SEXTA ENTREGA
26 / ORSAI
En la Escuela de Cineastas yo enseñaba a escribir y a analizar guiones que terminaban por ser escenificados verbalmente, y cuando ya no hubo más textos producidos por los alumnos empecé a leerles cuentos.
Y el mismo día que Clara trajo a la modelo caranchera no tuve más remedio que atacar con El tío Wiggily en Connecticut de J.D. Salinger.
Era horrible y necesario.
En el grupo de la noche había cerca de veinte actores que me escuchaban desmenuzar las historias con un respeto sacro.
Como siempre me pasó en los talleres literarios, yo empezaba a sentirme santo de golpe y trataba de hipnotizarlos con una compulsión desesperada por revolverles y peinarles el alma hasta que las miradas espejaban la cosa.
Pero Kiwi endureció tanto las córneas para no mirarme en ningún momento que parecía un maniquí de vidriera enfocando la Cabeza de la Medusa.
Y entonces desmonté erizantemente la historia de Eloise, una matrona borracha y encanallada que le cuenta a una amiga cómo la amó su primer novio muerto en la guerra y después no hubo ningún otro hombre capaz de hacerla reír en el teléfono.
Hasta que se la devoró el infierno de Connecticut.
Al final de la clase Kiwi se quedó unos segundos con el horror clavado en el piso del Salón Lumière y enseguida fue al baño.
Nunca más nos hablamos.
Y esa misma semana escribí en Confesiones de un guionista indecente, mi columna del blog anexo a la Escuela:
Anoche me enteré que había muerto José Carbajal, uno de nuestros máximos compositores, pero me sentí demasiado angustiado como para despedirlo por escrito. Porque yo estaba bajoneado por un duelo más íntimo. Acabo de vivir un romance de sesenta días con una muchacha a la que le llevo cuarenta y dos años, y justamente el jueves de tarde había releído el único de sus enamoradisimos mails que no pude borrar. Y ahora, viernes de madrugada, escribo esta paginita porque acabo de soñar que vivía en una especie de supradimensión torresgarciana y al final ella aparecía en el teléfono para gorjear un suavísimo: Hola. Entonces resucité, recordando al Sabalero: Lindo haberlo vivido / pa poderlo contar.
Y al otro día le entré en facebook a Kiwi diciéndole que quería ser su amigo para siempre y ella borró el mensaje enseguida y me pidió que hiciera de cuenta que nunca había existido.
La verdad vive en orsai.
Ahora la nena tenía terror de que en la Escuela se enterara todo el mundo de nuestro flirt secreto y hasta se presentó en la dirección para amenazar a Zen con dejar los cursos si yo seguía hostigándola.
Si uno fuera a llorar cuanto termina / no alcanzaran las lágrimas a tanto / nuestras horas de amor casi divinas / es mejor despedirlas con un canto.
27 / ELLAS
La chiquilina de la pescadería era una artista nata y progresó muy rápido, aunque entre el liceo y el laburo casi no le quedaba tiempo para tocar.
En la tercera clase ya me contó que tenía hermanas treintonas y que el padre ni siquiera la trataba como a una hija.
A los quince años le pegaba saladísimo al porro y se fue a vivir un tiempo con un muchacho mucho mayor, aunque después entendió que lo único que amaba era la bondad de los padres del novio.
Eso me hizo sonreír voladoramente, hasta que en cierto momento le dije querida y la carita se le puso lila y supe con ofídica lucidez que podía enamorarla.
La tentación fue tan tajante que me sentí como un Pato Donald con un querube y un diablito sentados en cada hombro, empujándome a la adoración boreal o al desenroscamiento astuto de la verba.
Y aquella semana no paré de compartirle canciones agarradoras en el facebook y ella a veces ponía que le gustaba Te conozco o Till there was you o Eu sei que vou te amar y yo no completaba un solo Padrenuestro nocturno sin que me excitaran las clarividencias de un romance más botticelliano que el que tuvimos con Kiwi.
Lo milagroso es que justo la noche anterior a mi próxima clase con Evelyn haya tenido una de las pesadillas más extraordinarias que pueda recordar.
Y fue todo tan traído de los pelos por el ángel guardián de mi psiquis que cuando les contaba la sincronía a mis amigos no hubo ninguno que no se maravillara como si estuviera creyendo por primera vez en la curación crística del ciego.
El travesti de la Escuela se llamaba Natalia, ya estaba en segundo año y me pidió una reunión con el grupo de guionistas para tallerear un mediometraje que había escrito sobre su vida.
Primero preferí que me entregara el manuscrito y quedé entusiasmadísimo por la gracia de honestidad que irradiaba aquel horror con happy end telenovelesco y todo.
