hombre y, por lo tanto, puede serle arrebatado en cualquier momento. Y Sócrates se hubiese sentido todavía más indignado al oír la declaración de Kierkegaard, de que cada hombre debe decidir por sí mismo en qué consiste su Isaac. Pues ahí reside algo arbitrario, algo indudablemente arbitrario, irritante. Ni los hombres ni los dioses pueden por sí mismos decidir, como mejor les parezca, lo que es importante y lo que no lo es. Nada es santo por ser amado de los dioses, sino que los dioses pueden y deben amar únicamente lo que es santo.
La felicidad de los mortales y de los inmortales no reside en lo “finito” ni en las alegrías pasajeras o en la ausencia de penas también pasajeras, sino en el “bien” que nada tiene de común con nuestras alegrías, con nuestras tristezas y con nuestras penas, que está hecho de una materia completamente distinta de la que constituye lo que los hombres aprecian, lo que los hombres suelen estimar. Aun en Epicteto el “tú debes” conmina y manda, por consiguiente, a todos los “yo quiero”. Pero esto ocurre de un modo muy distinto que en Kierkegaard. Ni a Sócrates ni a Epicteto se les habría jamás ocurrido decir que la dicha prometida por su filosofía era, humanamente hablando, peor que todas las desdichas que puedan alcanzarnos. La filosofía ni siquiera honra con su atención nuestras estimaciones corrientes y lo que los hombres llaman “desdicha”. Y si por azar se acuerda de ella a propósito de un suceso cualquiera, ello es sólo para quitársela de delante como algo sin valor, vano y menospreciable. Tampoco el sacrificio de Abraham habría perturbado al sabio griego: “si tal es la voluntad de los dioses, que así sea”, habría dicho. Quien sea incapaz de llegar a esas alturas de la especulación no es digno de ser llamado hombre: es sólo un miserable esclavo encadenado por el deseo bajo y despreciable de lo pasajero. El hombre libre se eleva por encima de todo esto, asciende hasta las puras regiones de lo ético y de lo eterno, donde no llegan los rumores y las inquietudes terrestres. La libertad no es en modo alguno la posibilidad, como, de acuerdo con la Biblia, Kierkegaard lo anunciaba. La libertad es la facultad concedida a los hombres por los dioses para que puedan elegir entre el bien y el mal. Y esta facultad que nos emparenta con los inmortales ha sido otorgada a todos los hombres. Sócrates quería ser libre, y era libre: en el curso de su vida buscaba solamente “lo elevado” -sólo lo elevado. Y lo encontraba. Su filosofía es el ejercicio de la libertad en busca de lo elevado. El que quiera penetrar en el reino de Dios deberá imitar a Sócrates. Es indiferentes que el hombre deba sufrir más o menos, que se le persiga o no. Si Sócrates hubiese sido unánimemente respetado y hubiese muerto de muerte natural, nada habría sistancialmente cambiado: los éxitos no habrían disminuido su valor más de lo que lo han aumentado los fracasos. El sabio no se preocupa ni de los unos ni de los otros. De este modo proclama con orgullo su independencia inclusive frente al destino todopoderoso: cuanto no se halle en nuestro poder nos es indiferente. Nadie puede castigarle ni recompensarle. Ni siquiera los dioses.
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