viernes

FRANNY Y ZOOEY - J.D. SALINGER


(Traducción de Isabel de Juan)
PRIMERA ENTREGA
  
Más o menos con el mismo espíritu con el que Matthew Salinger, de un año de edad, le insiste a un compañero de mesa para que acepte una haba fría, insto yo a mi editor, mentor y (Dios le ampare) mejor amigo, William Shawn, genius domus de The New Yorker, amante de la probabilidad remota, protector de los poco prolíficos, defensor de los extravagantes sin remedio, el más insensatamente modesto de los grandes editores-artistas natos, a que acepte este librito más bien escuálido.
FRANNY (1)
  
Aunque la mañana del sábado era soleada y luminosa, volvía a hacer tiempo de abrigo, no simplemente de chaqueta, como había sucedido toda la semana y como todos habían esperado que se mantuviera para el gran fin de semana: el fin de semana del partido contra Yale. De los veintitantos chicos que estaban esperando en la estación a que llegaran sus novias en el tren de las diez y cuarenta y dos no había más de seis o siete en el frío andén descubierto. El resto estaba adentro de la caldeada sala de espera, de pie en grupos de dos, tres o cuatro, sin sombrero, fumando y hablando con voces que, casi sin excepción, sonaban universitariamente dogmáticas, como si cada muchacho, en su turno estridente dentro de la conversación, estuviera resolviendo, de una vez por todas, alguna cuestión altamente polémica, una cuestión que el mundo exterior, no el universitario, llevaba siglos discutiendo con gran torpeza, provocativamente o no.
  
Lane Coutell, con una gabardina Burberry que al parecer tenía forro de lana, era uno de los seis o siete muchachos que estaban en al andén abierto. O, mejor dicho, era y no era uno de ellos. Durante diez minutos o más se había mantenido deliberadamente apartado, fuera del alcance de la conversación de los otros, con la espalda contra el anaquel de folletos gratuitos de Ciencia Cristiana y las manos sin guantes metidas en el bolsillo del abrigo. Llevaba una bufanda marrón de cachemir que se le había descolocado y casi no le protegía del frío. De manera brusca y bastante distraída, sacó la mano derecha del bolsillo y empezó a arreglarse la bufanda, pero antes de que estuviera bien puesta cambió de idea y utilizó la misma mano para buscar debajo de la gabardina y sacar una carta del bolsillo interior de la chaqueta. Comenzó a leerla inmediatamente, sin cerrar del todo la boca.
  
La carta estaba escrita -mecanografiada- en papel azul claro. Tenía un aspecto manoseado, poco fresco, como si ya hubiera sido sacada de su sobre y leída varias veces:
  
Martes, creo
Queridísimo Lane:
No tengo ni idea de si podrás descifrar esto, ya que esta noche el ruido de la residencia es absolutamente increíble y casi no puedo oír mis pensamientos. Así que si la ortografía es mala, ten la amabilidad de pasarlo por alto. Por cierto, he seguido tu consejo y he recurrido mucho al diccionario últimamente, así que si mi estilo es más rígido, tú tienes la culpa. Bueno, acabo de reabrir tu preciosa carta y te quiero hasta hacerte pedazos, comerte a bocados, etcétera, y apenas puedo esperar a que llegue el fin de semana. Es una pena que no hayas podido meterme en Croft House, pero en realidad no me importa dónde me aloje mientras haya calefacción y no haya chinches y pueda verte de vez en cuando, es decir, cada minuto. Me estoy volviendo loca últimamente. Me encanta absolutamente tu carta, en especial la parte sobre Elliot. Creo que estoy empezando a despreciar a todos los poetas excepto a Safo. He estado leyéndola como posesa, y nada de comentarios vulgares, por favor. Puede que incluso haga mi trabajo del trimestre sobre ella, si es que decido ir por matrícula y si logro convencer al imbécil que me han asignado como tutor. “El delicado Adonis se muere, Citerea, ¿qué podemos hacer? Golpead vuestros pechos, doncellas, y rasgaos las túnicas.” ¿A que es maravilloso? Además, escribe así siempre. ¿Me quieres? No lo dices ni una sola vez en tu horrible carta. Te odio cuando te pones supervaronil y retiscente (¿está bien escrito?). No te odio exactamente, pero soy contraria por naturaleza a los hombres fuertes y callados. No es que tú no seas fuerte, pero ya me entiendes. Hay tanto ruido aquí que casi no puedo oír mis pensamientos. De todos modos, te quiero y deseo echar esta carta urgente para que la recibas con tiempo suficiente si encuentro un sello en este manicomio. Te quiero te quiero te quiero. ¿Sabes que en realidad sólo he bailado contigo dos veces en once meses? Sin contar aquella vez en el Vanguard cuando estabas tan borracho. Probablemente me sentiré terriblemente cohibida. Por cierto, te mataré si hace alusión a esto. ¡Hasta el sábado, cielito!
Con todo mi amor,
FRANNY
P. D. 1: Papá recibió los resultados de sus radiografías del hospital y todos nos sentimos aliviados. Es un tumor pero no es maligno. Hablé con mamá por teléfono anoche. Por cierto, te manda recuerdos, así que puedes estar tranquilo respecto a aquel viernes por la noche. Creo que ni siquiera nos oyeron entrar.
P. D. 2: Parezco tan poco inteligente e ingeniosa cuando te escribo. ¿Por qué será? Te doy permiso para analizarlo. Intentemos simplemente pasarlo de maravilla este fin de semana. Quiero decir que intentemos por una vez, si es posible, no analizarlo todo hasta machacarlo, sobre todo a mí. Te quiero.
FRANCES (su firma)
  
