jueves

KIERKEGAARD Y LA FILOSOFÍA EXISTENCIAL - LEON CHESTOV


(Vox clamantis in deserto)
traducción de José Ferrater Mora

TRIGESIMOTERCERA ENTREGA

XIII

LA LÓGICA Y EL TRUENO (2)

No hay necesidad, por lo demás, de ir más allá. “La dialéctica del amor desdichado” (1) ha realizado su gran obra. El amor que nada puede hacer, el amor condenado a la impotencia se transforma, según la predicción de Dostoievski, en odio implacable y torturador. Kierkegaard hace, evidentemente, todo lo que puede para desembocar en él. He aquí cómo, en los Ejercicios del cristiano, explica las palabras de Cristo: “Venid a mí todos los que sufrís y yo os consolaré.” Y para no dejar subsistir la menor duda acerca de su modo de comprender el poder y la misión de Cristo, hace unas páginas más allá esta observación sarcástica: “Llegar junto a un hombre que muere de hambre y decirle: te traigo la gracia del perdón de los pecados, es algo irritante. En verdad, hasta es ridículo, pero es demasiado grave para producir risa.” Jesús enseñaba, pues, a elevarse a los hombres por encima de lo finito, como lo enseñaban los antiguos, como lo enseñan los sabios modernos. Kierkegaard reprocha a Hegel lo siguiente: “Algunos han descubierto la inmortalidad en las obras de Hegel; por lo que a mí hace, no la he encontrado allí”. Pero si (como lo dice en otro lugar de la misma obra) “la inmortalidad y la vida eterna residen únicamente en lo ético”, entonces su reproche carece de fundamento. Desde este punto de vista, Hegel no está atrasado con respecto a Spinoza, cuyo pensamiento ha impregnado, por lo general, muy fuertemente su propia filosofía. También Hegel piensa sub specie aeternitatis. Y, ciertamente, no se habría negado a firmar las palabras del solitario holandés: Sentimus experimurque nos aeternos ese.

Kierkegaard conocía, ciertamente, la vida de Cristo tal como ha sido escrita en los Evangelios: Cristo saciaba a los que tenían hambre, curaba los enfermos, devolvía la vista a los ciegos y hasta resucitaba a los muertos. Kierkegaard no ha podido olvidar, ciertamente, lo que Jesús respondió a los discípulos de San Juan Bautista: “Id y decid a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son purificados, los muertos resucitan, la buena nueva es anunciada a los pobres (San Lucas, VI, 22; cfr. con Isaías, XXXV, 5, 6). No podía olvidar este pasaje, tanto más cuanto que inmediatamente después hay el versículo “Dichoso quien no se escandalice de mí”, que constituía para Kierkegaard el pensamiento fundamental del cristianismo y del cual no apartaba nunca sus ojos. Pero se tiene la extraña impresión de que ha temido siempre vincular el “escándalo”con los hechos que resultan escandalosos en la Escritura. Tal como ocurría con sus comentarios al pasaje de los Hechos de los Apóstoles antes citado, Kierkegaard realiza toda clase de esfuerzos para “desviar” nuestra atención de todo lo “milagroso” que refieren los Evangelios y para concentrarla únicamente en las enseñanzas referentes a las virtudes que nada pueden hacer y que, por lo demás, nada tienen que hacer. También para Cristo el summum bonum reside en lo ético. En cuanto a los sufrimientos terrenales de los hombres, no lo afectan mucho y no quiere ni puede luchar contra ellos. Kierkegaard se pone inclusive furioso cuando oye que un pastor consuela a un desdichado con una cita de la Escritura: “Si alguien ha sufrido una pérdida, siempre acude el Pastor con sus historias sobre Abraham y sobre Isaac. ¡Qué inepcia! ¿Puede admitirse que perder quiera decir sacrificar? Lo que, por otro lado, irrita a Kierkegaard, no es el hecho de que el pastor confunda la “pérdida” con el “sacrificio”. Pero no admite que nadie se dirija a la Escritura para obtener consuelos; ya se nos ha repetido con bastante frecuencia que la Biblia no existe para consolar a nadie.

¿Por qué? ¿Por qué no se tiene el derecho de buscar el consuelo en la Escritura? ¿Por qué Kierkegaard extirpa tan cuidadosamente -para sí mismo y para los demás- todos los milagros de la Biblia? Es imposible admitir que no se da cuenta de lo que hace. El “milagro” quiere decir que todo es posible para Dios. Es posible para Él devolver lo perdido a aquel que el pastor intenta consolar, como le ha sido posible, según nos asegura Kierkegaard, devolver sus hijos a Job, Isaac a Abraham, etc. Y ahora, de repente, resulta que hay que “desviar la atención” de mtodo esto y hay que contentarse tan sólo con la contemplación de la misericordia y del amor y de su impotencia. ¿Es que Kierkegaard ha olvidado su propia declaración, la que reza que Dios significa que todo es posible?

No, no la ha olvidado. Cuando compone sus himnos en honor de la crueldad de Dios y de la impotencia de la virtud, es precisamente cuando piensa más que nunca en Job, en Abraham, en el adolescente enamorado, en Regina Olsen. Cuando descarta el milagro sigue pensando únicamente en el milagro. Diríamos que pretende ensayar en sí mismo y en todos los hombres una experiencia terrible, desesperada: ver lo que sucedería si se descartara completamente el milagro, como lo exige la conciencia intelectual del hombre pensante; lo que ocurriría si Dios quedara limitado por las posibilidades que establecen nuestra experiencia y nuestra razón y si, por consiguiente, lo ético se convirtiera definitivamente y para siempre en la realidad “suprema”. Ya en La Repetición evoca Kierkegaard al filósofo griego Hegesias, a quien se dio, a causa de su apasionada glorificación de la muerte, un especial sobrenombre. Y presintiendo que él tampoco podría evitar llevar su experiencia a sus últimas consecuencias, terminaba así la primera parte de su obra, que constituye en cierto modo la introducción de ella: “¿Por qué nadie ha vuelto nunca de la región de los muertos? Porque la vida no podría cautivar como cautiva la muerte sabe hacerlo. En efecto, la muerte sabe convencer tan bien, que nadie ha encontrado nunca el medio de contradecirla, que nadie ha tenido hasta ahora el deseo de regresar al arte de persuasión de la vida. ¡Oh muerte!, tú sabes convencer, y fuera de ti no hay nadie que haya poseído un tan grande don de persuasión como ese Hegesias, que tan bien supo hablar de ti.”

Notas
1) Ya en las Etapas en el camino de la vida escribía Kierkegaard (no a propósito de Cristo, sino a propósito del héroe de su narración): “El amor desdichado posee su propia dialéctica, sólo ocurre que no la encuentra en sí mismo, sino fuera de él” (pág. 374).

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