lunes

SAUL IBARGOYEN / INÉDITO EXCLUSIVO DESDE MÉXICO


LAS VIÑAS DE LA IRA


(demorado reconocimiento a John Steinbeck)

“Esa uva es robada” así fue la voz casi invisible del dueño del bar, o cantina, o almacén, o pulpería, o fonda ‘El vuen bino’.
“¿Cómo era su nombre suyo, el del personaje así ubicado al inicio de esta crónica?” podrá preguntar a mirada escarbadora algún presunto lector, sabiendo que debe haber disposición de aclaraciones en quien ofrece aquí lo ya leído.

La pregunta será o es muda, y mudamente se escribirá o escribe con esta grafía del español, la respuesta: Oto Jans (de apellido secreto por impronunciable, aunque entre nosotros es pasible de exponerse así: Blikentaff von Pütten-Swarzwald). O entre comillas, si es que hubo o hay respuesta: “Oto Jans”.

La voz fue como un hilo (usado símil), también imperceptible hasta para atentas sensibilidades, que produjo al estirarse una elevación de la cabeza del hablante.

“¡Qué cabezota! ¡Y esa cruz retorcida que le marca la cara!” pensó como ensimismado el joven niño al que aquella breve oración sacudiera, desde su sitio vertical y vulnerable entre el mostrador o barra y la puerta metálica de acceso al local. 

La testa, así nombrada aumentativamente, de pelambrera rubia ensuciada por el tiempo natural y la desidia y de espacios frontales de espesado hueso, atrajo hacia otra verticalidad un tórax de animal depredador envuelto en una camisa de opacas coloraciones y extensas mangas de poderoso contenido. Las manos aceptaron esa incitación de movimiento y mezclaron más los pelos, que empezaron a soltar un atenuado enjambre de caspa y polvo renovables.

“Es robada, ¿sí o no?”

“¿Por qué… me dice eso? Yo no soy ladrón de nada, señor…” la contestación interrogativa y la firmeza por negación vinieron desde abajo,
desde una altura que sugería irreverencia.

“¡Aj! Si hasta en los ojos se te nota… Hay que aguantar la mirada directa, el que pestañea es culpable, ¿no?”

“¿Di ande sacó eso? ¿Es una prueba?” la respuesta y pregunta como duplicadas llegaron desde un altor más próximo o de ese modo lo percibió el hombre cantinero.

“Sí, fíjate que nunca falla…”

“No puedo creerle, señor… Alemán…” una duda por la afirmativa.

“¡No me digas así, me llamo Oto Jans, puta-que-te-parió!”

El hombre se alzó en su totalidad, el mostrador pareció descender unos cuantos centímetros (¿veinte, treinta?, ¿más?), la mano diestra exhibió agresividad, la voznada apuntaló el gesto:

“¡Dame pacá esas uvas, putito! ¡El racimo completo!”

“¡Son mías, don Alemán… me las regalaron, no más…!”

“¡Tuya la caquita, hijuepta! ¡Quién te va a dar nada! ¿Y quién reputísimas te autoriza a llamarme de don Alemán?”  

Abriéndose, los dedos se acercaron al muchachito: si tuvieran privilegio de ver lo que tocaban o buscaban atrapar, hubieran encontrado un rostro de blancor matizado por zonas hacia el rojo, más o menos dolicocéfalo, y un cráneo de melena oprimida por una antigua gorra de futbolista, y una boca de finos temblores ensalivados, y un mirar de tono café adonde danzaban el asombro, el temor y la ira.

Se alejó del mostrador, con intuitiva y elaborada desgana, aquel niño de doce o trece años que había respirado siempre, si esbozáramos algunas partículas sin orden de esa su común circunstancia llamada existencia, el olor de la agresión, el abuso y el desconsuelo. Es decir, de espaldas a la puerta de entrada del local, cumplió dos pares de pasos. La gran mano quedó como fijada durante una velocísima eternidad en las capas intermedias de un aire que mostraba signos de humo de comida en proceso y de tabacos populares. Sí, porque eran testimonios de que don Alemán y el niño no estaban solos en tal escenario de palabras.

“Oye, Oto Jans, ¿qué onda con este pibe? ¿De dónde salió?” una pregunta en dos partes desde unos dientes de masticadora labor.

“No parece ser del barrio, acredito que no…” el complemento voceril a partir de un vaso que inclinándose para entregar su ácida descarga.

Hubo otra voz que se atoró en una endurecida flema emergente, ¿quién logra plantear cualquier cuestión en similar dificultad?  

El único mesero del establecimiento multiuso entró por la izquierda del posible lector, bandeja en lo alto, equilibrio y modos profesionales aptos para superiores menesteres. Se aproximó a una de las mesas -que no estaban en la descripción de los sucesos en función del principio de imposibilidad (o sea: todos los eventos y las historias de cada uno, no pueden darse simultáneamente en un mismo punto espacio-temporal), y haciendo girar de modo casi mágico la charola, obtuvo de esta una súbita postura paralela a la tapa de la mesa. Sosteniéndola por su culo metálico en el dorso (?) de la mano siniestra, con el apéndice restante fue capturando platos, vasos, cubiertos, servilletas, salero y hasta una botella de (falso) vino de Sanlúcar de Barrameda, que ya ni en los tangos se menciona, para ubicar todo aquello ante los tres clientes que seguían atentos el encuentro incidental hombre versus niño.

