lunes

FÉLIX GUERRA - 16 ENTREVISTAS CON JOSÉ LEZAMA LIMA



PARA LEER DEBAJO DE UN SICOMORO

DUODÉCIMA ENTREGA

5 / AMO EL CORO CUANDO CANTA (2)

¿Algún libro mayor?

En primer lugar, la biblioteca es un bosque: bosque asiático, teutón, eslavo, noruego o cubano y tropical. Y tal como dijo el poeta, el libro es un árbol, o un sol, que viene auroreando uno por aquí y el otro en el espejo. Porque el sol, a su distancia, envía luz, pero luz que quedaría trunca, trabada, disuelta, si no encuentra la hoja que la convierta en energía primigenia y en oxígeno. Así que el árbol es como el representante de Dios, es decir, homólogo del hombre, si el hombre se decide a ser el representante del sol en la Tierra. La hoja del árbol, si vamos a definirlo por lo hemostático, impide que la sangre escape, la humana, y vaya al río animal como turbión: si lo alimenta en directo o si lo alimenta en indirecto, a través de la bestia vegetariana, el hombre por fin se levanta de la eventual condición de cuadrúpedo. La hoja del libro homologa esa acción, pero ya en otra intersección secuencialmente posterior. La casualidad no arma trampas de tan poco costo: es lo paralelo y lo tangencial haciendo coro en la causalidad. La hoja verde es una biblioteca vegetal, la hoja industrial es la biblioteca razonada. La del árbol es razón primigenia, la del libro es otra arremetida del sol.

¿Algún libro mayor?

Una antigua doctrina árabe anuncia triunfante que el universo es un enorme libro. Mas, atravesada de olivos, olvida decir que el libro, o todos los libros, es el universo decantado a la ignorancia y a la sustancia inerte. Los chinos reconocen milenariamente al libro como símbolo de poder que mantiene a distancia aceptable la malignidad de los espíritus. La estructura del libro no es mensurable por fuera. Desde los libros de papiro y manuscritos al industrial libro de hoy, el ego y la persona humana resbalaron hacia muchos corrales y de todos lograron salir, cojos o bizcos, no importa. ¿Y salieron gracias a qué? A que alguien les tendía una furtiva página amiga. El libro ha sido, y es, conspirador, fugitivo, orador de barricada, cimarrón de la montaña, el quemado en la hoguera, el perseguido hasta el mosaico, la hoguera misma. Ser absoluto es también una manera de cenizar, pero, dígame, ¿alguna guerra se perdió? Según el Mohyiddin ibn Arabi, las letras trascendentes trasegaban con el secreto de los secretos de todas las criaturas, quienes, a cincel y a fuerza de soplo divino, descendieron cuadrupeando al universo material y habitaron prados y cerros, adoptaron cencerros, se hundieron en las vías fluviales y bajaron a las costas y aguas pelágicas. Es un supón que no asombra, un mito hilvanado con sombrillas. Antes que la criatura humana redactara sus libros, quizás existía el libro mayor que lo contenía todo. Pero eso es conjetura, mitología seráfica, apología mayor, y no sé si el polvoriento libro de nuestros estantes merece que lo castiguemos con tales desmesuras. Cualquier buen libro leído es el libro mayor. O cualquier buen libro es el libro, porque mayor es un grado bélico que le sobra a la lectura.

¿Es realmente bueno leer libros?

A cada familia cubana hay un tío que le desmiente la necesidad de leer. ¿Cómo explicar su suerte siempre navegable? Semejante al pulpo de Opiano en las Halieutica, cabezón y lleno de tentáculos, es dueño de bar o de carnicería. Viste guayaberas de orlas, pasea con señoritas de miel y no le falta el fajo adinerado en el bolsillo. Ese señor, para firmar, se descubre del jipijapa, pero apenas logra temblar cuando estampa la ininteligible y torpe letra. No me otorgaron el don del sermón ni el olor del salchichón. Cada chivo hace tambor con su pellejo. Hasta los confines, el universo, es una enigmática cordillera y un ábaco misterioso y sin fin. La simple razón tríptica, de espacio-tiempo-tierra de nadie, bastaría para variar humanidades y eternidades. ¿Me imagina administrando el bar y hurtando mililitros de aguardiente? ¿O cargando perniles al frío? ¿Se lee para luego fundar un emporio de highboles o roncolins o de palomillas o boliches? ¿Cómo después reptar hacia Proust o Víctor Hugo, Whitman o Martí? ¿Cómo destapar la botella que contiene le genio de Dostoievsky o Pascal? Es una interrogante a la que no puedo dar cabal definición. Lo que leo nadie me lo aconsejó ni ordenó. Leí y leo para lograr el contacto, nigromantear en atmósferas y en la propia tierra firme. Poseo vías laberínticas de buen cotejo, ojos, nariz, boca, tacto, etcétera, que funcionan como aceptable fidelidad obesa. Pero yo, José, para asomar y mirar, asumo la longitud del libro como catalejo. Con ojos asomados a las ventanas sólo veo rendijas de mundo. Con el ubicuo paginado atisbo paisajes de Polinesia y de Alejandría y de San Petersburgo, de la Italia donde elogiar a la locura era una locura apenas permitida, presencio tropelías de dos gigantes galos o de dos figuritas que cabalgan entre ínsulas y molinos, o el polo que Ruesch coloca con sumisa gelidez en esta propia penumbrosa y acalorada sala. El libro se alarga y rastrea por los dos extremos, o por los tres, orígenes, misterios, anticipaciones. Es la tabla de navegar y acercar latitudes. Para vivir, leía, desde siempre, porque, claro, vivir es tan importante como leer. Más tarde se invirtieron los imanes. Leer fue anticipo, umbral. Iniciar el tránsito expectante hacia la posible página escrita. Para aquel estadio, colmo y orgasmo, disnea y frenesí, delirio y abarrotamiento, debo pasar  y tocarle al vecino, para que open, abra el libro sus puertas y ventanas y permita deambular por entre las inestimables vísceras, donde espera el inmenso bazar de las aventuras, incluidos la palomilla y el boliche intelectual.

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