Los horarios de la Escuela eran un entrevero y terminé organizando la reunión en mi cuartel sin acordarme que ese día jugaba Uruguay, y a último momento pospuse la reunión por mail.
Y cuando acababa de acomodarme para ver a la celeste salvaje suena el timbre y me encuentro a Natalia sonriendo en la vereda, abajo de un paraguas.
Ella no había recibido el mensaje y la invité a ver el fútbol para no rechazarla, pero prefirió irse a recuperar una clase de repostería.
Y esa noche soñé que Natalia me gritaba que para ascender al gran palomar no tenía que comer más carne y de golpe le pasaba por atrás con paso vigilante el viejo criador que conocimos con Ricardo y ella se volvía un varón perfecto.
Me despertó una llamada de teléfono equivocado y me quedé jadeando despatarrado en mi único sillón y no me dio ningún trabajo entender la advertencia.
Esa tarde le di la clase a Evelyn sintiendo que era etérea y nos matamos de risa y cuando la despedí en la calle le acaricié la nuca dorada y le dije Cuidate hijita.
28 / COLOMBINA
La caída contra la pared del duchero me había provocado un gigantesco moretón en la calva que asombraba a todo el mundo, aunque yo nunca quise vérmelo.
Candela se hizo llevar los mejores muebles a Lepanto y el comedor vaciado se transformó en una pequeña galería de arte, y al pasar a la cocina para prepararme el mate mañanero saludaba a los cuadros ceremoniosamente como si contemplase una transfiguración.
La rutina no había variado mucho porque ya llevaba años haciendo mis mandados y preparando mis comidas, pero ahora el fantasma invisible de la chamaca me clavaba cuchillos en el paladar.
Y el sírvete materno no sale de la tumba.
Mi escritorio se llamaba La trinchera estrellada y el primer sábado de abandono moribundo cayó a visitarme Matías, un alumno que ya había escrito tres guiones y creía en el amor.
O mejor dicho: acababa de ennoviarse con una actriz y parecía prendidísimo por el arquetipo que no terminó de cuajar en mi matrimonio.
Era una situación de alto riesgo, diría mi terapeuta.
Al botija no se le ocurría otra cosa que poner canciones en youtube para hacerme conocer bandas nuevas y yo trataba de calaverizar por lo menos alguna sonrisa, despatarrado en el único sillón que sobrevivió al tsunami.
Entonces se me ocurrió comentarle que desde que salió Colombina de Jaime Roos me dieron ganas de escribir un cuento con esa historia y como él no la conocía se la reproduje inventando un posible guión y nos entusiasmamos.
Todo es justo y necesario, cuando sopla la cosa.
Yo siempre sentí que era imprescindible desarrollar un personaje-testigo omitido por la canción: el tachero que lleva al murguista a encontrarse con la chiquilina anónima que lo enamora tirándole un beso al salir del tablado.
Kiwi y yo.
Un cupletista calvo de sesenta y dos años y una princesa adolescente violada por su tío-abuelo a los quince. Y el tachero era Matías.
En mi versión de Colombina el botija estaciona a escondidas para vichar qué pasa cuando el hombrecito localiza milagrosamente a la princesa saliendo del tablado y ella le corta el rostro apenas saludándolo.
Después da marcha atrás enseguida y encuentra al veterano sentado en el cordón de la vereda, baja la bandera del taxi y se ofrece a llevarlo.
Esa es la piedad del botija.
Pero el cupletista se duerme por el camino y al despertarse en Belvedere le cuenta que soñó que se casaba con ella y que ahora se sentía capaz de amortajar en paz su matrimonio muerto.
Porque alcanza una fugacísima espesura de puro amor para curar cualquier desesperanza.
29 / SÍFILIS
Yo iba a misa los domingos a mediodía porque me enteré que Matilda se adiccionó a almorzar hamburguesas chatarra en el Montevideo Shopping, y eso por lo menos me aseguraba no tener que compartir la hostia con mi vecina.
A los dos días de soñar con el travesti llegué eufórico a la parroquia y encontré a Freddy esperándome afuera.
-Menos mal que apareciste justo -se controló el reloj mientras me señalaba la puerta de la sacristía.
-Qué pasó.
-Entrá un momento. Dolly vino hace un rato hecha un trapo porque al ex-marido se le ocurrió secuestrarle a la nena en pleno McDonalds -me hizo erizar recortado plateadamente sobre el póster que reconstruye a Jesús con textura fotográfica. -Y preciso que le vigiles la desesperación. ¿No te le sentarías al lado?
-Cómo no.
-Esa bestia le hizo pelota la tranquilidad para siempre -jadeó el hombre-muchacho con complexión de alambre mientras salíamos a las zancadas.
