DECIMOTERCERA ENTREGA
De esta forma se elogió y se sintió satisfecho de sí mismo, a la vez que oía los rugidos del hambre en su estómago. Un retazo de pena, un mendrugo de miseria: eso era lo que ahora percibía; en los últimos días había apurado hasta el máximo y luego lo escupió todo; se sació hasta la desesperación y la muerte.
Así era mejor. Hubiera podido quedarse mucho más tiempo con Kamaswami, ganar dinero, malgastarlo, hinchar su barriga y dejar que su alma muriese de sed; habría podido vivir todavía mucho tiempo en aquel infierno suave y bien acolchado, si no le hubiera llegado el momento del desconsuelo total, de la desesperación. Fue aquel instante, cuando se balanceaba por encima de la corriente del agua, dispuesto a destruirse. Había sentido esa desesperación, esa profunda repugnancia, pero no se dejó vencer; el pájaro, la fuente y la voz de su interior continuaban con vida. Esa era su alegría, su risa; por eso brillaba su rostro bajo las canas.
«Es bueno -pensó- probar personalmente todo lo que hace falta aprender. Desde niño, desde mucho tiempo, sabía que los placeres mundanos y las riquezas no acarrean ningún bien; pero ahora lo he vivido. Y ahora lo sé, no sólo porque me lo enseñaron, sino porque lo han visto mis ojos, mi corazón, mi estómago. ¡Qué bello es saberlo!»
Mucho tiempo permaneció meditando acerca del cambio que se había producido en su ser.
Escuchó al pájaro que trinaba alegre. ¿No había muerto el pájaro en su interior, no había sufrido su muerte? No; en Siddharta había muerto algo muy distinto, que desde hacía tiempo deseaba sucumbir. ¿No era lo mismo que en sus ardientes años de asceta había querido apagar? ¿No era su yo, el yo pequeño, temeroso, orgulloso, con que había luchado durante tantos días, el que siempre le vencía, el que después de cada penitencia, volvía a surgir, y le quitaba la alegría, y le daba temor? ¿Acaso no era eso lo que por fin hoy había encontrado la muerte, allí en el bosque, junto a ese río idílico? ¿No era esa muerte por lo que Siddharta había vuelto a ser un niño, y sintió confianza, alegría y temeridad?
Ahora también comprendió por qué había luchado inútilmente contra ese yo, mientras era brahmán o asceta. ¡Se lo había impedido el exceso de sabiduría, de versos sagrados, de reglas para sacrificios, de mortificaciones, la excesiva ambición! Con arrogancia, siempre había sido el primero, el más inteligente, el más sabio, el más diligente; siempre se encontraba un paso más delante de los demás compañeros, sabios, sacerdotes o eruditos. Su yo se había escondido en ese sacerdocio, en aquella erudición e intelectualidad; estaba allí y crecía, mientras Siddharta creía apagarlo con ayunos y penitencias. Ahora se daba cuenta y observaba que la voz secreta tenía razón: ningún profesor se lo hubiera podido reprimir jamás.
Por ello tuvo que lanzarse al mundo, perderse entre los placeres y el poder, la mujer y el dinero; se había tenido que convertir en comerciante, jugador, bebedor, glotón, hasta que el brahmán y el samana de su interior se murieran. Por tal causa había tenido que soportar esos años monstruosos, ese hastío, vacío y absurdo de una vida monótona y perdida, hasta que por fin, como una desesperacion, el vividor y el Siddharta ávido habían llegado a sucumbir. Muerto, un nuevo Siddharta había resucitado. También este se volvería viejo, también tendría que morir algún día; Siddharta era transitorio, como pasajera es toda formación. Pero hoy se hallaba en plena forma, joven como un chiquillo, un nuevo Siddharta. Estaba lleno de alegría.
Meditaba todas estas ideas, escuchaba sonriente su estómago y agradecía el zumbido de una abeja. Miraba con alegría la corriente del río: jamás un agua le había gustado tanto, jamás había percibido la voz y el ejemplo de la corriente con tanta fuerza. Le parecía que ese río poseía algo especial, algo que aún desconocía, pero que le esperaba. En ese río se había querido ahogar Siddharta, y en él había sucumbido el Siddharta viejo, cansado, desesperado. Sin embargo, el nuevo Siddharta sentía por esa corriente un profundo amor que le obligaba a no abandonarla con prisas.
