jueves

KIERKEGAARD Y LA FILOSOFÍA EXISTENCIAL - LEON CHESTOV


(Vox clamantis in deserto)
traducción de José Ferrater Mora

TRIGESIMOSEGUNDA ENTREGA

XIII
LA LÓGICA Y EL TRUENO (1)

¡Quéjate! Dios no te teme… ¡Habla, levanta tu voz, aúlla! Dios puede hablar todavía más fuerte: ¿no dispone acaso del trueno? El trueno es también una respuesta, una explicación -fidedigna, sólida, de primera mano. Una respuesta dada por el mismo Dios, respuesta que, aunque pulverice al hombre, es más bella que todas las habladurías de la sabiduría y de la cobardía humana sobre la justicia divina.
KIERKEGAARD.

Todos los discursos edificantes de Kierkegaard  -y escribió una buena cantidad de ellos- no son más que un himno desatinado, delirante, frenético, en honor de los horrores y los sufrimientos. Y aunque repita con frecuencia e insistencia que no tiene ninguna autoridad, y que sus discursos edificantes son los discursos de un particular (por eso no los llama nunca sermones), habla, sin embargo, en nombre del cristianismo y se refiere a la “buena nueva”. Lo repite con frecuencia en sus últimos escritos, especialmente en el Tratado de la Desesperación y en los Ejercicios del cristiano. Se esfuerza en mostrarnos que la dulzura del cristianismo es sólo aparente, que la buena nueva que nos trae se resume en la máxima de Spinoza: “La bienaventuranza no es la recompensa de la virtud, sino la virtud misma”, y que la bienaventuranza cristiana, desde el punto de vista humano, es peor que la más terrible de las desdichas. El sombrío apasionamiento por medio del cual describe Kierkegaard los horrores de la existencia humana, y la implacable dureza de que, siempre en nombre del cristianismo, hace gala en su predicación de la crueldad, no ceden en nada al tono patético de Nietzsche. E inclusive Kierkegaard va en este punto más allá de aquel cuyos discursos sobre “el amor a lo lejano” trastornaron a nuestros contemporáneos. En cada ocasión y a veces fuera de ocasión nos recuerda los sufrimientos terrenales de Cristo, y en nombre de Cristo proclama casi literalmente lo que Nietzsche enunciaba en nombre del superhombre o de Zaratustra: “¿Suponéis acaso que he venido mpara instalar más cómodamente a quienes sufren? ¿O para mostrar a los descarriados el camino más fácil? No, cada vez con mayor frecuencia pereceréis los mejores de vosotros, pues cada día os sentiréis más abrumados.” Inútil insistir sobre la dureza de la predicación nietzscheana. Cierto que la gente se ha acostumbrado ya a ella, que ya no inquieta a nadie. Pero todos la conocen bastante bien. Recordaré sólo que, lo mismo que Kierkegaard, Nietzsche se ve a veces obligado a confesar que su dureza no procede de él. Pero, ¿de dónde procede? ¿Del cristianismo? A menos que tras el cristianismo de Kierkegaard y el superhombre de Nietzsche no se oculte otra fuerza. Nietzsche termina por descubrir su secreto: no fue él quien eligió la crueldad, sino que fue la crueldad quien lo eligió. Su amor fati procede de la omnipotencia del destino. El amor más abnegado, más inmenso, se encuentra sin fuerzas ante el destino.

