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LA CONQUISTA ESPIRITUAL - ALBERTO METHOL FERRÉ

PRIMERA ENTREGA


LAS MISIONES


1

Dialéctica de Evangelio y dominación

Desde la Península Ibérica se inicia a fines del siglo XV el gran movimiento unificador de la historia del hombre.

Colón y Vasco da Gama abren las puertas de la historia universal, que recién en nuestros días adquiere su plena y conjunta dinámica planetaria. Antes, a través de pausados milenios, el mundo histórico no era una unidad inteligible, sino que estaba como desperdigado en múltiples focos relativamente independientes.

Es a través de la constitución de "Imperios Universales", que poco a poco la historia comienza a concentrarse en regiones cada vez mayores, y en el último milenio pueden visualizarse cuatro grandes áreas de civilizaciones: China, India, el Islam y la Europa Cristiana, situadas en el hemisferio Norte de la gran Isla Mundial (Europa, Africa, Asia), en tanto que emergían en las vísperas del Descubrimiento, en la Isla Continental (América), las altas culturas más primitivas de los Imperios Azteca e Inca pero totalmente marginales y aislados de los otros. Todos eran como grandes islotes civilizados en un océano de barbarie neolítica o paleolítica, al que penetraban lentamente, por difusión. Sin embargo, el aislamiento de las cuatro grandes áreas culturales nunca fue completo, incluso su semilla remota les es común: la Mesopotamia. Sólo que su parentesco fue haciéndose oscura extranjería. Pero sus contactos no se interrumpieron totalmente. Europa comunicaba con el Islam, éste con la India, y ésta con China. Y a su vez, China revertía a través de las estepas sobre Europa, y de esa relación será Rusia.

Desde el alba de la historia, en Mesopotamia, ninguna hazaña comparable a ese segundo gran salto histórico que realizan España y Portugal. Señala el momento crítico en que, de la dispersión milenaria, las etnias humanas giran hacia o en el vertiginoso y explosivo proceso de reencuentro. Si la historia universal empieza como historia universal en Europa, su primer nombre será de España y Portugal, y el Papado de Roma, con Alejandro Borgia, trazará desde el apogeo renacentista, en su último gesto de autoridad temporal medieval, la línea divisoria de Tordesillas que dividirá, uniendo, al mundo entero.

Esa Europa en su épica comercial y guerrera de circunvalación, es también cristiana. Es hija a través de edades oscuras y luminosas de la Iglesia. ¿Y qué es la Iglesia? ¿De dónde viene? Proviene de un diminuto pueblo, Israel, progenie del nómade Abraham, en la encrucijada del mundo mesopotámico, y que recibió de Moisés la suprema revelación de Dios: "Yo soy el que Es". En el principio, en el origen, es Alguien y no Algo, y el hombre no es mero momento de la cosa, sino el "alguien" por quien todas las cosas adquieren sentido. Primero es la Persona y no la Cosa.

Esta revelación y mensaje insólito de Israel culmina en la Encarnación, la apertura del centro, alfa y omega de la historia, Cristo, Hijo del Hombre e Hijo de Dios. Cristo es el Evangelio, la Buena Nueva: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida". Así, en Cristo la historia universal revela y confirma su sentido inmanente y trascendente, su unidad originaria y de destino, rompe la aparente noria del eterno retorno de la Naturaleza, del cambio infinito de la Cosa, y abre la conciencia de la historicidad, del futuro, de la esperanza, en el dinamismo ascendente de la escatología, en la edificación de "los nuevos cielos y las nuevas tierras", como una segunda creación en agraz, con dolores de parto, en la intimidad misma de la Creación, puesta en manos de la libertad humana, en la decisión y quehacer del hombre.

Esta irrupción de lo Eterno en la historia, que pone a la luz el valor de la historicidad humana y cósmica, se resuelve en la hondura abismal de la sencillez: Dios, el Logos, es Amor: "por haber amado tanto al mundo le dio su hijo único", tal la razón del Universo y del hombre.

Lo proclama Juan: "El amor es de Dios, y cualquiera que ame es nacido de Dios y conoce a Dios. Aquel que no ama no es nacido de Dios, pues Dios es amor". "Si alguien dice: Yo amo a Dios, y odia a su hermano, es mentiroso; puesto que aquel que no ama a su hermano a quien ve ¿cómo puede amar a Dios a quien no ve?". El amor de Dios, primer mandamiento, y el más grande, se asemeja y hace lo mismo con el segundo: ama a tu prójimo como a ti mismo. El amor es fundamento y sentido de la historia, la atraviesa y penetra a través de la contradicción, gestando y en pos del Reino de Dios, la plenitud de los tiempos donde no habrá: "ni judío ni griego, ni señor ni esclavo, ni hombre ni mujer, pues todos somos uno con Cristo Jesús" (S. Pablo, Gálatas, III-28).

Esta dimensión radical, motora e imperativa de la historia, explica cómo en tierras cristianas germinan sin cesar sus imágenes, las utopías secularizadas, que asoman cada vez que la Iglesia se instala y oscurece su inherente profetismo. Su protesta y acción contra la realidad empecatada de la dominación, de la explotación del hombre por el hombre, donde la persona se trasmuta en cosa, naturaleza, instrumento.

Que Dios se haya hecho hombre en un menospreciable rincón de la Tierra es escándalo para los judíos y locura para los gentiles. Pero de Dios es: "no ser encerrado en lo más grande, ser contenido sin embargo en lo más pequeño", Y de esta imperceptible pequeñez de Cristo, saldrá la comunidad apostólica, la Iglesia, "philum" de la nueva Humanidad, con la misión de predicar el evangelio a todas las naciones, ser el signo visible y difundidor del "kerigma", el Mensaje liberador de Cristo: Dios es amor y la significación de la muerte redentora de Cristo y su gloriosa resurrección.

Por supuesto, la Iglesia no escapa a su inserción en la contradicción del hombre con el hombre, ella también está en el círculo de la iniquidad, del mal, pues la cizaña y el trigo crecen juntos. Por eso se sufre "por la Iglesia y a causa de la Iglesia". La Iglesia, desgarrada y en tensión entre lo particular y lo universal, entre lo visible y lo invisible, no coincide consigo mismo, es "peregrina, sufriente, militante", hasta la reconciliación del hombre con el hombre en Cristo. La Iglesia es a la vez contenida y continente, englobante y fracción, de la historia universal y ese desgarramiento, que le exige reformarse sin cesar, y será así hasta el último día.

El cristiano, la Iglesia, es crisis. En la ambigua y enmarañada historia humana, dinámica dialéctica de contrariedad, posesión y privación, que se precipita hacia el extremo de la contradicción, la enemistad y la muerte del otro, o se reasume hacia la amistad del otro, en la reciprocidad de conciencias, en la dialéctica de la relación, siempre precaria y presta a la caída. Pues el servicio fraterno se degrada de continuo en dominio-esclavitud, y esa traición (¡Non Serviam!) está latente en cada hombre y se objetiva y coagula en instituciones, habitualidades sociales, ámbito de lucha y compromiso. Y cuando la Iglesia apaga su conciencia crítica, su amor, la crítica.se vuelve sobre la Iglesia, y el cristianismo se exila en no cristianos. "El ateísmo desgarra a la Iglesia, en la medida que la Iglesia desgarra a Dios", De ahí que Europa al expandirse dominadora sobre la Tierra, haya también exportado la más terrible conciencia autocrítica. Le viene de su imborrable génesis cristiano.

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