Lane iba por la mitad de esta lectura de la carta cuando fue interrumpido -importunado, molestado- por un joven corpulento llamado Ray Sorenson, el cual deseaba preguntar si Lane sabía de qué iba ese hijoputa de Rilke. Lane y Sorenson estaban en el curso de Literatura Europea Moderna 251 (abierto únicamente a los estudiantes de último año y a los licenciados) y tenían que hacer un trabajo cobre la cuarta de las Elegías de Duino de Rilke para el lunes. Lane, que sólo conocía a Sorenson superficialmente pero sentía una vaga y categórica aversión por su cara y su actitud, guardó la carta y contestó que no lo sabía pero pensaba que había entendido la mayor parte.
  
-Tienes suerte -dijo Sorenson-. Eres un hombre afortunado.
  
Hablaba con un mínimo de vitalidad, como si se hubiese acercado a hablar con Lane por aburrimiento o impaciencia, no en busca de ninguna clase de conversación.
  
-Dios, qué frío hace -dijo, y se sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo.
  
Lane observó una huella de lápiz de labios, difuminada pero bastante visible, en la solapa del abrigo de pelo de camello de Sorenson. Tenía aspecto de llevar semanas allí, quizá meses, pero no conocía a Sorenson lo suficiente como para mencionarlo, ni tampoco le importaba un comino, esta es la verdad. Además, el tren ya llegaba. Los dos chicos se volvieron a medias hacia la izquierda para ponerse de cara a la locomotora que se aproximaba. Casi al mismo tiempo, la puerta de la sala de espera se abrió de golpe y los muchachos que se habían mantenido al abrigo salieron a recibir el tren, la mayoría de ellos dando la impresión de tener por lo menos tres cigarrillos encendidos en cada mano.
  
Lane también encendió un cigarrillo mientras el tren entraba en la estación. Entonces, como tanta gente a quien, quizá, sólo debería dársele un pase de prueba para recibir trenes, trató de dejar su rostro vacío de toda expresión que pudiera simplemente, tal vez incluso maravillosamente, revelar lo que sentía por la persona que llegaba.
  
Franny fue una de las primeras chicas que bajaron del tren, de un vagón en el extremo norte del andén. Lane la vio inmediatamente y, a pesar de la cara que estaba intentando poner, su brazo, que se alzó rápidamente en al aire, expresó toda la verdad. Franny vio el brazo, le vio a él y le devolvió el saludo de un modo exagerado. Llevaba un abrigo de mapache, y Lane, mientras caminaba hacia ella apresuradamente aunque con la cara parada, se dijo, con emoción contenida, que él era el único en el andén que realmente conocía el abrigo de Franny. Recordó que una vez, en un coche prestado, después de besar a Franny durante una media hora, había besado la solapa de su abrigo, como si fuera una extensión orgánica y perfectamente deseable de su persona.
  