Tanta aérea gestualidad era asunto de servicio rutinario, y no de circo. ¿O los mamuts, los osos y los bisontes asombraban a los tatarabuelos de nuestra especie que, al asador o no, se los comían? “Todo lo mayor se empequeñece si la mirada es pequeña” manifestaría décadas después, si es que el tiempo externo al relato llega a permitirlo, un mozo de delgada media altura y lentes de cristal verdoso, dejando nerviosas anotaciones al pie de página de un libro, tal vez en tránsito de elaboración, cuyo título pocamente nos interesa.

El señor mesonero o don Alemán, por hábito de acumulación primaria, hizo un cambio de posición con todo y cuerpo: debía registrar la entrega del pedido de la sobredicha mesa a partir de la nota que Merlin, el mesero, desde uno de sus revuelos ágilmente le alcanzara.

El niño, detenido en las proximidades de la puerta de acceso, y que desde chiquito se llamaba o se llama Rómulo, percibió como una baja de intensidad en el ambiente. En verdá de verdad, él solamente quería pasar al cuarto de aseo, a eso había entrado en el local de ‘El vuen bino’,  transportando el racimo de verdes uvas situado entre mano y antebrazo siniestros. Comentemos en este ínterin que para cualquier protagonista memorioso, imaginar el chorro de agua soltándose por el tubo del lavabo, significaría tener acceso a efectos de fijaciones y aun fosilizaciones de instantánea actualización:

“Rómulo, hay que andar siempre de cuerpo limpio… la boca, la cola, el pito, las extremidades limpias, ¿oíste? Las cuatro, ¿ta?”

“Sí, mamá, las cuatro…” y mostraba diez dedos visibles antes de acomodarse para iniciar cualquiera de las dos comidas del día: desayuno y cena.

Y en este instante narrativo, aprovechando el momentáneo desapego del llamado Oto Jans,  tenuamente dijo:

“Tengo que lavarme las… extremidades, y también lavar las uvas, señor…” una explicación, no un permiso, parecía.

Y Rómulo se metió por la puerta estrecha del cuarto de baño, aunque ahí nadie de seguro se bañaba. Solo entrevió el letrero pintado sobre la pura tabla, en letras mayúsculas que no se reproducen aquí por estética editorial: ‘ombres y mulieres tanbéin’. 

El señor Merlin había ojeado aquellos movimientos, que entretejió con los propios, por lo que entonces recogió de la cercana cocina la fuente de sopas teñidas de amarillo calabaza y la bandeja con los panes añejos transformados en cálidas y sonoras rodajas, para realizar un servicio de perfección al trío clientelar, de callado apetito, salvo excepción como ya leímos.

El dueño de ‘El vuen bino’ tomó nota de la entrega, a ritmo de óptimo comerciante precapitalista. Procuró situar la silueta del niño Rómulo desde su ataláyica preminencia: solo una vaciedad compuesta por una vibración de sombra, o una neblinosa sugerencia de sonidos humanos, o una figuración de incontables puntos de luces degradadas, eso vio.

“¿Por dónde anda este conchasumadre? ¿Se lo comió el aire? Eh, Merlin: ¿no lo viste?”

“No lo vide, no patrón… Yo estaba en el servicio… pasándole el pedido a usté…” emisión sonora que soslayó la estremecida cruz en la mejilla del patrón.

“¡Caracho! Me distraje un segundito y ¡el pájaro se voló a la chingada!”
expresó en su cerrado razonar.

“¡Oiga, don Oto Jans! Vimos los tres… que el gurí al tiro… se metió en el excusado” emisión articulada entre flemosa perturbación.

“¡Pinche desgraciao! Un delator puede más que un chamaco valiente… como decía una canción de Alfredo Guitarroja” se habló el veloz mesero Merlin mientras intentaba dar apertura a una botella de vino carló.    

Don Oto Jans bordeó el mostrador y en dos zancadas de siete leguas se allegó a la entrada del cuarto de aseo. Bien cerrada estaba, así que fue golpeada como el impaciente lobo llamara a la puerta de Caperucita, dicen que atraído por los aromas de la primera menstruación de nuestra conocida heroína.

“¡Abrí, nene lindo, o te parto el culo de una patada! ¡En el baño nadie entra sin mi permiso! ¿Entendiste?” y las tablas tiritaron, se encogieron y lanzaron un crujir de gemidos inéditos.

El niño Rómulo dio libertad a la puerta, pasó entre ella y los brazotes de don Oto Jans en función de un meneo que podría sugerir una mutación positiva para la supervivencia de la especie, quedando instalado a igual distancia del mostrador que de las mesas.

El dueño del bar o restorán solo pudo mirar todo, desde su crecido allí hasta las estanterías plenas de botellas mezcladas, hasta el fondo del establecimiento y las mesas estériles, hasta la niebla caliente de la cocina, hasta el tiradero del patio de atrás, como un dios fatalista y débil en la administración de sus altos poderes. Y vio el racimo de uvas limpias y mojadas en el suelo; vio al rapaz tomar de un bolsillo del flojo pantalón, el derecho, una honda o resortera de gordo alambre negro, para luego ajustar una dura uva en el centro del elástico infalible, y más luego y sin prisa lo vio apuntar hacia su propia frente, semi cubierta de pelos rubios y ceniza.

La cruz como un sol de patas quebradas se congeló en su cara, tal vez por eso no vio lo que vieron en su mirada más medular los ojos de Rómulo, de Merlin, de los tres comensales, de la señora cocinera asomada de golpe a este relato: ¿qué pudieron ver sino el instantáneo regreso de los antiguos miedos?


Ciudad de México, noviembre 2012          

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