IDA Y VUELTA
Se encontró sólo en la sala de espera y se puso a mirar el diario que había llevado para el brazo. Las manos le temblaban levemente. Sacó un cigarrillo y antes de encenderlo se acarició el ralo bigote cuyo crecimiento había vigilado durante semanas. Nunca había soportado el humo del tabaco y tosió con lágrimas; pero tenía que seguir fumando como un hombre hasta que llegara el momento de levantarse. No podía recordar, para imitarla, cómo era la expresión de un hombre cínico, un hombre maduro y ya de vuelta.
Tenía tres puertas por delante y fue paseando la mirada de otra mientras sentía golpear su corazón. La puerta del medio se abrió justamente cuando la estaba vigilando y apareció una mujer rubia, grande, cómoda, plácida y gorda; de los hombros le colgaba una bata desprendida y le sonrió desde la distancia, amistosa y alegre como si pudiera haberlo reconocido.
-Pasá, negrito -dijo, y él tenía el pelo castaño.
Se levantó del banco y avanzó sin mostrar su rechazo, sin poder contestar a la sonrisa alta e inmóvil. La habitación tenía una cama grande, cubierta por una sábana mal estirada, una cómoda con una gran jarra verde, hojas en relieve, sobre una palangana rajada. Había un perfume perdido en el olor inolvidable de la cocinilla a querosén.
La mujer sonriendo ya sin la bata desde la cama, empezó a parecerle enorme a medida que se iba quitando la ropa. Se arrimó al calor del fuego inquieto para terminar de desnudarse. Después la gorda se hizo cargo de él con experta paciencia, bondadosa y maternal.
Hasta que pudo, triunfal, iniciar su viaje de ida y vuelta en el túnel invisible, húmedo y sombrío, ida y vuelta hasta lograr verle la cara a Dios por primera vez en su vida.
Ya en la calle pensó que lo que había comprado no podía sustituir a la palabra amor ni a sus sueños ni a sus intuiciones. Pero él no podía estar equivocado, estaba escrito que algún día no lejano su cuerpo y su alma iban a fundirse en la verdad dichosa y presentida.
SAN JOSÉ
Era un buen carpintero y era José para los amigos. Cuando iba a la taberna, en la noche de los viernes, sólo bebía un vaso de vino y jamás participaba de las charlas maliciosas, o amargas, o de sujeto frenesí sobre los romanos, cónsules y césares. Tampoco tocaba los dados.
Tal era su bondad que un día su amigo Francisco le pidió que lo acompañara hasta lo más espeso de la floresta y allí, con paciencia infinita y una permanente dulce sonrisa en los ojos, le explicó el luego fácil secreto de cómo parlotear con los animales. José agradeció el regalo extraordinario, aunque no comprendía de qué podría servirle. Sólo era dueño de un asno y los gatos y perros vagabundos que lo visitaban para comer y muy luego se perdían en las curvas de la tierra reseca.
Con estas bestias cambiaba pocas palabras, sonidos guturales que no pedían respuestas.
José se había casado joven, sin desearlo, por consejo de sus padres y rabinos. Ella se llamaba Miriam y también fue impulsada por parientes y fanáticos.
Estaban en paz y eran felices porque la dicha de ella era la rueca y la de José construir muebles y pulirlos. Trabajaban juntos en la gran nave, sobre el mismo polvo rojizo y endurecido; ni en la gran cama santificada por el Señor tuvieron deseo de aproximación. Se ignoraron mutuamente.
Durante el día trabajaba, de noche tragaba la invariable sopa roja, escuchaba el resumen o la exageración de los diminutos secretos del día recitados por la dulcísima, candorosa voz de su esposa, y luego yacía para que el sueño le limpiara la fatiga.
Mientras serruchaba y pulía, oía con frecuencia las reflexiones del burro, tan burro que se preocupaba por el mañana, el sentido de los hierbajos, los movimientos solares y el propósito y el fin de todas las cosas.
Escuchaba los rebuznos, a veces increpantes, otras atemperados. Pero no le contestaba, fingía no oír ni comprender tantas sandeces y continuaba su trabajo. Sólo cambiaba saludos de alegría y adiós con los pájaros del cielo, siempre más atareados que él mismo.
Una tarde oyó el zureo de una paloma y tuvo que mover cabeza y ojos hasta encontrarla. Era pequeña, de un gris sucio y húmedo.
-Oye -tartamudeó el ave-. El Señor ha dispuesto que construyas un palomar de tres metros de altura y su diámetro será por lo menos dos metros. Y ordena que esté hecho antes de la salida del sol.
-No puede ser -dijo José-. Tendría que trabajar toda la noche. Y aun así.
-Tiene que ser -dijo la paloma sucia, y emprendió vuelo. Volvió para gritar, ronca-: Orden del Señor.
José quedó entristecido y obediente. Comió su menjunje color sangre y trasmitió tristeza y resignación a su esposa.
Ineludible. Trabajó toda la noche sin más conversación que la cariñosa que le ofrecieron los grillos y un viejo sapo escamoso y escéptico.
Llegó la madrugada y estuvo erguido el inmenso palomar. José se arrastró del taller a su casa y durmió exactamente dieciséis horas. Despertó en la noche, comió unas cucharadas de sopa fría y fue nuevamente a buscar el sueño en la cama.
-¿Lo hiciste? -preguntó ella.
-Orden del Señor -respondió, y se entregó a la persistencia del cansancio.
Y una tarde de sol rojo y amarillo, mientras martillaba las suelas de las sandalias de un peregrino, vio cruzar y alzarse desde su casa, atravesando el agujero que le servía de ventana, en el taller, alejándose majestuoso y seguro, levantando apenas las alas, deslumbrante de santidad y belleza, al palomo de plata del Espíritu Santo.
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