-¡Lane! -le saludó Franny gozosamente; ella no era dada a borrar la expresión de su rostro.
  
Le abrazó y le besó. Fue un beso de andén; bastante espontáneo al principio, pero más bien inhibido en la continuación, y con cierto aire de golpe en la frente.
  
-¿Recibiste mi carta? -preguntó ella, y añadió, casi con el mismo aliento-: Tienes cara de estar congelado, pobrecito. ¿Por qué no has esperado dentro? ¿Recibiste mi carta?
  
-¿Qué carta? -dijo Lane, cogiéndole la maleta. Era azul marino con ribetes de cuero blanco, igual a otra media docena de maletas que acababan de bajar del tren.
  
-¿No la has recibido? La eché el miércoles. ¡Oh, Dios! Incluso la llevé al correo yo…
  
-Ah, esa. Sí. ¿No has traído más que esta maleta? ¿Qué libro es ese?
  
Franny miró su mano izquierda, en la cual tenía un libro pequeño encuadernado en tela verde.
  
-¿Este? Oh, nada especial -contestó.
  
Abrió su bolso, metió el libro adentro y siguió a Lane por el largo andén hacia la parada de taxis. Le cogió del brazo y llevó casi toda la conversación, si no toda. Primero dijo algo acerca de un vestido que llevaba en la maleta y que era necesario planchar. Contó que se había comprado una planchita monísima que parecía de casa de muñecas, pero luego se le había olvidado traerla. Dijo que le parecía que sólo conocía a tres de las chicas que iban en el tren: Martha Farrar, Tippie Tibbet y Eleanor Nosecuántos, a quien había conocido hacía años en sus tiempos de internado, en Exeter o en alguna parte. Todas las demás que iban en el tren tenían un aire muy Smith, salvo dos chicas de tipo absolutamente Vassar y una absolutamente Bennington o Sara Lawrence (1), dijo Franny. La chica estilo Bennington-Sarah Lawrence tenía aspecto de haberse pasado todo el trayecto metida en el lavabo, esculpiendo o pintando o algo así, o de llevar mallas debajo del vestido. Lane, andando bastante deprisa, dijo que sentía no haber conseguido meterla en Croft House -eso era prácticamente imposible, claro-, pero que había conseguido habitación en un sitio muy agradable y acogedor. Pequeño, pero limpio y todo eso. Le gustaría, dijo, y Franny inmediatamente se imaginó una casa de huéspedes de madera blanca. Tres chicas que no se conocían en la misma habitación. La que llegara primero se quedaría con la cama plegable llena de bultos y las otras dos tendrían que compartir una cama doble con un colchón absolutamente fantástico.
  
-Estupendo -dijo con entusiasmo.
  
A veces le resultaba terriblemente difícil ocultar su impaciencia respecto a la ineptitud del macho de la especie en general, y la de Lane en particular. Recordó una noche lluviosa en Nueva York, al salir del teatro, en la que Lane, con un sospechoso exceso de generosidad callejera, había dejado que aquel horrible hombre de esmoquin le quitara el taxi. Eso no le había importado mucho -es decir, Dios, sería espantoso tener que ser hombre y tener que conseguir taxis bajo la lluvia-, pero recordaba la mirada verdaderamente horrible y hostil que Lane le echó a ella cuando volvió a la acera para decírselo. Ahora, sintiéndose extrañamente culpable al pensar en esto y en otras cosas, dio un breve apretón de simulado afecto al brazo de Lane. Cogieron un taxi. Pusieron la maleta azul marino con ribetes de cuero blanco delante junto al taxista.
  
-Dejaremos tu maleta y tus cosas en tu alojamiento. Nada más dejarlas dentro, y nos vamos a comer -dijo Lane-. Me muero de hambre.
  
Se inclinó y le dio una dirección al taxista.
  
-¡Me alegro tanto de verte! -dijo Franny cuando el coche se puso en marcha-. Te he echado mucho de menos.
  
No bien hubo pronunciado esas palabras comprendió que no las sentía en absoluto. De nuevo con un sentimiento de culpa, cogió la mano de Lane y entrelazó los dedos con los de él cariñosa y estrechamente.
  
Notas
1) Smith, Vassar, Bennigton y Sarah Lawrence son famosos colegios universitarios femeninos. (N. de la T.)

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