Si escuchamos con atención los discursos de Kierkegaard descubriremos en ellos el mismo pensamiento. Bajo una forma indirecta contienen todos el reconocimiento de que el destino es invencible: “La vida de Cristo -escribe- es un amor desdichado, único en su género, Cristo amaba en virtud de su concepción divina del amor; amaba a todo el género humano… El amor de Cristo no era un sacrificio en el sentido en que lo entienden los hombres; no era nada menos que esto: Cristo no se hace desdichado a sí mismo en el sentido humano para hacer dichosos a los suyos. ¡No! Se hace a sí mismo y a hace a los demás lo más desdichados que, humanamente hablando, es posible… Solamente se sacrifica para que aquellos a quienes ama lleguen a ser tan desdichados como él mismo” (1) Y lo realiza, lo mismo que Nitezsche y Kierkegaard, contra su propia voluntad. Tampoco Él podía exclamar: ¡mi dureza no procede de mí! Pero si no procede de Cristo, de Dios, ¿de dónde viene? Nietzsche remitía al fatum. Kierkegaard, al cristianismo. Pero, ¿a qué realidad apelará Dios, este Dios “para quienes nada es imposible”? ¿Nos veremos obligados a admitir de nuevo la idea helénica de un Dios cuyas posibilidades están determinadas por la misma estructura del ser? ¿Estará también Dios subordinado a alguna realidad? ¿Habrá descubierto nuestra razón un principio o principios situados por encima de Dios, independientes de Él, principio o principios increados, que limitan su voluntad y le obligan a contentarse con lo posible? Ante estos principios Dios es tan importante como los mortales: solamente posee el amor y la misericordia, que son incapaces de hacer nada. Kierkegaard declara firmemente: “Debes amar. Sólo el deber, sólo la obligación de amar garantiza al amor frente a todo cambio, lo hace eternamente libre en medio de una feliz independencia, asegura para siempre su bienaventuranza, lo protege contra la desesperación.” Y repite, además: “Sólo cuando el amor constituye un deber se halla garantizado en la eternidad”. Y a medida que sigue por este camino, subraya con una fuerza y una obstinación cada vez mayores su “tú debes”. Sin embargo, no lo hace con esa serenidad indolente que respiran las páginas sobre el deber de la Crítica de la razón práctica (Kierkegaard no menciona la Crítica de la razón práctica, aun cuando conoce perfectamente a Kant) (2), sino con un frenesí excepcional aun en él. ¿Quién ha pronunciado, en efecto, palabras semejantes a las que acabo de citar? Son palabras que merecen -he estado a punto de decir (y esto sería acaso más exacto): que exigen- ser una vez más recordadas: “El amor de Cristo no era un sacrificio en el sentido en que lo entienden los hombres; no era nada menos que esto: Cristo no se hace desdichado a sí mismo en el sentido humano por hacer dichosos a los suyos. ¡No! Se hace a sí mismo y hace a los demás lo más desdichados que, humanamente hablando, es posible… Solamente se sacrifica para que aquellos a quienes ama lleguen a ser tan desdichados como él mismo.”

“Mi dureza no procede de mí”. Así se justificaba Kierkegaard cuando decía que el único consuelo que podía ofrecer a quienes sufrían consistía en agregarles nuevos sufrimientos, nuevos tormentos. También Zeus se justificaba ante Crisipo: si sólo hubiese dependido de él se habría mostrado más clemente para con los hombres. Cristo se halla en una situación idéntica. No le es posible elegir; quiéralo o no, se ve obligado a condenarse a sí mismo y a condenar a los hombres a tormentos insoportables. Debe amar, amar tan sólo, sin intentar prever lo que proporcionará ese amor a él mismo y a quienes ame. ¿De dónde le viene a Cristo esa “dureza”, ese “tú debes”? ¿A Cristo, que es -Kierkegaard no lo olvida nunca- la encarnación de la misericordia, la dulzura en persona? Kierkegaard deja esta cuestión en la sombra. Pero pinta con colores tanto más vivos los horrores que ocasiona la doctrina llamada cristianismo. Si quisiera citar todos los pasajes de la obra de Kierkegaard que se refieren a este tema, llenaría centenares de páginas: casi la mitad de sus escritos está consagrada a la descripción de los horrores que Cristo reserva a quien acepte su “buena nueva”. Cuando nos recuerda las palabras de Cristo, lo hace con el fin de demostrarnos una vez más la inhumana crueldad o, según su expresión, la ferocidad de los preceptos evangélicos. Se detiene con especial atención o, mejor dicho, con especial ternura en ese bien conocido pasaje del Evangelio de San Lucas: “Si alguien viene hasta mí, y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos…” etc. (XIV, 26). ¡Cristo, el propio Cristo, exige que se odie al propio padre, a la madre, a la mujer, a los hijos! Esto es lo único que puede aceptar Kierkegaard. Sólo cuando llega a ese límite paradójico de la crueldad alcanza a “sosegarse”, si es que la palabra “sosiego” puede realmente serle aplicada. (3) Mejor sería decir que alcanza a detenerse, pues ya no se puede ir más allá.

Notas
1) La vida y las obras del amor, 116 y sig.
2) Cfr. con XII, 1. “La verdadera realidad sólo comienza en aquel punto en que el hombre, pertrechado con la energía necesaria, se ve obligado por una fuerza superior a emprender una obra a contrapelo de sus tendencias; dicho de otro modo, y si podemos expresarnos así, a dirigir todas sus facultades contra sus tendencias.” Parece que leyéramos la traducción de un pasaje de la Crítica de la razón práctica. Y Kierkegaard escribió estas líneas durante el último año de su vida.
3) Kierkegaard ignoraba que también Epicteto exige en el cap. XIV de sus Diatribas que se reniegue, en nombre del “tú debes”, del propio padre, de la madre, etc.

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