-Golpes como del odio de Dios.
-¿Ese es un verso tuyo? -tuvo tiempo de entrepararse el párroco más brillante del Uruguay para taladrarme con dos alfilerazos inquisidores.
-No. De César Vallejo: el mayor poeta de América. Católico, además. Lo tenés que haber leído.
-Sí. Pero yo en eso soy muy platónico: los tendrían que expulsar a todos de la República. Gracias por la gauchada, Abel.
Péguenle todos a Marlowe que él igual va a seguir siendo el detective más premiado de la morgue, pensé acomodándome con muchísimo trabajo al lado de la gorda arrodillada que jedía a rouge y a bilis.
Ella me saludó apenas apretándome un antebrazo y al final de la homilía más grandiosa que le escuché nunca a Freddy Hooper sentí que perdonaba a mi madre para siempre.
-Gracias por aguantarme, chiquito -murmuró asombrosamente Dolly cuando nos dimos el beso de la paz. -Y mirá que te quiero como si te hubiera parido.
Entonces mi ex-alumno párroco se acercó a saludarnos con ojos insolados y me sentí en misión de rescatar a Matilda igual que en la película, donde la niña representa al alma del pecador.
Lástima que al final de aquella inolvidable Eucaristía empezamos a escuchar de golpe una arenga vociferada por un mendigo que se puso a reclamar ayuda cristiana para su familia sin techo, y mientras Freddy le pedía delicadamente que lo esperara afuera Dolly se adelantó a gargajearle la cara al desarrapado.
Fue lo mismo que le hizo un centrofóbal de Liverpool a un lineman en el estadio de Danubio justo adelante mío, porque nunca pudo superar las secuelas de la sífilis.
La gorda se escapó corriendo y recién entonces entendí por qué fui comisionado como un guardaespaldas para vigilarle la desesperación incurable a mi vecina.
30 / TRICLINIO
Decidí darme una vuelta por lo de mi psiquiatra, como hago cada vez que mi corazón se requiebra hasta parecer Toledo en la tormenta.
En la salita de espera encontré colgada la misma reproducción del Greco que le advierte al enfermo que la vida rezuma un contraluz implacablemente plateado.
Aunque hay rayos que pueden pulverizarnos el sosiego para siempre.
Doce años atrás mi ex-mujer había aceptado venir a una consulta juntos, pero lo único que hizo fue desembuchar las razones que según ella imponían la irreversible disolución de nuestro matrimonio.
Germán Monteagudo la escuchó casi sin intervenir y al despedirnos me dio la mano con el pan de sus ojos nublado por el pánico.
Cuando salimos del consultorio Candela se quedó en una parada esperando un ómnibus para volver a Punta Gorda y yo me fui al centro a buscar a un amigo y volví borrachísimo y prendiendo un cigarrillo con otro.
Al otro día la chamaca me pidió la separación después de murmurar que me seguía queriendo pero que íbamos a terminar haciéndonos pedazos.
Entonces yo le confesé que el cambio corporal que ella tuvo después de los cuarenta años me había afectado mucho y nos reconciliamos enseguida.
Pero no era verdad.
Lo dije intuyendo a ciegas que ella necesitaba escuchar eso y al otro día ya hicimos el amor y todo.
Y mientras recapitulaba el derrumbe en la salita de espera recordé relampagueantemente que en los 90 había escrito un cuento donde mi personaje alter-ego reconoce con horror que sólo puede querer a la divinidad y a su literatura más que a sí mismo y al pasar al consultorio se me ocurrió preguntarle a Germán si sabía lo que era el Triclinio.
A él le sonaba apenas la palabra porque los junguianos no profundizan demasiado en el catolicismo, y tuve que explicarle que era una expresión inventada por Santo Tomás para definir la espesura sobrehumana de la Trinidad espejada en los ojos de la Virgen.
Yo empecé a adorar esa Más Dimensión recién a los veinticinco años en París, cuando conocí a una adolescente que se llamaba Bénédicte.
Nunca fuimos pareja, y aunque en el 73 me definía como un marxista-leninista ateo sentí enseguida que en aquella mirada habitaba Notre Dame: fue igual a la experiencia que vive mucha gente durante una muerte clínica.
Esa reverberación suprarreal queda en uno para siempre y es absolutamente imposible definirla con palabras.
Entonces mi terapeuta sonrió con triste credulidad, y tuve la sensación de que me sugería que existen pocos cónyuges capaces de soportar que el otro viva en un trance de adoración al arte o lo que sea.
Después hizo la precisión de que a partir del romance con Clara el abandonado ya no era yo y me recetó un hipnótico para que pudiera empezar a descansar cinco o seis horas seguidas por noche.
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