traducción de José Ferrater Mora
TRIGESIMOSÉPTIMA ENTREGA
XIII
LA LÓGICA Y EL TRUENO (5)
Cabe observar aquí que, no obstante su simpatía por Epicteto, cuya vida austera o indiferencia hacia los bienes terrenales seducen todavía hoy a la gente, Pascal había visto en él algo que le era claramente hostil, que no podía admitir y que llamó “la soberbia diabólica”. Cosa extraña: También Kierkegaard se apartaba de Epictero y lo calificaba de esclavo. Nunca ha explicado las razones de tan severo juicio, pero no creemos engañarnos suponiendo que, como Pascal, había presentido en Epicteto la presencia de una “soberbia diabólica”. Lo mismo que para Sócrates, lo ético era para Epicteto la realidad suprema. Se consideraba como siervo de ella y en esta calidad se esforzaba por vivir dentro de las categorías por medio de las cuales pensaba, encontrando en esta vida “filosófica” e induciendo a los demás a encontrar en ella el bien más elevado a que puede aspirar un ser razonable. Cuando Kierkegaard leía a Epicteto, recordba acaso las palabras de San Pablo: todo lo que no procede de la fe es pecado. (Acaso también Pascal las recordaba.) O recordaba también sus propias meditaciones sobre el padre de la fe: si la ética es la realidad suprema, Abraham está perdido. Está perdido, pues si no consiente en olvidar a su Isaac, la ética lo torturará como jamás verdugo alguno ha torturado a su víctima. Lo que sobre todo perturba a Kierkegaard en Epicteto era que éste vivía indiscutiblemente según las categorías por medio de las cuales pensaba que se hallaba perfectamente satisfecho de esa existencia. Cuanto más consecuente era Epictero consigo mismo, cuanto más se conformaba su vida con los mandamientos de lo racional y de lo ético, tanto más aumentaban la irritación y los recelos de Kierkegaard.
Kierkegaard no habla casi nunca de Spinoza. Se sabe, no obstante, que poseía en su biblioteca sus obras completas y que las conocía a fondo. Pero es muy probable que Spinoza hiriera y lastimara interiormente a Kierkegaard más aun de lo que lo hacía Epicteto. Aquiescentia in se ipso ex ratione orire potest ex esa aquiescentia que ex ratione oritur máxima est quai dari potest. (“La paz interior mpuede nacer de la razón, y esta paz que nace de la razón es la mayor que puede alcanzarse”.) Esta máxima de Spinoza, lo mismo que las palabras que coronan su Ética -beatitudo non est proemiun virtutis, sed ipsa virtud- debían resonar a los oídos de Kierkegaard como una sentencia de muerte. Todas las esperanzas humanas se fundan en la virtud y en la razón, que es también voluntad: la ética celebra en Spinoza su completa victoria. Lo repito: Kierkegaard habla muy raras veces de Spinoza y jamás se permite atacarlo. Tal vez esto se deba en parte al hecho de que Schleiermacher (a quien Kierkegaard apreciaba mucho) tenía una verdadera adoración por Spinoza. Esto a menos que el propio Kierkegaard se haya sentido impresionado por la profundidad del pensamiento del solitario holandés, el cual menospreciaba todo lo que los hombres aprecian (esas divitiae, honores, libidines a que, según Spinoza, se reducen todos los ordinarios intereses humanos) para consagrarse exclusivamente al amor dei intellectualis. Y, sin embargo, es aun más cierto que en el caso de Epicteto que Spinoza debía perturbar el alma de Kierkegaard con su aquiescentia y su beatitudo. Si ha habido entre los hombres, por lo menos en la época moderna, algunos que hayan cumplido más o menos el mandamiento: ama a tu Dios y Señor, Spinoza hga pertenecido sin duda a ellos. Y fue también el primero entre quienes hallaron la bienaventuranza en la virtud misma. Justamente por esto debía inspirar a Kierkegaard un horror todavía mayor que el que Epicteto inspiraba a Pascal. Pues cuanto más perfecto parecía desde el punto de vista humano, más se manifestaba en él la “soberbia diabólica”. Era realmente capaz de soportarlo todo, y soportaba, en efecto, con ánimo siempre migual y calmado utramque faciem fortunae. Sub specie aeternitatis todo retrocedía a un segundo plano, perdía su importancia -excepto el amor espiritual a Dios y la alegría no menos espiritual de la virtud. El mayor genio es a la vez el mayor pecador: “es difícil confesarlo”, nos explica Spinoza, pero es imposible silenciarlo. Sócrates, Spinoza y aun el modesto Epicteto no eran, como nos hemos acostumbrado a creerlo, justos, sino pecadores cuya santidad ocultaba a los ojos de los demás y a sus propios ojos la impotencia de la incredulidad. Acaso, repito, sean pecadores a quienes, de acuerdo con lo que dice la Escritura, se acogerá en el cielo con más alegría que decenas, que centenas de justos. Mas ese pasaje de los Evangelios es tan incomprensible y misterioso para nosotros como aquel otro donde se nos dice que el sol sale tanto para los buenos como para los malos, o que el milagro de Canaán en Galilea, que tiende a hacernos creer que Dios puede preocuparse por algo tan fútil como es un festín de bodas. No en vano nos recuerda Hegel a propósito de las bodas de Canaán, los sarcasmos más mordaces de Voltaire sobre la Biblia. Sócrates, Epicteto y Spinoza se habrían adherido a la opinión de Hegel. Hegel no hablaba en nombre propio: hablaba en nombre de la razón, de la ética, en nombre de la sabiduría. Pues entonces, ¿no será la sabduría la expresión de la “soberbia diabólica”? Dicho de otro modo: ¿no será el pecado supremo? ¿No será aquello de lo cual se dijo: initium omnis peccati superbia?
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