EL BARQUERO
«Junto a este río deseo quedarme -pensó Siddharta-. Es el mismo por el que un amable barquero me condujo al camino de los humanos, de los niños. Me dirigiré a su vivienda. Desde su choza me encaminó entonces hacia una nueva vida, que ahora ya está vieja y muerta. ¡Que mi nuevo camino también empiece desde allí.»
Observaba la corriente con cariño, su verde transparencia, sus ondas cristalinas, con dibujos llenos de misterio. Contempló las perlas claras que subían desde el fondo, las burbujas que flotaban en la superficie, el espejo del azul del cielo. El río también le miraba con sus mil ojos, verdes, blancos, ambarinos, celestes. ¡Cuánto amaba aquella corriente! ¡Cuántas cosas le agradecía! Desde el interior de su corazón escuchaba la voz que despertaba de nuevo y le decía:
«Ama a este río! ¡Quédate con él! ¡Aprende de él!»
¡Oh, sí! Siddharta quería aprender del río, deseaba escucharlo. Le parecía que el que comprendiera a esta corriente y sus secretos, también entendería muchas otras cosas, muchos secretos, todos los misterios.
Hoy únicamente podía conocer un secreto del río: el que se apoderó de su alma. Se daba cuenta de que el agua corría y corría, siempre se deslizaba y, sin embargo, siempre se encontraba allí, en todo momento. ¡Y no obstante, siempre era agua nueva! ¿Quién podía comprenderlo? Siddharta, no; tan sólo tenía una vislumbre, escuchaba un recuerdo lejano, unas voces divinas.
Siddharta se levantó. El rugido del hambre en el estómago se hacía insoportable. Mientras sufría, continuó su camino a lo largo de la ribera, contra la corriente, escuchando el rumor y los alaridos de su estómago.
Cuando llegó a la lancha de cruce, la halló dispuesta para la salida.
A su lado estaba el mismo barquero que había conducido al joven samana. Siddharta le reconoció al momento; también el barquero había envejecido mucho.
El barquero se sorprendió al ver a un hombre tan distinguido viajar solo y a pie. Le acogió en su barca y abandonó la orilla.
-Has elegido una vida muy bella -declaró el viajero-. Debe de ser muy hermoso vivir junto a estas aguas y deslizarse por su superficie.
El remero se balanceó sonriente y repuso:
-Es hermoso, señor, como tú dices, ¿pero acaso no es bella la vida toda y todos los trabajos?
-Quizá. Pero yo envidio el tuyo.
-¡Oh! Pronto te cansarías. Esto no es para gentes elegantes.
Siddharta sonrió.
-Ya me miraste una vez por mis ropajes y además, con desconfianza. ¿No te gustaría aceptarlos, barquero, puesto que a mí me molestan? Debes saber que no tengo con qué pagarte.
-El señor bromea -dijo el barquero, festivo.
-No bromeo, amigo. Mira, ya una vez crucé en tu barca por el río, gracias a tu bondad. Hazlo también hoy y acepta mis vestidos como pago.
-¿Y el señor piensa seguir su viaje sin vestidos?
-Lo que me gustaría es no proseguir el viaje. Lo que más me apetecería, barquero, es que me dieras un delantal, y así podría quedarme como ayudante tuyo, o mejor, como tu aprendiz, pues primero debo aprender a llevar la barca.
-Ahora te reconozco -manifestó por fin-. En otra ocasión dormiste en mi choza, hace mucho tiempo, quizá más de veinte años. Yo te llevé al otro lado del río y nos despedimos como buenos amigos. ¿No fuiste un samana? De tu nombre no me acuerdo.
-Me llamo Siddharta, y era un samana cuando me viste por última vez.
-Bien venido seas, Siddharta. Yo me llamo Vasudeva. Espero que también hoy seas mi invitado, que duermas en mi choza y me cuentes de dónde vienes y por qué te molestan tus elegantes ropas.
Habían alcanzado el centro del río y Vasudeva tuvo que remar con más fuerza para ir contra la corriente. Su trabajo era tranquilo, y él bogaba con su mirada fija en la proa de la barca, con sus brazos curtidos.
Siddharta se hallaba sentado y le observaba; recordó entonces que ya en aquel su último día de samana, habíase despertado en su corazón el amor hacia aquel hombre. Agradecido aceptó la invitación de Vasudeva. Cuando llegaron a la orilla le ayudó a atar la barca en los postes; después el barquero le invitó a entrar en la cabaña y le ofreció pan y agua. Siddharta lo comió con gusto, como también los frutos del mango, que le ofreció el barquero.
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