PARA LEER DEBAJO DE UN SICOMORO
DÉCIMA ENTREGA
¿Su río preferido?
Defendemos ataduras geográficas: ¿comodidad, geofilia, provincianismo? De todo encontramos en la viña espléndida del Señor. ¿Cómo escapar por otra latitud, si el ojo viajero te conduce reiteradamente a la igual orilla y te hace beber, con deleite recurrente, como el almizcle nuestro de cada día? Por años ha sido el Almendares. Porque, ¿cuántas veces acudí allí, fui allí, a depurar alucinaciones y fantasías u hoscas realidades y también a aliviar el calor de los veranos?
El hábito hace costuras en las riberas y la repetición, causales tus casualidades. Mi voluntad podría jurar, porque padece una flagrante vocación por lo universal y lo intemporal, que tanto Tigris como Éufrates son incomparables por el barroco histórico que uno conjetura en sus orillas, desde los bordes de la meseta de Armenia hasta el propio Chatt-al Arab. Al paso del Nilo undoso y matinal se persigna con su signo el faraón viendo transcurrir la eternidad, porque la eternidad suya deambula antes de estarse quieta, corre y salta al vacío, se destroza en el arenal, se hinca de brazos, rueda mansa, pero continúa siendo una y mil, ilimitada e ilimitante, así como el espejo y el inmultiplicable espejo de los añicos. Por el Amazonas viaja una larga canoa bajo el ramaje y el salto de los monos, acechan misteriosas criaturas, se contradicen el caudal y la corriente de las aguas, la primitividad es lujuriosa, exaltante y lozana, y el tiempo se desplaza hacia una contemporaneidad que se aleja como los horizontes.
Mucha es la fascinación por el paisaje del otro lado de la cerca. Sin embargo, mis humos y mis miradas las echo sobre el modesto río local, que en suma no es sino el río entre todos los ríos. El Almendares es corto, poco ruidoso y poco fantasmal, infinitamente más delgado y calvo, pero, ah, por ser el que más aproximadamente agrupa leyendas y frescuras, es mi río, el mío de mis ojos, el que vi y veré, el que escapó y queda y el que se detiene y fluye siempre. Desde hace algunos años, a causa del insosegado sillón, no le pongo los ojos encima: la ciudad creció y vive atestadas de guaguas y automóviles y camiones. Hace rato perdí de vista a ese diminuto coloso, pero me contaron que extravió el azul y camina encorvado por los albañales, con perfumes que no son los suyos acostumbrados. Envejeció con precocidad: la vida ciudadana y estatal y el municipio lo envejecieron. No es su culpa: son las arrugas de la contaminación. Las industrias que crecieron como hongos en sus orillas, ahora le patean el trasero. Hay que mirar a su lecho con auxilio del pañuelo y las gafas oscuras, que no por gusto proliferan y sustituyen al aire y al sol. De cualquier manera, sigue siendo el río de mis noches. El río de mis sueños, mi preferente. En una época en que ni el Danubio sigue siendo azul ni siempre las estrellas logran romper el tabique continental de las poluciones, yo debo ser tolerante con los pecados del río, que no se corrompe por su cuenta. Mi río favorito será el que corra más cerca y me despeine más.
¿Cómo sería el planeta sin sus ríos?
Bebo pequeñas cantidades de río: el vaso. El vaso es mi río doméstico y casero, faldero, que llega tintineando al borde de los labios y luego emprende el meandro de los intestinos. Que perdone el río porque yo no acuda en las mañanas a tomar brisa y humedad, pero el asma es un impedimento atroz. Por eso agradezco la humildad del agüita mansa, cotidiana, llena de aroma municipal, desempercudida, liviana y transparente, que se agita y aquieta y enfría y luego repite el gesto pastoril de la doncella: amainar mi sed. Con la misma humildad yo metiérame por las tuberías y llevárale mi nariz a respirar. Pero soy huesudo y masudo y estoy además, por otras razones adicionales, impedido de visitar a contracorriente.
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