sábado

EL HOMBRE EN BUSCA DE SENTIDO - VIKTOR E. FRANKL


(Versión castellana de DIORKI)
SEXTA ENTREGA

PARTE PRIMERA

UN PSICÓLOGO EN UN CAMPO DE CONCENTRACIÓN (5)

La primera selección

Pero me estoy adelantando al contar las cosas. Desde un punto de vista psicológico, teníamos un largo, muy largo, camino por delante desde que pusimos el pie en la estación hasta nuestra primera noche en el campo. Escoltados por los guardias de las SS que iban cargados con pesados fusiles, nos hicieron recorrer a paso ligero el camino que desde la estación atravesaba la alambrada electrificada y el campo, hasta llegar al pabellón de desinfección; para aquellos de nosotros que habíamos pasado la primera selección, fue un auténtico baño. Una vez más se vio confirmada nuestra ilusión de salvarnos. Los hombres de las SS parecían casi casi encantadores. Pronto supimos por qué: eran amables con nosotros mientras teníamos nuestros relojes de pulsera y nos podían persuadir, en todos los tonos y maneras, para que se los entregáramos. ¿Acaso no habíamos perdido ya todo lo que poseíamos? ¿Por qué no habíamos de dar nuestro reloj a aquellas personas relativamente agradables? Tal vez algún día nos lo devolverían con creces.

Desinfección

Esperamos en un cobertizo que parecía ser la antesala de la cámara de desinfección. Los hombres de las SS aparecieron y extendieron unas mantas sobre las que teníamos que echar todo lo que llevábamos encima: relojes y joyas. Todavía había entre nosotros unos cuantos ingenuos que preguntaron, para regocijo de los más avezados que actuaban de ayudantes, si no podían conservar su anillo de casados, una medalla o algún amuleto de oro. Nadie podía aceptar todavía el hecho de que todo, absolutamente todo, se lo llevarían.

Intenté ganarme la confianza de uno de los prisioneros de más edad. Acercándome a él furtivamente, señalé el rollo de papel en el bolsillo interior de mi chaqueta y dije: "Mira, es el manuscrito de un libro científico. Ya sé lo que vas a decir: que debo estar agradecido de salvar la vida, que eso es todo cuanto puedo esperar del destino. Pero no puedo evitarlo, tengo que conservar este manuscrito a toda costa: contiene la obra de mi vida. ¿Comprendes lo que quiero decir?" Sí, empezaba a comprender. Lentamente, en su rostro se fue dibujando una mueca, primero de piedad, luego se mostró divertido, burlón, insultante, hasta que rugió una palabra en respuesta a mi pregunta, una palabra que siempre estaba presente en el vocabulario de los internados en el campo: "¡Mierda!" Y en ese momento toda la verdad se hizo patente ante mí e hice lo que constituyó el punto culminante de la primera fase de mi reacción psicológica: borré de mi conciencia toda vida anterior.

De pronto se produjo cierto revuelo entre mis compañeros de viaje, que hasta ese momento permanecían de pie con los rostros pálidos, asustados, debatiéndose sin esperanza. Otra vez oíamos gritar, dando órdenes, a aquellas voces roncas. A empujones, nos condujeron a la antesala inmediata a los baños. Allí nos agrupamos en torno a un hombre de las SS que esperó hasta que todos hubimos llegado. Entonces dijo: "Os daré dos minutos y mediré el tiempo por mi reloj. En estos dos minutos os desnudaréis por completo y dejaréis en el suelo, junto a vosotros, todas vuestras ropas. No podéis llevar nada con vosotros a excepción de los zapatos, el cinturón, las gafas y, en todo caso, el braguero. Empiezo a contar: ¡ahora!"

Con una rapidez impensable, la gente se fue desnudando. Según pasaba el tiempo, cada vez se ponían más nerviosos y tiraban torpemente de su ropa interior, sin acertar con los cinturones ni con los cordones de los zapatos. Fue entonces cuando oímos los primeros restallidos del látigo; las correas de cuero azotaron los cuerpos desnudos. A continuación nos empujaron a otra habitación para afeitarnos: no se conformaron solamente con rasurar nuestras cabezas, sino que no dejaron ni un solo pelo en nuestros cuerpos. Seguidamente pasamos a las duchas, donde nos volvieron a alinear. A duras penas nos reconocimos; pero, con gran alivio, algunos constataban que de las duchas salía agua de verdad...

Nuestra única posesión: la existencia desnuda

Mientras esperábamos a ducharnos, nuestra desnudez se nos hizo patente: nada teníamos ya salvo nuestros cuerpos mondos y lirondos (incluso sin pelo); literalmente hablando, lo único que poseíamos era nuestra existencia desnuda. ¿Qué otra cosa nos quedaba que pudiera ser un nexo material con nuestra existencia anterior? Por lo que a mí se refiere, tenía mis gafas y mi cinturón, que posteriormente hube de cambiar por un pedazo de pan. A los que tenían braguero les estaba reservada todavía una pequeña sorpresa más. Por la tarde, el prisionero veterano que estaba a cargo de nuestro barracón nos dio la bienvenida con un discursito en el que nos aseguró bajo su palabra de honor que, personalmente, colgaría "de aquella viga" —y señaló hacia ella— a cualquiera que hubiera cosido dinero o piedras preciosas a su braguero. Y orgullosamente explicó que, como veterano que era, las leyes del campo le daban derecho a hacerlo.

Con los zapatos hubo también sus más y sus menos. Aunque se suponía que los conservaríamos, los que poseían un par medio decente tuvieron que entregarlos y, a cambio, les dieron otros zapatos que no les servían. Pero los que estaban en verdadera dificultad eran los prisioneros que habían seguido el consejo aparentemente bien intencionado que les dieron (en la antesala) los prisioneros veteranos y habían cortado las botas altas y untado después jabón en los bordes para ocultar el sabotaje. Los hombres de las SS parecían estar esperándolo. Todos los sospechosos de tal delito pasaron a una pequeña habitación contigua. Al cabo de un rato volvimos a oír los azotes del látigo y los gritos de los hombres torturados. Esta vez el castigo duró bastante tiempo.

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