jueves

KIERKEGAARD Y LA FILOSOFÍA EXISTENCIAL - LEON CHESTOV


(Vox clamantis in deserto)

traducción de José Ferrater Mora

TRIGESIMONOVENA ENTREGA


XIV

LA AUTONOMÍA DE LA ÉTICA (2)

Con razón la sutil inteligencia de Pascal vio en la “independencia” del sabio griego frente a Dios, independencia tan ostentosa y que se impone a todo el mundo, esa misma soberbia diabólica de que habla la Biblia. Pero tal vez nadie como Epicteto ha sabido revelar mejor la esencia de la soberbia humana y diabólica. Mejor todavía: Epicteto, que no sabía ni quería esconder nada, nos sugiere la “explicación necesaria de todo esto”. Según él, hay que buscar “el origen de la filosofía en la debilidad del hombre y en la conciencia que tiene de su impotencia frente a la Necesidad”. La soberbia, como dice la Escritura, o lo que Epicteto llama la libertad y la independencia del hombre, no es más que un escudo, que una enseña por medio de la cual el hombre recubre su impotencia frente a la Necesidad. ¿Y puede haber la menor duda sobre el origen de esta soberbia? ¿O sobre el hecho de que Pascal tenúa razón cuando descubría en la sabiduría del lejano descendiente espiritual de Sócrates la “soberbia diabólica”?

Kierkegaard lo sentía con más intensidad aun que Pascal. La ética de Sócrates y de Epicteto era para él el mayor de los escándalos. Cuando los horrores de la realidad amenazaban con abrumarlo, dirigía sus miradas hacia el Dios bíblico, para quien lo imposible no existe. Y a veces le parecía que Dios iba a responderle, que Dios le respondía, que le libraría de las alucinaciones inepcias que se habían infiltrado en su existencia, que las verdades “inquebrantables” proporcionadas por el árbol de la ciencia a nuestro antepasado se reabsorberían enteramente en lo Absurdo, que el camino que conduce al árbol de la vida se abriría, por fin, ante él. Sin embargo, los años pasaban y la pesadilla no se desvanecía; por el contrario, iba en aumento. Entonces Kierkegaard se vio obligado a desviar su atención de lo imposible y a contentarse con lo posible. Y tuvo que ver en la curación del impotente, no una victoria milagrosa sobre la impotencia -la impotencia es invencible-, sino tan sólo el amor y la misericordia del apóstol. Hubiera preferido que Pedro se contentase con pronunciar palabras consoladoras con el fin de poner de una vez por todas fin a la vana y torturante esperanza de que todo es posible para Dios. Hubiera preferido esto al hecho de que con una sola palabra de Dios los ciegos vieran, los sordos oyeran, los leprosos sanaran y los muertos resucitaran. Sócrates podía vivir sin un tal Dios. Gracias a su razón humana sabía firmemente que lo imposible no se realiza nunca, que lo imposible es precisamente lo imposible por cuanto no se ha realizado jamás en ninguna parte, por cuanto no se realizará jamás en parte alguna; sabía, pues, en suma, que todos estamos obligados a detenernos ante lo imposible. Y sabía no menos firmemente que la razón no engaña nunca y que no existen en el mundo encantaciones capaces de librar al hombre del poder de las verdades de la razón. Por el contrario, el hombre posee una voluntad que le prescribe amar esas verdades y someterse a ellas.

Este principio de que el pecado es el resultado de la obstinación y de la mala voluntad pertenece, diga lo que diga Kierkegaard en sus momentos de duda, a la sabiduría griega y no a la revelación cristiana. Alcibíades no ha negado en ningún momento que no hubiese podido, en el caso de haberlo querido, imitar a Sócrates y convertirse en modelo de todas las virtudes. Habría podido hacerlo, pero no quiso hacerlo, pues se dejó seducir por los bienes terrenales -divitiae, honores, libídines- y se hundió en el fango de los vicios, se convirtió en ese pecador para quien no existe salvación ni en este mundo ni en el otro. Pues, como Platón nos lo explica, el que en vez de consagrarse a la filosofía se entrega a las pasiones, no obtendrá jamás la salvación que esperan los justos y sólo ellos. Como lo demuestra la experiencia, en nuestro mundo finito el sol sale tanto para los buenos como para los malos. Aquí come muchas veces el que no hace nada y carece de pan el que trabaja. Aquí los lirios de los campos, que no se preocupan de nada, están más suntuosamente vestidos que el rey Salomón. Aquí los pájaros del cielo no siembran, no cosechan ni guardan sus cosechas y, a pesar de esto, tienen todo lo que les hace falta. Así habla la Escritura. Pero, según Sócrates, esto es una “injusticia que clama al cielo”. Inclusive “sabe” que “allá abajo” la ley es distinta: el que no trabaja (la catarsis es un trabajo) no come. “Allá abajo” la ética marcha del brazo con la razón.

Cuando Kierkegaard se ve forzado a “desviar su atención” del “milagro”, a olvidar que nada es imposible para Dios, es cuando carece de fuerza y no quiere luchar contra Sócrates y su “ética”. ¿Para qué el perdón de Dios si de todos modos el hombre no puede recobrar la inocencia? El perdón no es más que el perdón, que el olvido: ni siquiera Dios puede destruir, aniquilar, arrancar el pecado que ha penetrado en el ser: quod factum est infectum esse nequit. Ni Dios ni los hombres pueden escapar a los horrores del ser. Pero, si así es, si los sufrimientos son inseparables del ser, no sólo no hay que ocultarlos, sino que tampoco hay que intentar disimularlos. Hay que ponerlos en evidencia; no evitarlos, sino buscarlos; no contentarse con aceptarlos, sino bendecirlos.

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